Eduardo 
            Blaustein Prohibido Vivir aquí 
            
          Una 
            historia de los planes de erradicaciónde villas de la última 
            dictadura C.M. de la V.
            
            Parte 4 
            
         
         
          Exodo. 
        Fue 
          una vecina del barrio Rivadavia la que, agitada, le dio la primera noticia 
          a Magtara Feres, tras la visita de un funcionario:
          -¿A vos también te llegó el papel ese? Ay, Magtara. 
          Tengamos cuidado, se 
          viene la erradicación.
          -¿Erradicación? ¿Eso qué es?
          Es llamativo. La pregunta, la primera reacción de Magtara, fue 
          idéntica a lo que muchos familiares y amigos de desaparecidos 
          recuerdan haber dicho cuando recibieron la noticia del secuestro de 
          un ser querido:
          -¿Cómo que desapareció? ¿Cómo alguien 
          puede desaparecer así, en el aire?
          Así que, cuando Magtara recibió la noticia de que ella 
          y sus vecinos podían quedarse sin casa, simplemente respondió:
          -¡Pero cómo si lo hemos estado pagando toda la vida!
          No fue la única en reaccionar de esa manera, fueron varios los 
          que creyeron que lo que decía la vecina "era una locura, 
          un verso". Hasta que la CMV se instaló en el barrio con 
          oficina y todo, echando a un vecino de su casa. Y hasta que apareció 
          pintado sobre un muro el enorme cartelónde advertencia que todavía 
          hoy se puede leer, prohibido circular, prohibido ingresar con automóviles, 
          prohibido ingresar vehículos de carga, Ordenanza 
          33.652. 
          A Magtara le llegó una comunicación de un funcionario 
          del Banco Hipotecario Nacional, recordemos que el barrio había 
          sido financiado con los créditos de esa institución. Y 
          después una segunda notificación, pero esta vez de la 
          CMV. En los archivos del Centro de Estudios Legales y Sociales, hay 
          algunas carpetas viejas con historias villeras de esos años; 
          algunos papeles amarillean. Entre esos papeles hay una copia de una 
          de esas cédulas de notificación que granizaban sobre las 
          villas de a decenas de miles. Esta en particular que sobrevivió 
          en el CELS aparece redactada exactamente de esta forma: 
          Comisión Municipal de la Vivienda. Departamento de Vigilancia 
          Interna.
          INTIMACION ULTIMO AVISO.
          Villa: 1-11-14.
          Casa Nº: 222.
          Sector I.
          Se intima al ocupante de la vivienda a presentarse (con tarjeta de censo 
          y 
          documentos de identidad), el día 4 del corriente, en el horario 
          de 14 a 19 horas en la oficina "Erradicación" de la 
          Comisión, instalada en la calle Varela 1950, Capital Federal, 
          de esta villa. De no presentarse en el plazo fijado, su vivienda será 
          demolida.
          Buenos Aires, 4 de junio de 1979. 
          En el borde inferior, donde dice "Jefe de Villa", aparece 
          la firma de alguien apellidado Kranz. En donde debe firmar el notificado, 
          con su nombre y apellido, aparece escrita con letra rústica la 
          fórmula "Se niega a firmar". Quien fuera el "ocupante" 
          de la casilla 222 del sector uno de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, 
          se negó a darse por notificado. Es presumiblemente uno de los 
          87 firmantes de un pedido de recurso de amparo presentado por Emilio 
          Mignone, del CELS, que por entonces colaboraba con la villa y con el 
          cura de la villa, Jorge Vernazza.
          Magtara fue a la oficina de la CMV con su vecina Anselma. Pese al tono 
          con que había sido citada, le dijo al funcionario:
          -Dígame qué precisa.
          -Necesito que entregue su casa.
          Anselma se puso a llorar.
          -¿Cómo me dice?
          -Ustedes se van a tener que ir. Tiene que firmar unos papeles y entregar 
          su casa.
          -Bueno... ¿Me entrega las llaves?
          -¿Las llaves de qué?
          -Del departamento nuevo. ¿O se cree que me voy a ir a la calle 
          después de 
          haber pagado tantos años por la casa en la que vivo?
          El tipo se levantó de golpe. Levantó el puño y 
          amenazó con descargárselo en la cara. 
          -Pegue, pegue -dijo Magtara-. Pegue que no soy manca.
          Agarró un cenicero pesado que había sobre la mesa y amenazó 
          con usarlo como objeto contundente.
          Un cuarto de siglo después, Magtara recuerda y suspira:
          -Y pensar que yo en el barrio era la pacifista, la solidaria. Se ve 
          que ese día se me despertó el indio. Faltaban pocos días 
          para que empezaran las acciones.
          -Las familias encerraban a los hijos en los roperos. Después 
          nos empezamos a enterar de que existían los desaparecidos.  
          Embellecer la ciudad/ Bajo Belgrano. 
          No les faltó convicción a las autoridades militares a 
          la hora de establecer objetivos estratégicos. Fieles a su concepción 
          de embellecimiento urbano, atentas a la distinta valorización 
          de tierras según de qué zona de la ciudad se tratara y 
          pendientes de la inminencia del Mundial '78, se decidieron a acometer 
          las primeras erradicaciones en las zonas más sensibles de la 
          Capital, las que menos toleraban la presencia de villeros, las de la 
          zona norte. De manera que el primer experimento social y el primer blanco, 
          por su su cercanía con la cancha de River, fue la villa del Bajo 
          Belgrano, seguida por el conglomerado de Retiro y el de Colegiales. 
          
          Una primera pista de lo que ocurrió con los erradicados de las 
          villas porteñas deriva precisamente de lo ocurrido con esos primeros 
          operativos acelerados por la inminencia del Mundial. Muchos de los desalojados 
          fueron 
          a parar al así llamado complejo habitacional Ejército 
          de Los Andes, cuya construcción data de 1973, y cuyo nombre de 
          guerra -Fuerte Apache- obedecería a un rapto de inspiración 
          del periodista televisivo José de Zer. Fuerte Apache había 
          sido concebido para que vivieran allí unas 22.000 personas. Si 
          en algún momento llegaron a ser 100.000, es en parte por la historia 
          de las erradicaciones. La misma que se continuó en el año 
          2000 cuando para solucionar el problema habitacional se procedió 
          a demoler algunas de las torres del complejo, solución que también 
          se practicó el 16 de marzo de 1991 con la implosión en 
          cadena de los sucesivos bloques del albergue Warnes, auténtico 
          espectáculo político emitido en vivo y en directo.
          La instalación de oficinas de la CMV en su barrio, la que recuerda 
          Magtara Feres en su testimonio, fue parte de una técnica habitual. 
          Esas oficinas llegaron a contar, según de qué barrio se 
          tratara, con una planta de hasta medio centenar de personas que engrosaban 
          otras brigadas como la de la Dirección de Limpieza, nutrida de 
          desocupados, o las dedicadas a la seguridad y vigilancia, compuestas 
          en su mayoría por miembros de la policía o las Fuerzas 
          Armadas, en retiro o en actividad.
          En 1980, con espíritu reconfortado, el ánimo en alza, 
          en la página 46 del Libro Azul de la CMV se dice que el operativo 
          Bajo Belgrano, iniciado a fines de 1977, "fue la primera gran experiencia 
          de erradicación" y, por supuesto, una experiencia exitosa. 
          Los funcionarios hacían memoria acerca de lo que era esa villa: 
          once manzanas próximas a "zonas parquizadas, lagos, campo 
          de golf municipal, clubes privados, campo hípico, etc., ...se 
          ubicaba dentro de una zona privilegiada de la Capital Federal". 
          También se detenían notoriamente en lo que sabían 
          sobre las historias y expectativas de los vecinos del Bajo Belgrano, 
          "moradores" que ya en 1971 se habían resistido a ser 
          erradicados "argumentando que se trataba de un barrio obrero y 
          no de una villa de emergencia". "Esas expectativas -continuaba 
          el informe- se mantienen hasta 1976". 
          A erradicar lo mismo. El 11 de marzo de 1978, exactamente cinco años 
          después del triunfo electoral de Héctor Cámpora 
          -y seguramente la coincidencia no fue casual- la CMV barrió con 
          las primeras manzanas, demolió 295 viviendas -"20 de ellas 
          de dos pisos"- y erradicó a "298 familias compuestas 
          por 973 personas". En un tiempo récord de poco más 
          de 60 días, la tarea había terminado, "recuperándose 
          7,2 hectáareas de tierra valiosísima para un futuro ambicioso 
          plan que llevará a un ordenamiento social y edilicio de la Capital 
          Federal, como corresponde a toda 'Gran Ciudad' con envergadura cosmopolita". 
          Habrá que aclarar: "cosmopolita" no abarca a bolivianos 
          o paraguayos, jujeños o tucumanos.
          Al finalizar el capítulo destinado a la villa del Bajo Belgrano, 
          la CMV trazó una memoria suscinta cargada casi de melancolía. 
          
          "Contaba con una amplia red comercial interna (almacenes de ramos 
          generales, pizzería, bares, panaderías, etc.). Sus habitantes 
          eran totalmente localistas, compraban en negocios de la villa y muchos 
          'al fiado'. Asímismo los vecinos que ocupaban viviendas linderas 
          se abastecían en dichos negocios".
          Ahí termina la cosa, sin más referencias acerca de qué 
          se hizo de la historia de ese barrio cuyo nombre está desde entonces 
          en vías de extinción. La pertenencia al Bajo Belgrano, 
          hasta ese año de 1978, había fogoneado entre otras cosas 
          los cantos futboleros de la hinchada de River, especialmente los de 
          1975, cuando después de 18 años de lucha, aquel equipo 
          que contaba en su mediocampo con Merlo, Jota Jota López y Alonso 
          
          volvió a obtener un campeonato. 
          Somos del barrio/ Bajo Belgrano el que no es chorro/ es criminal el 
          más cobarde/ mató a su madrey el más valiente/ 
          pa' qué vamos a hablar. 
          Cuide señora/ su gallinero porque esta noche/ vamo'a afanar una 
          gallina/ para el puchero porque mañana/ tenemo' que morfar.  
          Ese cantito, mucho más cercano a la alegría que a la criminalidad, 
          es de lo poco que puede ayudar a reconstruir la historia del Bajo Belgrano 
          en estas páginas. Existe un film documental que trata el tema: 
          Crónicas villeras, de Marcelo Céspedes. Hay una segunda 
          canción, acaso más elaborada que la anterior, que compuso 
          un músico cuya infancia transcurrió, y gozosa, en los 
          márgenes del barrio. Ese músico es un hincha conocido 
          de River y editó en 1983, con el retorno de la democracia, un 
          disco precisamente denominado Bajo Belgrano. El músico es Luis 
          Alberto Spinetta y Jade la banda que tenía por entonces. Las 
          letras de Spinetta no 
          son transparentes, pero hay bastante de lo que pretende decir en la 
          Canción de Bajo Belgrano que se entiende. 
          La mañana lanza llamasdesde su herida, débilmente caleidoscopio 
          de ciudad y vos tan solo, tu ropa está vacía tan lejos 
          del hogar estás que todo sueño duele más y ya no 
          hay forma de recomenzar 
          Desolado, el hombre perdido entre camionetas quemadas en aserrín 
          habrán marcado su mirada como a una huella y ésta siempre 
          se diluye como ojos, barro, cielos, todo... 
          Bajo Belgrano, amor ascendente, es ella quien te busca donde vos no 
          estás y es que toda tu canción persistirá siempre, 
          siempre, y hasta en el turbio río... 
          Y si no se entiende demasiado, ahí está la ilustración 
          en la tapa y contratapa del disco, hecha por Eduardo Santellán. 
          La línea lejana de los rascacielos como horizonte turbio, de 
          un lado. Alguien pescando en la costa cochambrosa del río. En 
          una orilla del barrio, la señora barriendo la vereda y el viejo 
          en la silla de paja. Y en el reverso del disco, en el centro, la villa 
          que parece vencerse por su propio peso, como un castillo de naipes. 
          Alrededor el barrio: casas de gente decente, el taller mecánico 
          "El cabezón", la panadería, el café bar, 
          el colectivo 42, la mina paseando al perro. Un patrullero hace la ronda 
          a la izquierda, con un cana asomando el arma larga. A la derecha, algo 
          demasiado parecido a un Falcon verde, con la sirena improvisada sobre 
          el techo, y en su interior los pesados de anteojos oscuros, asomando 
          también las Itakas. Hay un detalle más: un viejo camión 
          cargado con muebles y colchones. "La nueva fe", se llama la 
          empresa de mudanzas.
          Queda el viejo tango que Juan Cymes debe recordar bien, Bajo Belgrano, 
          de 
          Anselmo Aieta y Francisco García Jiménez. Un tango burrero 
          que decía: ¡Cuánta 
          esperanza la que en vos vive!
          -Sacame e'pobre, pingo querido
          ¡no te me manqués pa'l Nacional! 
          Barrio Rivadavia. 6 de la mañana.  
          Como Johny Tapia, como el padre Pichi, como el Sobreviviente C, Magtara 
          recuerda de qué manera los empleados de la CMV motivaban a los 
          vecinos, antes que ofrecerles créditos y terrenos, para que se 
          decidieran a egresar por sus propios medios. Las prohibiciones y controles, 
          los operativos de pinzas y rastrillajes, la imposibilidad hasta de comprar 
          el pan y la leche, la presencia permanente de pesados, la de peros de 
          policía, las requisas al salir y al entrar, los allanamientos, 
          las presiones, las patadas en las puertas, los gritos, los maltratos, 
          las amenazas, las búsquedas de antecedentes policiales, eran 
          factores estimulantes como para tomar la decisión de irse. Magtara, 
          de quien ya se dijo que posee una memoria extraordinaria, recuerda perfectamente 
          el día en que se demolió la primera casa. 
          -Eran las seis de la mañana, un vecino dio el alerta. Nosotros 
          quisimos avisarnos, nos fuimos a golpear las puertas de los demás... 
          Imposible: eran tanquetas, camiones del Ejército. Mandamos lejos 
          a nuestros hijos para que no los metieran presos. Entonces escuché 
          como un ruido, una estampida. Ahí cayó la primera casa 
          y me puse a llorar. Me acuerdo de eso y me pongo a llorar otra vez.
          -Al cabo del tiempo, ¿cuántas casas alcanzaron a demoler?
          -Cuatrocientas diez.
          -¿Alguna vez intentaron resistir de alguna manera?
          -Intentamos. Las mujeres pusieron los cuerpos delante de las topadoras. 
          
          Pero ellos llegaban siempre de madrugada y tiraban... ¿cómo 
          se llama esto que tiene olor y se ahoga uno?
          -Gases lacrimógenos... 
          -Me acuerdo que nosotros poníamos frazadas, así, y cerrrábamos 
          las ventanas porque te ahogaba. Y a la gente que sufría asma 
          o del corazón, la eníamos que llevar hasta la avenida 
          Cobo.
          -¿Los gases los tiraron algún día en que se armó 
          más tumulto o...?
          -No. Los tiraban siempre a la noche, para que la gente se metiera en 
          las casas. Y ellos decían "Si usted no se va, le tiramos 
          la casa abajo".
          Un círculo de pintura negra sobre la casilla, la tarjeta verde 
          de identificación. El padre Pichi, que junto con otros seis curas 
          comenzó a hacer lo que pudo por los villeros de la 31 y por los 
          otros, recuerda qué cosas le franqueaba Guillermo del Cioppo 
          cuando los atendía en su despacho, escoltado por La Chancha Colorada, 
          o comisario Salvador Lotito:
          -Miren, yo aplico la radio-pasillo. Hago ruido, golpeo; por ahí 
          alguien tiene que ir preso. Corto el agua y la luz. Y la radio-pasillo 
          hace correr la noticia.
          Era un poco más. Lo recuerda el Sobreviviente C:
          -Volteaban intercalando, dos casas en una manzana, dos casas en la siguiente. 
          Como para asustar más a la gente.
          Johny Tapia:
          -Las familias lloraban, gritaban. Eran camiones del Ejército 
          y camiones municipales, día por medio, esos camiones de basura 
          de cabina blanca y caja azul, con volcador. Hasta una señora 
          con cáncer, me acuerdo de ella, que estaba con el hijo. Pedían 
          por favor que no los llevaran. Los cargaron igual. Eran miles familias, 
          los de Saldías, que muchos hoy están en Fuerte Apache, 
          los de YPF, que los mandaron a Lugano, los de Comunicaciones, Inmigrantes... 
          
          Ya para 1980, con buena parte de la tarea consumada, en una de sus abundantes 
          intervenciones públicas, Del Cioppo resumió estas historias 
          en forma breve:
          -Se trató el problema en forma quirúrgica y en tiempo 
          récord.
          Fórmula expresiva que al día de hoy goza de excelente 
          salud e incluso aspira votos.
          -Siempre que se opera hay sangre-, complementó al otro día 
          el comisario Lotito. 
          Magtara, un año después. 
          Dice Magtara, textualmente: "Duró como un año el 
          tiempo de las demoliciones". Vamos a dejar aquí que fluya 
          otra porción de su relato, con la historia del barrio Rivadavia.
          -Recurrimos buscando ayuda a tantas partes... todos te cerraban las 
          puertas. Nos decíamos: "¿Y si nos reunimos en las 
          iglesias?". "Noooo.... porque nos van a incendiar las iglesias". 
          Todo el mundo nos negó la ayuda. Eramos un grupo como de treinta 
          personas. Un día nos dijo Del Cioppo a nosotros: "¿Ustedes 
          qué se creen, que van a poder con nosotros? Ahí viven 
          3000 personas y ustedes son 30. Los demás salen fácil".
          Hasta que poco a poco el barrio, y con él las viviendas, comenzó 
          inundarse por la cantidad de cañerías maestras rotas que 
          las topadoras dejaban a su paso. Ella se despertó una noche y 
          vio que el agua estaba tocando su colchón. Quizá lo más 
          precioso que le quedó arruinado desde entonces fue lo que tenía 
          guardado en una valija.
          -Toda una valija que tenía llena de fotos, que sacábamos 
          fotos cuando tiraban las casas. Y yo tenía mucho escrito. Escribía 
          por ejemplo cuando se iban a dormir los chicos, que qué sería 
          de la vida de nosotros, que a dónde íbamos a ir a parar, 
          que tantos vecinos que desaparecieron no los íbamos a ver más, 
          los rajaban por la madrugada, los tiraban por ahí. Uno de sus 
          escritos se llamaba "La noche oscura de la Patria".
          -¿Cómo fue que usted y otras familias del barrio consiguieron 
          quedarse?
          -Por la resistencia que hicimos, porque éramos treinta pero éramos 
          de fierro. Pensábamos resistir aunque nos costara la vida, ellos 
          vieron que éramos muy fuertes. Un día me dijeron "No 
          pasa nada, con ustedes no es la 
          cosa". Ellos, cuando golpeaban así fuerte y uno abría, 
          ponían el pie en la puerta, para que no pudiéramos cerrar, 
          ¿viste? Entonces se metían adentro.  
          A ella también le golpearon la puerta unas cuantas veces. Un 
          día le dijeron "Venimos a llevar las máquinas", 
          las de su taller de costura.
          -¿Cómo que se llevan las máquinas?. Acá 
          no van a llevar ninguna máquina porque nosotros las compramos 
          peso a peso con el sudor de la frente.
          En este punto el relato se embarulla levemente. Magtara dice que entre 
          los 
          que le golpearon la puerta había un comisario pelirrojo al que 
          le decían el Colorado, pero aparentemente un Colorado que no 
          era La Chancha Colorada, o tal vez sí. La cuestión es 
          que este Colorado, que era el jefe del operativo, tenía un hijo 
          al que por supuesto los vecinos llamaban el Coloradito. Y parece que 
          este Coloradito, "que era tan matón como su padre", 
          adoptó su peor cara de hijo de puta:
          -¿Así que no la vamos a llevar a la máquina?
          El Coloradito amagó con agarrar una de las máquinas más 
          grandes. Magtara 
          reaccionó como aquella otra vez:
          -Mirá, vos la vas a llevar a la máquina. Pero vas a morir 
          acá dentro.
          Y agarró unas tijeras grandes de costura.
          Ahora, de nuevo desde el presente, un cuarto de siglo después, 
          Magtara se repite en esa extrañeza de no poder reconocerse:
          -Y yo le iba a clavar... Te juro que... Qué feo que es perder 
          el control, viste. Yo que era tan, qué sé yo. La buena 
          vecina, que tomábamos mate, que plantábamos plantitas, 
          de pronto te convertían en una bestia. Y mi nuera, cuando vio 
          que le iba a clavar la tijera, largó la máquina. Y dijo 
          el Coloradito "Bueno, está bien. La dejamos".
          Si Magtara pudo sobrevivir en su casita del barrio Rivadavia no fue 
          sólo por su firmeza. Gracias a su militancia cristiana había 
          hecho buenas migas con un miembro destacado de la Acción Católica, 
          prohombre de la ciudad, el presidente de la Asociación Amigos 
          de Avenida de Mayo. Este hombre, que cultivaba alguna amistad con Cacciatore 
          o Del Cioppo, solía insistirle:
          -Magtara, allá no va a quedar nadie. Es mejor que te trates de 
          salvar vos. 
          ¿Qué querés hacer? ¿Quedarte en la calle 
          con toda tu familia?
          Recuerda Magtara que respondía:
          -Pero, ¿y la demás gente?
          El hombre intercedió. Consiguió hacerle una cita con Cacciatore. 
          Cacciatore hizo saludo uno y los dejó con Del Cioppo. Del Cioppo 
          le propuso un arreglo, cura de por medio, ofreciéndole una casita 
          en el barrio Dellepiane. Pero Magtara, de nuevo, terca:
          -¿Y la demás gente?
          -¡Pero señora! ¡Usted pide la chancha, los 20 y la 
          máquina de hacer chanchitos!
          La segunda oferta fue más amplia: treinta viviendas en Claypole, 
          para todos los vecinos resistentes. Pero los vecinos no querían, 
          "por la lejanía del trabajo y de la escuela de los chicos". 
          
          Cuando vio que los vecinos no aceptaban la oferta, Del Cioppo se decidió 
          a 
          apretar:
          -Bueno, entonces pierden todo.
          -¡Magtara!¡Te vas a quedar en la calle!-, suplicó 
          su amigo el mediador.
          -Y bueno, vamos a ver si nos quedamos en la calle. 
          Ella cree que si Del Cioppo no los echó a patadas, fue por la 
          buena presencia del amigo mediador. 
          Todos nuestros muertos. 
          Verano del año 2001, en la mutual Flor de Ceibo, de la villa 
          21 de Barracas. Es el día de la segunda cita con el Sobreviente 
          C. Siempre tieso sobre la silla, la mirada dura, tira esta frase como 
          para que quede claro:
          -Pelée por todos lados, me cagaron a tiros por todos lados.
          Con pinzas, forceps y tirabuzón, apenas si se le pueden arrancar 
          unos pocos datos de su biografía más lejana. Dice que 
          nació en Santiago del Estero, que ya en Santiago vivía 
          en una villa, que su padre era de origen africano y su madre era chilena. 
          El, en 1955, cuando se vino a Buenos Aires, fue a parar directo a la 
          villa 31 de Retiro. 
          El Sobreviente C ya pasó sus escritos al entrevistador. Afloja, 
          siempre con esfuerzo, unos cuantos recuerdos e ideas de lo ocurrido 
          en tiempos del Onganiato, los del '73 y los del Proceso. Quizá 
          sólo sea la forma que sus palabras adoptan en los apuntes, pero 
          en el cuaderno los párrafos se aparecen siempre torvos, jodidos, 
          como si comprimieran un nivel de fiereza y de dolor insoportables. Hay 
          dos compañeros de la villa que lo escuchan hablar y se mantienen 
          en silencio. Y alguno que otro que de vez en cuando 
          se apoya en el umbral de la puerta, para escuchar también en 
          silencio. Hay 
          algún tipo de comunión entre ellos; y códigos que 
          el entrevistador no está seguro de poder descifrar. Muy de vez 
          en cuando uno de los muchachos que lo escuchan, interviene. Lo hace 
          por ejemplo cuando el Sobreviente C recuerda la represión caída 
          sobre el puerto o sobre las villas de Retiro. 
          Ambos se conocen de las épocas del puerto tanto como de las de 
          la 31. El 
          compañero que lo escucha hablar, de pie y apoyado contra una 
          pared, recuerda de pronto a un vecino suyo al que metieron en el camión 
          y llevaron hasta Lugano y cómo a la semana otro camión 
          lo tiró en la villa l-11-14.
          En un momento dado el Sobreviente C menciona los reencuentros habidos 
          después de la dictadura. "Felices de vernos vivos -dice- 
          después de tantos 
          años". Como tantos que debieron esconderse o irse del país, 
          también entre los villeros existía la duda de qué 
          le habría pasado a Fulano y qué a Mengano, si les habría 
          pasado o no lo peor.
          -Ahí ocurría que teníamos que preservar la vida 
          de los compañeros, no podíamos vernos. Yo tenía 
          que preservar la mía y viceversa. Ellos también 
          pensaban que yo podía ser boleta.
          A lo largo de la conversación, el Sobreviviente C no sólo 
          se resiste a dar su nombre sino también a intentar reconstruir 
          la lista de los que se rajaron y de los que murieron. Comprime sin mayor 
          detalle siete muertes. 
          Pero no dice de quiénes ni cómo. Muy al final, queriendo 
          y no queriendo, hablando entre ellos y sin mirar al entrevistador, se 
          pasa revista a otras muertes. El compañero que lo escucha cuenta 
          de otra víctima anónima y la 
          tira como ametrallando, apretando los dientes, dándole importancia 
          y al mismo tiempo, si es por el tono presunto, vaciado de sentimiento. 
          Es el recuerdo de alguna madrugada del '76, en villa 31. La policía 
          estaba allí, como siempre, en operativo de rutina o lo que fuera, 
          con la gente alrededor. La única imagen que suelta el compañero 
          del Sobreviente es la de un muchacho joven de la villa, activista, que 
          se negó a obedecer vaya a saber qué orden de los uniformados.
          -El se agarró a la manija de la puerta del patrullero. Sabía 
          que lo iban a matar. Cuando se separó un par de metros, lo acribillaron.
          Así que otra muerte, y gratuita. Habrá que pensar que 
          si en el país del Proceso se mataba clandestina e impunemente 
          por las calles, tanto o más podía ocurrir en las villas, 
          cuya visibilidad social siempre fue menor. ¿A quién le 
          podía importar? De hecho las barriadas pobres siguen siendo los 
          territorios en los que se sigue matando con ademanes no demasiado clandestinos. 
          Lo complicado del caso -tal como se insinuó algunas páginas 
          más atrás- es que la historia de las villas durante la 
          dictadura, en lo que concierne a los nombres de sus perseguidos y desaparecidos, 
          ha quedado lejos del mundanal ruido de la Argentina blanca, por su propia 
          constitución histórica y social. Cuando se intenta hacer 
          esa sistematización de las víctimas y los nombres, la 
          información que se recibe es fragmentaria o se ha perdido para 
          siempre. Y las actitudes son recelosas, como la del Sobreviente C. 
          Las clases medias, mal que pudieron, han reconstruido la historia de 
          sus muertos. Los villeros, y seguramente lo mismo ocurre con otros sectores 
          populares, especialmente en el Gran Buenos Aires y el interior del país, 
          han quedado más o menos colgados de la palmera, con sus dolores 
          y terrores internalizados, castigados desde antes del '76 y después 
          del '83 también. 
          Dice Juan Cymes: "Los organismos de derechos humanos nunca pudieron 
          hacerse cargo de las desapariciones de las villas, aún cuando 
          alguna vez los villeros funcionamos en la APDH y aunque, desde el CELS, 
          Emilio Mignone, Alicia Oliveira y Augusto Conte nos dieron una mano 
          con los juicios por las erradicaciones".
          Sería injusto llamarle temor a lo que siente el Sobreviviente 
          para no querer hablar, porque seguramente el hombre no tiene nada de 
          pusilánime. 
          Estas líneas fracasan allí donde había que ponerle 
          un nombre a su reticencia, y a la de los demás.  
          Comida para ratas. 
          Con su apellido alemán y su formación de jesuita, también 
          José Meisegeier, el padre Pichi, evoca recuerdos de cadáveres 
          amanecidos sin explicación aparente. Un día, ya avanzada 
          la erradicación de la 31, un vecino de Saldías se apareció 
          para decirle:
          -Padre, tiraron unos cuerpos ahí en el barrio nuestro. Nos dijeron 
          que no los miráramos, que no los tocáramos porque si no 
          nos iba a pasar como a ellos.
          Eran nuevos cadáveres tirados sobre la pampa argentina, cuerpos 
          NN como 
          los que aparecían en la costa del río, Fátima o 
          Pilar ("Aparecieron esta mañana numerosos cadáveres", 
          tituló el 3 de julio de 1976 La Razón). El padre Pichi 
          interpreta que seguramente fueron cadáveres tirados a modo de 
          presión psicológica sobre los villeros. Recuérdese: 
          "el accionar que lleve
          paulatinamente a la población a no encontrar motivaciones que 
          justifiquen su permanencia". Los cuerpos quedaron ahí, para 
          ser comidos por las ratas. 
          Después las motoniveladoras pasaron por encima de sus restos.
          Así que las autoridades se anotaron grandes porotos a la hora 
          de conseguir 
          uno de los objetivos centrales de la etapa congelar-desalentar, previas 
          a erradicar. Johny Tapia lo sintetiza de esta forma: 
          -Miedo. Teníamos miedo a ser secuestrados al salir de las iglesias, 
          tras las reuniones que hacíamos, miedo a salir del barrio y que 
          te cazaran por 'activista' o 'extremista', miedo a desaparecer.
          Magtara Feres, que ahora, en el 2001, cuenta su historia en una pequeña 
          oficina de la CMV, retoma este mismo asunto. Johny Tapia está 
          a su lado y 
          la escucha con atención, aportando de vez en cuando un murmullo 
          o un dato nuevo sobre La Chancha Colorada.
          Lo que cuenta Magtara sucedió un domingo lloviznoso en la iglesia 
          del barrio. Sus vecinas había ido como siempre a la capilla de 
          chapa, la que tenía a la virgen de Itatí, cosa de limpiarla 
          y preparar las flores para la misa que debía oficiar el padre 
          Orlando Yorio. Ella no fue ese día, por culpa de una gripe. Yorio, 
          amigo y viejo compañero de andanzas del padre Pichi, llevaba 
          años viviendo en una casita del barrio.
          -Viene una vecina corriendo y me dice "Ay, doña Magtara. 
          Le llevaron alpadre Orlando y a todos los chicos, y a la monja también". 
          Todos ellos siempre venían a tomar mate, caminaban por el barrio, 
          eran como unos vecinos más. Entonces decían que el padre 
          era comunista, le inventaban cada historia, terrorista, de todo. Entonces 
          le digo a la vecina "¿Cómo que se lo llevaron?". 
          "Sí, vinieron con esos camiones grandes del Ejército 
          y lo encapucharon cuando estaba dando la misa, los alzaron ahí 
          a la fuerza, a todos los chicos, diecisiete chicos".
          La noche anterior Magtara había recibido una visita inquietante. 
          Supo después que los visitantes cayeron en un coche negro y que 
          uno de los pasajeros bajó para preguntar por el padre Orlando 
          Yorio. "Somos amigos de él, tenga confianza, venimos para 
          salvarlo", le dijeron a Magtara cuando 
          dieron con ella. Ella negó que el padre viviera en la villa. 
          El hombre que bajó del auto negro, que tenía pinta de 
          ser importante, le insistió y le pidió que lo llevara 
          hasta la casa. Ella siguiendo dudando, con temor. 
          Finalmente se subió al coche, quedó sentada atrás 
          entre dos grandotes, sintió los bultos de sus armas.
          -¿No me reconoce?-, preguntó el que parecía estar 
          al mando.
          -Me parece que sí, de algún lado. 
          -Me habrá visto por televisión.
          El hombre se presentó como alguien que había sido importante 
          en el peronismo, alguien que había viajado en el avión 
          que trajo de regreso a Perón. Llegaron a la casa del padre Orlando. 
          Pero el que abrió la puerta no fue el padre Orlando sino un pelado 
          desconocido. Magtara tardó en reconocerlo, aparentemente era 
          otro cura conocido en el barrio como El alemán, y que hasta hacía 
          poco era barbudo y pelilargo. El hombre del coche negro estaba ahí 
          para urgir a los dos curas para que se fueran de la villa. El Alemán 
          aceptó el consejo: "Yo me voy esta noche". El padre 
          Orlando dijo que no, que se quedaba. Le insistieron, pero nada. Se dieron 
          unos cuantos abrazos.
          Magtara retoma el relato:
          -Vinieron esa noche. El se había ido a la casa de la madre o 
          de un familiar, le rompieron todos los libros. El tenía una biblioteca 
          grande hecha de ladrillos y maderas, como la cama. Era un alma de Dios, 
          se conocía a todo el barrio. Yo le preguntaba qué quería 
          decir lo de "cura tercermundista" y él me decía 
          "No te explico porque vas a tener miedo, vas a creer que somos 
          unos monstruos". Pero como yo veía que era tan bueno...
          Magtara maneja más o menos al bulto la idea de que ese domingo 
          en que secuestraron al padre Orlando, desaparecieron también 
          "diecisiete chicos" que hacían catequesis y trabajo 
          social en el barrio. Y que de todo el grupo sólo se salvó 
          una sobrina de Francisco Manrique y otra chica que era hija de brigadier 
          o de coronel.
          -¿Por qué está segura de que eran diecisiete?
          -Y, porque más o menos los chicos que siempre venían eran 
          entre quince y 
          diecisiete. Esa chica que se salvó estuvo nueve años en 
          España. Yo no quiero mencionalarla porque las tías viven, 
          y ellas me pidieron que nunca cuente porque tenían mucho miedo. 
          La chica, cuando vino, ocho o nueve años después, parecía 
          otra persona. Se ataba un pañuelo así, no se dejaba ver 
          la cara. Había sido una chica brillante, de la facultad... Cuando 
          la vi en 
          ese estado... Ella nunca supo que le mataron a todos los demás.
          El padre Orlando Yorio estuvo cinco meses secuestrado, sin que los vecinos 
          
          del barrio supieran absolutamente nada acerca de cuál había 
          sido su destino.
          -Nosotros ya dábamos misa por él, creyendo que estaba 
          muerto. Y una noche viene alguien. Me vino a buscar una persona desconocida, 
          golpea la puerta, me dice "Necesito que venga conmigo". Era 
          una noche oscura, una boca de lobo, no había quedado ni una luz 
          porque ellos habían destrozado todos los faroles, todas las cosas. 
          Mi hijo me decía "No, mamá, no vayas. Quién 
          sabe quién es el que te quiere ver, a lo mejor te lleva a matar".
          La mujer insistió en que Magtara se pondría feliz de reencontrarse 
          con una persona que conocía bien y que quería mucho. Magtara 
          fue hasta el lugar en el que la estaban esperando, una casa que ya había 
          sido desalojada, pero no demolida. 
          -Entro ahí y veo que había una mesita y había dos 
          hombres y una mujer. Yo, cuando entré y los vi, les dije: "Acá 
          no hay ninguna persona amiga mía". Y me asusté porque 
          me dije "Acá me van a matar". Entonces el padre Orlando 
          hizo así y se sacó la peluca. Estaba vestido de mujer, 
          me dijo: "Magtara, no me quería ir sin despedirme de usted, 
          que tanto luchamos juntos". El Papa lo salvó a él, 
          lo mandaba que lo lleven a Roma. Y cuando se sacó esa peluca 
          rubia que tenía nos abrazamos tanto, lloramos tanto. "¡Orlando 
          estás vivo, estás vivo, no lo puedo creer!".
          -¿Llegó a decirle en dónde lo tuvieron secuestrado?
          -Ay, nos contó tanta monstruosidad. Yo no lo podía creer. 
          Nos mostró las piernas, cómo las tenía. Eran llagas... 
          los brazos. Dice que era como un pozo y ellos tuvieron no sé 
          cuántos días en ese pozo, que dice que se orinaban y que 
          hacían sus necesidades encima.
          La historia del secuestro y desaparición del padre Orlando Yorio 
          aparece relatada en el Nunca Más en forma un poco más 
          ordenada, aunque en lo esencial es como la cuenta Magtara. Yorio, sacerdote 
          jesuita, fue secuestrado el 23 de mayo de 1976 en el barrio Rivadavia. 
          Ese mismo día el 
          general Albano Harguindeguy atribuía el secuestro del ex-senador 
          uruguayo 
          Zelmar Michelini, "ese luctuoso suceso", a la subversión. 
          La tapa del Clarín de ese día mostraba el ensagrentado 
          rostro de Víctor Galíndez tras una pelea en Sudáfrica 
          y anunciaba el asesinato de Ringo Bonavena en Estados Unidos. Gracias 
          a presiones de la Iglesia, Yorio fue liberado el 23 de octubre de ese 
          mismo año. Otro sacerdote, su compañero Francisco Jalics, 
          había sido secuestrado con él. Ambos compartieron el cautiverio 
          en la Escuela de Mecánica de la Armada. Al tiempo fueron llevados 
          a una casa operativa de Don Torcuato. En el legajo 6328 de la CONADEP, 
          Yorio testimoniaba de esta manera:
          "En determinado momento del interrogatorio se pusieron a discutir 
          entre ellos, pude escuchar que comentaban la conveniencia o no de una 
          rastrilleo 
          en la villa... Sentía que estaba en un sótano, permaneciendo 
          en el suelo, siempre con la capucha... Otro día vino un hombre, 
          era el mismo que me había preguntado por Mónica Quinteiro... 
          Nos preguntó si no nos habíamos dado cuenta de quién 
          nos había tomado, y el padre Jalics le contestó 'La Escuela 
          de Mecánica de la Armada', y el interrogador asintió diciendo 
          'Sepan que esto es una guerra y en una guerra a veces pagan justos por 
          pecadores'".
          Pasaron los cinco meses. Previa inyección de pentonaval, Yorio 
          y Jalics fueron subidos a una camioneta que comenzó a dar vueltas 
          por la ciudad. 
          Otra inyección y más vueltas. Terminaron arrojándolos 
          en un descampado, en unos bañados de Cañuelas. 
          Para aclarar a qué se refiere Magtara al aludir al secuestro 
          del padre Yorio y de "diecisiete chicos" y para relacionarlo 
          con el nombre de Mónica Quinteiro, mencionado por el torturador 
          de la ESMA, es necesario retrotraerse a una carta famosa que Emilio 
          Mignone, uno de los fundadores del CELS, le escribió al entonces 
          teniente general Jorge Rafael Videla. La carta fue escrita el 25 de 
          mayo de 1976, es decir dos días después de la desaparición 
          de Yorio y Jalics. Comienza describiendo el allanamiento de su casa 
          a cargo de un grupo de tareas del Ejército, ocurrida un viernes 
          14 de mayo a las cinco de la madrugada. Continúa relatando la 
          detención de su hija Mónica Mignone. Finaliza diciendo 
          "Desde esa fecha hasta hoy -o sea durante cinco días-, no 
          he podido saber nada de Mónica. Es como si se la hubiera tragado 
          la tierra. Nadie se hace responsable de su detención ni nos da 
          a conocer dónde se encuentra".
          Mucho después el matrimonio de Emilio y Chela Migone interpuso 
          un escrito ante la Corte Suprema, muy posterior al primer recurso de 
          habeas corpus que ya habían presentado. Había pasado tiempo 
          y el escrito era rico en detalles. Explicaba las insólitas circunstancias 
          en que se había producido el secuestro: en un edificio de la 
          avenida Santa Fe, lindero con otro edificio fuertemente custodiado por 
          el Ejército, ya que allí residía la familia del 
          general Ramon Genaro Díaz Bessone. Ubicado a media cuadra del 
          departamento del almirante Isaac Rojas, vigilado también día 
          y noche por los soldados.
          "Ese mismo viernes -continúa el escrito- supimos que en 
          operativos similares, unas horas antes, habían sido detenidos 
          cuatro amigos de mi hija". Los Mignone citan los nombres de dos 
          matrimonios también secuestrados por el Ejército: el de 
          María Vásques Ocampo y César Amadeo Lugones y el 
          de Beatriz Carbonell y Horacio Pérez Weiss. Agrega que poco más 
          tarde se enteraron de la desaparición de Mónica Quinteiro 
          y de María Esther Lorusso. Mónica Quinteiro era una ex-religiosa 
          de las hermanas de la Misericordia, había sido profesora de Mónica 
          Mignone en un colegio de Belgrano.
          Más adelante los Mignone reconstruían otra historia más, 
          a la que consideraban "elemento probatorio importante" para 
          la causa que intentaban esclarecer:
          "El domingo 23 de mayo de 1976, alrededor de 50 hombres con uniforme 
          de combate de la Infantería de Marina, algunos de ellos con el 
          aditamento de boinas rojas, rodearon una zona de la villa de emergencia 
          del Bajo Flores, en las proximidades de Curapaligüe y Cobo, a la 
          vista de los vecinos. Eran exactamente las 12. Allanaron una modesta 
          vivienda donde residían hacía varios años los sacerdotes 
          jesuitas Francisco Jalics, conocido autor de varios libros dedicados 
          a la práctica de la oración y Orlando Yorio, consagradado 
          a la pastoral en ese medio. En ese momento se encontrabaoficiando misa 
          el presbítero Gabriel Bossini y participaba un grupo de ocho 
          jóvenes que se desempeñaban como catequistas... La Infantería 
          de Marina se llevó detenidos a todos los presentes, excepto el 
          presbítero Bossini. Siete de los jóvenes fueron liberados 
          en la madrugada siguiente en la avenida General Paz".
          La alusión de Magtara acerca de los secuestros y de la intervención 
          de Francisco Manrique -ex marino- y de otro militar -ex capitán 
          de Navío- es veraz. Los secuestrados y los ex-marinos pudieron 
          establecer que el lugarde detención fue la ESMA, en donde quedaron 
          Yorio y Jalics. Pero el grupo de jóvenes que hasta hoy siguen 
          desaparecidos no es el de los que se llevaron junto a Yorio y Jalics, 
          sino el de los que fueron detenidos el 14 de mayo anterior. Entre ambos 
          grupos suman quince personas. Ninguno de ellos eran militantes políticos 
          sino jóvenes católicos comprometidos. 
          Todos pasaron por la ESMA. Otro sacerdote, el padre franciscano Carlos 
          Armando Bustos, fue desaparecido también en ese mes de mayo, 
          un día 8, frente a la iglesia de Pompeya. Formaba parte de la 
          corriente Cristianos para la Liberación. 
          Este espacio dedicado a los padres Yorio y Jalics, a los jóvenes 
          atequistas del Barrio Rivadavia y a los cristianos comprometidos, obedece 
          l hecho de que todos ellos trabajaron en las villas. Amén de 
          los asesinatos de los obispos de La Rioja, Enrique Angelelli, y de San 
          Nicolás, Carlos Ponce de León, abarcando únicamente 
          a la grey católica, al cabo de la dictadura se supo que 16 sacerdotes 
          comprometidos con los pobres fueron asesinados, que once fueron detenidos 
          y expulsados del país y que a otros 22 se les permitió 
          quedarse tras su secuestro y tormento. 
          Hay nombres resonantes entre los de los desaparecidos relacionados con 
          las illas. El de la hermana Alice Domon, que trabajó en Lugano, 
          el de Dagmar Hagelin, que lo hizo en Fuerte Apache, el de Marianne Erice, 
          que militó anto en la villa del Bajo Belgrano como en el barrio 
          Güemes, de la 31.
          El padre Francisco Jalics, una vez liberado, viajó a los Estados 
          Unidos, más adelante se radicó en Alemania. Yorio se refugió 
          en Roma y, de regreso al país, estuvo en el obispado de Quilmes, 
          junto al obispo Novak, y en Ingeniero Jacobacci, con Miguel Hesayne. 
          Falleció en el Uruguay el 8 de agosto del año 2000, a 
          los 68 años. 
          Todos nuestros muertos (II). 
          En una nota de la revista El Porteño hecha en la villa de Retiro, 
          publicada en marzo de 1986, aparecía -sin que el cronista supiera 
          entonces de quién se trataba-, un personaje conocido y respetado 
          por los dirigentes villeros: Efraim Medina Arispe. Puede que hacia 1986 
          los recuerdos sobre las erradicaciones y sobre lo ocurrido durante la 
          dictadura estuvieran más frescos. Medina Arispe, boliviano, hijo 
          de indígenas e indigenista, dueño de una alicinante verba 
          jurídico-política, fue, hacia 1979, uno de los promotores 
          y líderes de la Comisión de Demandantes que se atrevió 
          a entablar juicios contra el Estado por las erradicaciones, asunto del 
          que hablaremos más adelante. En aquel año de 1986 Medina 
          Arispe se refería a las víctimas de la represión 
          en las villas de esta manera:
          -Sí, de Perito Moreno han desaparecido doce catequistas. Acá, 
          de nosotros (de la 31), han desaparecido dos delegados. Uno de ellos 
          es Francisco Torres, de Comunicaciones, padre de cuatro hijos. Después, 
          el otro que desapareció fue Alberto Condorí.
          El padre Pichi confirma el nombre de Francisco Torres como desaparecido. 
          
          "Sí, el Toto Torres. Fue el capataz cuando hubo que hacer 
          la reconstrucción de 90 casillas después de un incendio, 
          en el '72". En cuanto a Alberto Condorí, es otro de los 
          nombres que quedan en el aire. 
          Johny Tapia se acuerda de él, pero sólo alcanza a decir: 
          "No lo volví a ver nunca más a partir de entonces".
          Nombres y fragmentos de nombres. En la trabajosa reconstrucción 
          de la lista de víctimas de la represión/erradicación 
          en las villas -trabajosa por imperio del miedo, la desarticulación, 
          las expulsiones, la desaparición social de muchos de los que 
          las habitaron- deben mencionarse al menos provisoriamente estos nombres, 
          y añadirse a los ya mencionados: 
          -Alberto Cayetano Galleta Alfaro. Había sido erradicado de la 
          villa 31 a Fuerte Apache. Allí vivía: Nudo 6, piso 5, 
          departamento B. Las fuerzas de seguridad acordonaron el edificio en 
          monoblock, lo esperaron apostados y lo acribillaron cuando subía 
          las escaleras, el 9 de julio de 1977. Se lo llevaron en una furgoneta, 
          lo torturaron, lo creyeron muerto y abandonaron 
          su cuerpo. Desvalijaron su casa, un policía usurpó después 
          el departamento, según testimonio de vecinos. Galleta había 
          sido estibador y ue chofer. Un accidente ferroviario lo dejó 
          sin piernas en el año 1976, usaba prótesis. Fue miembro 
          de la Juventud Peronista y del MVP.
          -Enrique Sayago también sufrió un accidente en el tren 
          que lo llevaba, aunque leve. Mientras lo estaban atendiendo en el dispensario 
          en que lo atendían, fue secuestrado por la policía, un 
          10 de septiembre de 1977. Fue 
          llevado a una comisaría y nunca más se supo que pasó 
          con él. Tenía 62 ños, ocho hijos.
          -Lucía María Cullén tenía 29 años, 
          era viuda de José Luis Nell, un militante histórico que 
          quedó paralítico en la matanza de Ezeiza. Lucía 
          había trabajado con el padre Mugica en la capilla Cristo Obrero. 
          Fue secuestrada el 22 de junio de 1976.
          -Héctor Natalio Sobel. Fue abogado de la UOCRA y de los villeros 
          de la 21. Desapareció el 20 de abril de 1976. Tenía 37 
          años.
          -Teodoro Uruguagha, Ricardo Gamarra Ortiz, Oscar Alfredo Salazar. Los 
          tres ran paraguayos y miembros del MVP, de la villa 21. El 8 de mayo 
          de 1976 el diario La Opinión publicó un parte oficial 
          en el que los nombres de los tres aparecían como presuntos liberados 
          de una comisaría. La fecha de desaparición de todos es 
          coincidente: 5 de mayo de 1976. La compañera de Salazar, María 
          Esther Peralta, mendocina, embarazada de cinco meses, también 
          fue desaparecida.
          -Juan Carlos Negrito Sánchez -el apellido no está confirmado- 
          aparece como otro militante del MVP secuestrado y desaparecido en septiembre 
          de 1976.
          Juan Cymes añade el apellido de otro Negro, Chanampa, al que 
          se llevaron de la villa 15 -según recuerda- con el pretexto de 
          haber instalado un puesto de choripanes no autorizado sobre la avenida, 
          y al que desaparecieron. Había sido activista en la villa y militante 
          de la UTA. En el Equipo de Antropología Forense confirman el 
          dato aportado por Cymes: Daniel Bonifacio Chanampa, desaparecido el 
          14 de abril de 1978, trabajador 
          del transporte subterráneo.
          Más allá de que a estos nombres puedan añadirse 
          muchos más, de personas ue fueron secuestradas y luego liberadas, 
          a partir de aquí las identidades de perseguidos y muertos se 
          ponen más y más difusas. Hay referencias de dos vecinos 
          del barrio Rivadavia, amigos entre sí, de los que sólo 
          sobreviven lo que serían presuntos "nombres de guerra": 
          Nacho y Eduardo. Alguna vez fueron detenidos por delitos comunes; se 
          hicieron militantes en el contacto carcelario con presos políticos. 
          Nacho participó en una "toma" del barrio policial Coronel 
          García.
          Juan Cymes repasa nombres de sobrevivientes de distintas villas que 
          tuvieron actuación destacada, además de Jose Valenzuela: 
          Salvador Herrera, e la 6; la célebre Isidora Penayo de la 21, 
          que a la hora de hacer este libro estaba en el Chaco; el Gordo Caballero 
          de la 20; Marcelino Escalier, boliviano, de la 1-11-14; Pastor Vallejos, 
          también boliviano y pintor, del barrio Illia. A la lista habría 
          que añadir el nombre del Negro Vidal Guzmán, refugiado 
          vía ACNUR en Luque, Paraguay, donde todavía vive.
          Queda también la memoria de un nombre un poco más que 
          significativo: el de Rodolfo Walsh. Periodista, escritor, militante. 
          Durante buena parte de los años '72 y '73, Walsh, entonces miembro 
          del Peronismo de Base, se dedicó a ir religiosamente los fines 
          de semana a la villa 31, con su compañera Lilia Ferreyra. Solían 
          caerse por la casa de José Valenzuela -"dirigente indiscutido", 
          recuerda Lilia- y funcionaban en la de un vecino. Valenzuela había 
          dado con un arquitecto de la CMV, de los buenos, el Cholo Cedrón, 
          que hoy vive en Mar del Plata. Cedrón había trabajado 
          en el proyecto de construcción de viviendas populares de la pequeña 
          Villa 7 de Mataderos, durante la intendencia de Montero Ruiz. El proyecto 
          Villa 7 es un símbolo que queda de aquellas épocas de 
          trabajo conjunto y difícil entre la CMV y los villeros, símbolo 
          también de la confluencia entre clases medias y vecinos de barrios 
          populares. De hecho fue una experiencia que se irradió 
          a otra villas, con la asunción de Cámpora, y un antecedente 
          de las "mesas de trabajo" mixtas surgidas en el '73.
          Cedrón venía de esas historias. Walsh, años atrás, 
          había trabajado en una experiencia de comunicación popular 
          que se recuerda hasta hoy: el semanario de la CGT de los Argentinos. 
          Solía irse hasta la 31 con el grabador a cuestas, para registrar 
          lo que se hablaba y discutía en las reuniones. Con Valenzuela 
          pensaron lo obvio: cómo difundir las tareas, cómo convocar 
          y articular mejor a los vecinos. "Hay que sacar un boletín, 
          una revista", dijeron. "Pero lo tiene que hacer la propia 
          gente", agregó Walsh. Así que sobre el pucho inventó 
          lo que hoy se llamaría un taller de periodismo popular. Primera 
          lección: cómo manejar el grabador, que para entonces era 
          tecnología de punta. Entre asados y reuniones, les enseñó 
          a los chicos a grabar, desgrabar y redactar. Hicieron comunicados, boletines, 
          pero la historia no les dio tiempo para que el "Semanario villero" 
          pudiera consolidarse. La historia, ya se dijo en estas páginas, 
          iba demasiado rápido. Walsh y Lilia Ferreyra solían ir 
          en colectivo de su departamento de Tucumán y Reconquista a Retiro. 
          El viaje no podía durar más que veinte minutos. Pero cuando 
          de regreso de la villa bajaban del 6, en pleno centro, en el otro mundo, 
          Walsh le decía a Lilia que la cosa era demasiado rara, que o 
          se iban a vivir a la villa o se dejaban de joder. El antepenúltimo 
          acelerón del '73 dejó trunca la mudanza. Walsh fue secuestrado 
          y desaparecido por un grupo de tareas de la ESMA entre las 13.30 y las 
          16 del 25 de marzo de 1977, un día después de distribuir 
          su Carta Abierta a la Junta Militar. 
          El chico de enfrente, la vecina de al lado. 
          Magtara, memoriosa, retiene cuatro recuerdos más, de su barrio. 
          El del secuestro de Don Arturo, un viejo militante comunista, hombre 
          de lo más manso, según ella cuenta. El de "el chico 
          de enfrente", hijo de una de sus vecinas más queridas, cuya 
          identidad prefiere no revelar, que trabajaba en una fábrica, 
          no militaba en nada y nunca más apareció. El de dos hijos 
          de una familia del paraje Las Galeras. Magtara solía encontrarse 
          con la mamá de esos chicos en la verdulería, los hijos 
          de ambas compartían la escuela. 
          "Ella decía que los hijos eran montoneros, pero como yo 
          veía que eran tan buenos todos, para mí no tenía 
          sentido". Esos chicos desaparecieron. La mujer se apareció 
          con los nietitos en la mano, una noche, llorando y golpeando una ventana. 
          "Se llevaron a mi hija, y a mi yerno, y a mi otro hijo". Salvaron 
          a los más nenes por esconderlos debajo de la cama. Magtara finaliza 
          con el recuerdo número cuatro, lo que le pasó a su propio 
          hijo "que estuvo quince días desaparecido y se salvó 
          por milagro". 
          Presuntamente lo agarraron de los pelos por confundirlo con otro: por 
          llevar un sobretodo gris, por tener cabello castaño y tonada 
          correntina. Lo metieron en algún pozo con dos desconocidos, separados. 
          Picana, dónde está la célula, dónde tenés 
          las armas.
          -Sacaron a los otros dos pibes, les sacaron la capucha y él escuchó 
          los tiros de cuando los mataron. Mi hijo dice que él miraba el 
          cielo y pensaba que iba a ser el tercero, que en la casa nunca iban 
          a saber dónde fue a parar. 
          Al hijo de Magtara le pasaron un cigarrillo, él pensó 
          que lo mataban. pareció un suboficial que dijo:
          -Me parece que este tipo no es. A ver, hablá un poco. 
          El hijo volvió a hablar. El suboficial insistió: 
          -No. ¿No ves que no sabe nada? Lo están por matar al pedo.
          Lo largaron en un descampado. En el barrio Rivadavia, en Retiro, donde 
          hubo villas quedó tierra arrasada. Montañas hechas con 
          los escombros apilados y cubiertas de yuyos, cadáveres bajo los 
          escombros nivelados, cloacas y cañerías rotas a cielo 
          abierto, lagunas. En el barrio Rivadavia estuvieron diez años 
          sin agua. 
          "Ibamos a bañarnos -recuerda Magtara- con el caño 
          roto de una casa abandonada. Se hacían unas colas terrribles, 
          la gente con la toalla y el jabón en la mano. Y a la madrugada 
          lo mismo, con los tachos, para recoger el agua". 
          El Sobreviviente C y su viejo compañero de la 31 y del puerto 
          recuerdan cómo algunos de los más pesados de la CMV, antes 
          y después de demoler, saqueaban a los vecinos. El padre Pichi 
          también rememora la historia de dos abogados ligados al PC, Victoria 
          Novellino y Horacio Rebón -sobre quienes volveremos más 
          adelante-. Esos abogados, los mismos que ayudaron a los primeros villeros 
          que demandaron al Estado, se animaron a enjuiciar a la municipalidad 
          por el robo de material que era de Segba. Ocurre que a menudo las historias 
          de pequeña corrupción, al lado de otras, resultan sólo 
          datos de color. 
          De regreso al Libro Azul. 
          A partir de la página 21, el Libro Azul redobla sus energías 
          estadísticas. 
          De los casi 225 mil villeros del '76 se pasa 146 mil en un año 
          y poco más, a 115 mil para el 31 de diciembre del '78, a 51.845 
          para el fin del '79, a 40.553 para el 30 de junio de 1980, incluyendo 
          todavía los nueve mil de os NHT y 6465 de los barrios Rivadavia 
          y Mitre. Luego de las estadísticas gruesas se suceden evaluaciones 
          parciales por cada villa erradicada. Y escierto: en algunos barrios 
          no quedaron sólo escombros e inundaciones. En el caso de lo que 
          las autoridades denominaron villa 40, casi pleno centro, Córdoba 
          y Jean Jaurés, donde antes vivían 380 inquilinos amparados 
          por el ministerio de Bienestar Social, ahora el Libro Azul mostraba 
          las fotos de la bonita plaza Monseñor D'Andrea. Menos avanzadas 
          aparecen las obras en las fotos que se muestran de lo que fue la villa 
          del Bajo Belgrano, pero al menos parecen entreverse calles bien trazadas. 
          
          Aparece también la mención de lo hecho con aquel barrio 
          policial, el Coronel García, el de las cien viviendas hechas 
          en material prensado. "El área recuperada -informa el Libro 
          Azul- está comprendida dentro del gran proyecto 'Interama' (ya 
          en ejecución) integrado por un parque de diversiones, confitería 
          y jardín zoológico". 
          Una pequeña actualización al respecto, como para analizar 
          la proyección actual de asuntos que parecen remotos. El proyecto 
          Interama fue uno de los diversos escándalos de corrupción 
          con que salieron salpicadas las autoridades militares a la hora de la 
          retirada. Y aquella corrupción que parece vieja, siguió 
          saltando en el tiempo, hasta llegar a nuestros días. 
          El 9 de agosto de 1999, en un artículo de La Nación titulado 
          "Acusan a Dromi de cobrar sobornos", un antiguo funcionario 
          del Proceso aparecía ligado a tales escándalos. Se trata 
          de Guillermo Laura, secretario de Obras Públicas de Cacciatore, 
          el que inició no sólo las obras del parque Interama sino 
          de las autopistas a Ezeiza. Laura fue procesado en 1987 por el asunto 
          del parque Interama. El actual gobierno porteño sigue recibiendo 
          demandas por aquellas historias y sigue pagando los créditos 
          contraídos por la construcción de las autopistas, para 
          cuya realización también se desalojaron personas y se 
          partieron barrios. La noticia de La Nación no estaba tanto dirigida 
          a recordar el pasado de Laura, como a informar sobre un libro que el 
          ex-funcionario presentó por esos días, denunciando que 
          las empresas viales habían pagado un soborno de siete millones 
          de dólares para obtener concesiones de rutas con peaje. Todo 
          este repaso no implica que el intendente Osvaldo Cacciatore no tuviera 
          reparos en lanzarse a hacer política a fines de los '90. Ni tampoco 
          el hecho de que, todavía más hacia atrás en el 
          tiempo, Cacciatore, junto con Carlos Suárez Mason, fuera uno 
          de los integrantes de un intento de putsch contra el gobierno de Perón, 
          en los primeros años '50.
          Un recorte al azar de diarios no tan viejos. Uno de Crónica guardado 
          por Johny Tapia en su pequeño archivo personal. "Erradicar 
          las villas", dice el título de un lunes 16 de abril de 1979. 
          Tras los repasos estadísticos de rutina, el diario traslada sin 
          mayores filtros lo que dice Guillermo del Cioppo sobre la política 
          de erradicaciones: "Se destacó en la oportunidad la importancia 
          de la permanencia de esta política, la claridad con que ha sido 
          formulada y concretada, la limpieza con que se ejecutó, toda 
          vez que los métodos se han ido perfeccionando, teniendo con ello 
          eco favorable". El párrafo siguiente agrega: "Según 
          las fuentes de la Comisión Municipal de la Vivienda, el propio 
          erradicado se ha ido convirtiendo en promotor de la erradicación".
          Más o menos con la misma alegría y en el mismo diario, 
          el 20 de mayo de 1977, Del Cioppo aseguraba que el 51% de los villeros 
          eran extranjeros, proporción que en otro recorte del 25 de julio 
          de 1978, en La Razón, aparecía súbitamente inflacionada 
          por él mismo: 65%. En el ejemplar de Crónica del '77 hacía 
          observaciones igualmente científicas respecto de la villa 31 
          de Retiro: "Es un típico pueblo de Bolivia, hasta se vende 
          chuño". Y, refiriéndose a las villas en general añadía: 
          "Se vive en ellas por comodidad, ya que no se paga ni la luz, ni 
          impuestos de ningún tipo y hasta se instalan industrias". 
          La solución propuesta por el responsable era simple: "destruir 
          la estructura económica de las villas". En la página 
          siguiente del diario, el gobernador de la provincia, general Ibérico 
          Sant-Jean bramaba con mayúsculas: "DEBE HABER VIGENCIA DE 
          VALORES MORALES". 
          La campaña galopaba briosa por aquellos días. En la sexta 
          de Crónica del día anterior, 19/5/77, Del Cioppo embestía 
          así:
          "Es necesario desmitificar lo que en estos últimos diez 
          años se ha venido diciendo y haciendo en relación con 
          las villas de emergencia... Hasta ahora nadie entró en las villas 
          para desentrañar lo que realmente se esconde detrás de 
          las necesidades de un 30 por ciento de los habitantes de las mismas, 
          que en los últimos años sirvieron de clientela política, 
          al amparo de una verdadera mafia que se alberga en ellas". De pronto 
          los villeros de "escasos recursos" eran sólo uno de 
          cada tres. Y de golpe, en la misma conferencia de prensa, Del Cioppo 
          dijo que el total de villeros de la Capital no eran 200 mil o 220 mil, 
          sino 270.000. Y algunos de ellos hasta tenía "un Falcon 
          77 y una camioneta".
          Los afanes matemático-científicos de Del Cioppo se prolongaron 
          por años. En Clarín del 19 de mayo de 1981, el funcionario 
          disertaba así:
          "Los resultados están a la vista. Producidas las erradicaciones 
          de las illas de Retiro y avenida Perito Moreno se produjo una sensible 
          disminución de los casos de tuberculosis y sífilis, y 
          también del índice de delincuencia".
          Esta serie de extractos periodísticos no se expone aquí 
          sólo para ilustrar cuál era el discurso oficial de las 
          autoridades -no resistido por los medios, sino más bien verticalizado 
          y amplificado- sino también para poner en examen la validez de 
          sus verbosas cuantificaciones. Apuntan también a saber qué 
          pasó con los erradicados y sus cuatro presuntos alternativas 
          de destino, expuestas en el Libro Azul: traslado a terreno propio, retorno 
          a la provincia, retorno al país de origen, traslado por medios 
          propios. Por cada villa erradicada, el Libro Azul abruma con su balance 
          estadístico. Un ejemplo: para la villa del Bajo Belgrano, consumado 
          el desalojo, aparecen 441 familias derivadas a terreno propio, 166 idas 
          por sus propios medios, 65 que volvieron a la provincia y 43 que lo 
          hicieron a su país. Aparece un quinto rubro que el Libro Azul 
          no preveía: 306 familias trasladadas "a otras villas y NHT". 
          Si se concede graciosamente el deliz, el total de familias desalojadas 
          coincide con el total de las censadas: 2021. Lo central es que, de manera 
          abrumadora, las autoridades afirman que la enorme proporción 
          de familias erradicadas de todas las villas -en los parciales, siempre 
          un 71 a 73 por ciento del total- fueron ayudadas a instalarse en el 
          bendito "terreno propio".
          Hora de detenerse en este particular. 
          A dónde fueron a parar. 
          La primera respuesta de Magtara es del tipo contundente:
          -No. Ahí les llevaban y los dejaban tirados por la General Paz. 
          Y a los que habían comprado y alcanzaron a escriturar, les daban 
          tan poca plata que le alcanzaba para comprar quién sabe dónde, 
          una casita miserable. Después se arrepintieron y muchos volvieron 
          a algún terreno.
          Lo mismo dice Johny Tapia respecto de los de Retiro:
          -Los dejaban en cualquier lado, en unos pantanos, del otro lado de la 
          General Paz. Con el tiempo, los que pudieron demostrar que eran de la 
          villa, volvieron.
          También el compañero silencioso del Sobreviviente C, en 
          la villa 21, recordando el caso de un vecino suyo:
          -Lo cargaron en camión, lo dejaron en Lugano. A la semana lo 
          volvieron a cargar y lo tiraron en la 1-11-14, sin terreno ni nada. 
          Yo me fui a José C. Paz por mi cuenta.
          Quizá el caso del barrio Rivadavia fue el más particular, 
          siendo que los vecinos habían pagado o venían pagando 
          por su vivienda. De manera tal que cuando llegó la CMV centenares 
          de familias se apuraron en vender hasta lo que no tenían para 
          terminar de pagar, tener la escritura y mostrarla a los funcionarios.
          -Nos pidieron esa plata, nos dijeron: "En dos días tiene 
          que juntarla, si no, no tiene derecho". "¿Y todo lo 
          que pagué?". "No, todo lo que pagó no sirve 
          porque usted no canceló todavía". Ellos querían 
          echar a todos, al que no había escriturado y al que sí. 
          Muchos de los que ya tenían la escritura se fueron, por temor, 
          se fueron.
          Hacia 1979 las autoridades se aprestaban a erradicar a un nuevo total 
          de 64.000 villeros más, el grueso de lo que faltaba. Pero ese 
          año hubo un cierto toque de inflexión y una demora en 
          los ritmos, reconocida con pesar en los balances del Libro Azul, página 
          86:
          "En el gráfico comparativo siguiente puede observarse la 
          diferencia evolutiva de las erradicaciones efectuadas... El decrecimiento 
          operativo evidenciado en esta última etapa, es esencialmente 
          producto de dos factores principales:
          1- El Movimiento Pastoral Villero, en conjunción con Cáritas, 
          inició en la segunda mitad del año 1979 su acción 
          en las villas, tendiendo a la obtención por parte del Estado 
          del pago de un subsidio a cada familia y la formación de cooperativas 
          de vivienda.
          2- Encontrándonos en la última etapa del proceso se da 
          la existencia de un residual compuesto por grupos económicamente 
          imposibilitados de toda solución".
          Efectivamente, era todo un problema ése del "residual compuesto" 
          y de las familias imposibilitadas, pese a las previsiones del principio 
          acerca de los "escasos recursos" de todos y a todo lo que 
          se había prometido en materia de créditos. Vamos primero 
          a lo de las promesas originales y luego iremos a la pastoral villera. 
          Según rememoran Marta Bellardi y Aldo de Paula en Villas Miseria: 
          origen, erradicación y respuestas populares, en mayo de 1978 
          el Estado dispuso un "sistema de apoyo pecuniario" para las 
          familias que iban a ser erradicadas. Se trataba de entregar un subsidio 
          de 12 pesos argentinos destinado exclusivamente al adelanto del pago 
          de un lote, con el compromiso urgido del beneficiado de abandonar la 
          villa en un plazo de entre 60 y 90 días. Se entregaban además 
          otros 18 pesos argentinos para cubrir los gastos en servicios de infraestrutura. 
          Los autores del libro se tomaron el trabajo de averiguar cuánto 
          costaba un terreno del Gran Buenos 
          Aires hacia agosto de 1978. Un lote en Moreno valía 50 pesos 
          argentinos, en Guernica valía 100. Los doce pesos del primer 
          subsidio equivalían a cuatro salarios mínimos de entonces, 
          el terreno de Guernica equivalía a 26 de esos salarios.
          Sin embargo Del Cioppo había dicho en algún momento que 
          el 70% de los villeros estaban en perfectas condiciones de abandonar 
          los barrios por su cuenta. Algo fallaba, y en las páginas del 
          Libro Azul, ya hacia el final (página 99), cuando se hace repaso 
          de los créditos de los que se había hablado al principio, 
          los destinados a la compra de un terreno, se incluye apenas un único 
          parcial, el que corresponde al segundo trimestre de 1980. 
          Se habla de un total de 982 entrevistas efectuadas con los potenciales 
          beneficiarios, de 200 trámites iniciados y de 106 créditos 
          efectivamente ortorgados. No existen más explicaciones de por 
          qué aparece sólo ese parcial de 106 créditos otorgados 
          en el marco de un documento oficial de 114 páginas que pretende 
          sistematizar la historia de, hasta entonces, 145 mil erradicaciones.
          Una última referencia acerca de la ayuda oficial y de aquel "plano 
          prototipo" con el que los erradicados, una vez optimistas sobre 
          su nuevo lote, construirían la casa propia. Bellardi y De Paula 
          hacen constar algo al respecto: la absoluta "inutilidad" del 
          plano. Cuando los ya ex-villeros, estuvieran donde estuvieran, concurrían 
          a las municipalidades para que les aprobaran los planos de construcción, 
          "eran echados sistemáticamente". 
          Siete-curas-villeros-siete. 
          Juan Cymes los vio llegar a unos cuantos, desde el otro lado de la General 
          
          Paz, en la villa Las Antenas de La Matanza, allí donde se había 
          refugiado. -No sólo que los vi llegar, los vi llegar a patadas. 
          
          Un domingo, en 1978 o 1979, vio cómo varios camiones se metían 
          por los fondos de la villa, en lo que hoy se llama la manzana 27. Llovía 
          y los camiones se pusieron a descargar: gente, muebles. Juan se preguntó 
          lo mismo que los vecinos de Las Antenas: "¿Qué hacen 
          estos? ¿Están trayendo gente? ¿Pero acá?".
          -Era un contingente que habían erradicado de la 1-11-14. Los 
          dejaron sobre un terreno que entonces era puro descampado, entre las 
          villa y las vías. 
          Esos terrenos no eran parte de la villa, eran municipales. Los tiraron 
          sobre ese terreno pelado que con la lluvia se había hecho chocolate, 
          era una cosa inhumana. Y volvieron a los pocos días para llevarse 
          otra vez a algunos. Después, con el tiempo, esos terrenos fueron 
          las actuales manzanas 27 y 28.
          Esta referencia que hace Juan Cymes, junto con todas las anteriorescontadas 
          por Magtara, Johny, el Sobreviviente C, son apenas una porción 
          minúscula del total. Muchas otras historias similares fueron 
          resumidas por 
          siete curas villeros en lo que fue un informe célebre: "La 
          verdad sobre la 
          erradicación de las villas de emergencia del ámbito de 
          la Capital Federal". Ese informe -precedido de uno anterior, junio 
          de 1978- fue fechado el 31 de octubre de 1980 y lleva al pie los nombres 
          de esos siete curas: Héctor Botán, de Villa Lugano; Miguel 
          Angel Valle, del mismo barrio pero de otra capilla; Daniel de la Sierra 
          (alias El Gallego), de Barracas; Rodolfo Ricciardelli, del Bajo Flores; 
          Jorge Vernazza, también del mismo barrio y otra capilla; José 
          Meisegeier, o Pichi, de la capilla Cristo Obrero de Retiro y Pedro Lephaille, 
          de Mataderos.
          Es posible imaginar que más de alguna alta autoridad eclesiástica 
          habrá suspirado de irritación al recordar aquella autorización 
          del arzobispado de 1969, la que permitió oficializar de alguna 
          manera el trabajo de la Pastoral Villera. Porque, aunque sin recursos 
          y de manera sumamente precaria, esos siete curas -para usar la vieja 
          expresión española- metieron un jaleo importante ante 
          las autoridades, los medios y la propia Iglesia. Los siete curas y los 
          más que vulnerables núcleos de villeros resistentes, fueron 
          los únicos que a mediados de la dictadura se atrevieron a difundir 
          lo que estaba sucediendo, enfrentando la versión oficial. La 
          Pastoral Villera lo había intentado antes, ante el arzobispado, 
          todavía en 1977, pero el arzobispado recomendó lo que 
          a veces recomiendan los arzobispados: prudencia y sigilo.
          Sin embargo, hacia 1979, las cosas estaban cambiando. Ya no imperaba 
          la glaciación política de los primeros años, la 
          tarea represiva de la dictadura estaba prácticamente finalizada, 
          los excesos de las erradicaciones habían ganado algún 
          mínimo espacio en la opinión pública. 
          Con lo que el arzobispo se decidió a enviarle una epístola 
          al señor intendente, fechada el 23 de agosto de 1979, en la que 
          expresaba su preocupación por la forma en que, según parecía 
          ser, se llevaban a cabo las erradicaciones:
          "Estimamos imprescindible que se ponga especial cuidado en que 
          nadie utilice, consciente o inconscientemente, la presión, la 
          intimidación o cualquier otro estilo o forma de trabajo que pueda 
          quitar la paz y la calma para el trabajo fructífero".
          Que el trabajo de la CMV a esa altura ya había sido lo suficientementefructífero 
          lo demostró acabadamente el Informe de los siete curas villeros, 
          un año después. Pero antes que el Informe llegara a la 
          opinión pública los medios fueron filtrando pequeñas 
          denuncias, conflictos y la permanente megafonería de la versión 
          oficial. Entre las denuncias, seguramente lo que ocupó más 
          espacio en los medios desde 1979 fue la conformación de la Comisión 
          de Demandantes, aquella que Johny Tapia y Efraim Medina Arispe motorizaron 
          desde lo poco que quedaba de la villa de Retiro y en la que Juan Cymes 
          también tuvo participación. 
          El padre Pichi, desde la piecita de arriba del almacén que tenía 
          en la villa de Retiro, pegado a la capilla, había conseguido 
          el distinguido amparo de la parroquia San Martín de Tours, gente 
          pudiente, como él bien define. Cáritas y la parroquia 
          lo apoyaron para iniciar proyectos de autoconstrucción en cooperativa 
          y salvar con ellos a la poca gente que quedaba en la 31, 70 familias 
          que terminaron siendo 44, contra las seis mil estimadas en el '76. La 
          creación de la cooperativa Copacabana fue fruto de ese tipo de 
          esfuerzos, lo mismo que otras como la Caacupé o la Madre del 
          Pueblo, motorizada por el padre Vernazza en el Bajo Flores y amparada 
          legalmente por el CELS. El vecino del padre Pichi, Johny Tapia, pudo 
          quedarse en la villa agarrado de ese solo hilo: el auspicio de Cáritas, 
          la protección de un espacio ínfimo del barrio en el que 
          quedaron unos pocos vecinos. Ese grupo de vecinos acudió a la 
          Asociación de Abogados y allí dieron con dos profesionales 
          solidarios y audaces que ya fueron mencionados: los doctores Victoria 
          Novellino y Horacio Rebón. 
          "Ellos nunca nos cobraron un peso; ponían plata de su bolsillo", 
          agradece Johny Tapia.
          La estrategia de los abogados fue medianamente simple, si es que algo 
          podía ser simple en semejantes años. Consistió 
          en demostrar que la municipalidad de Cacciatore nunca había cumplido 
          la promesa de ayudar a los erradicados antes de quitarles la vivienda 
          y de quitárselos de encima. El jueves 27 de diciembre de 1979, 
          Crónica, en referencia a aquella causa denominada "Asunción 
          Soria y otros contra la Municipalidad de Buenos Aires", que representaba 
          los intereses de 32 familias demandantes, amaneció así:
          "La Sala C de la Cámara Civil admitió un amparo interpuesto 
          por 32 familias afectadas por el plan de erradicación de villas 
          de emergencia y declaró la medida de no innovar. La decisión, 
          que implica 'la prohibición de demoler las viviendas' de los 
          villeros hasta tanto no termine el juicio, se dictó porque la 
          Municipalidad no cumplió 'la exigencia de crear condiciones para 
          que los desalojados puedan acceder a viviendas decorosas'".
          De haber existido más Johnys Tapias, padres Pichis, abogados 
          y camaristas 
          así, las cosas hubieran sido algo distintas. El falló 
          sentó jurisprudencia y fue repercutiendo en cadena entre los 
          sobrevivientes de otras villas. El doctor Del Cioppo montó en 
          cólera. Especialmente cuando le preguntaron sobre los recursos 
          judiciales que venían presentando los villeros:
          -Muchos de esos pedidos fueron firmados por gente que no sabe lo que 
          firma. La mitad de esas personas ya desistieron y abandonaron las villas.
          Sin embargo hubo otros recursos de amparo, en la 21, en la 1-11-14. 
          En esta última villa, la del Bajo Flores, los sacerdotes Rodolfo 
          Ricciardelli y Jorge Vernazza, junto con Emilio Mignone, del CELS, venían 
          trabajando para proteger a la gente que quedaba por erradicar. Hacia 
          abril de 1979 ya venían haciendo cuentas para saber si podían 
          o no avanzar en el proyecto e creación de la cooperativa Madre 
          del Pueblo. En junio de ese mismo año, Mignone presentó 
          el recurso de amparo que firmaron 87 peticionantes. Las tierras en las 
          que vivían, decía Mignone, habían sido ocupadas 
          "no sólo con el expreso consentimiento y ayuda de las autoridades 
          municipales sino también con su apoyo". Los primeros pobladores, 
          agregaba, habían adelantado pagos por esas tierras y sus mejoras.
          Aquel recurso prosperó, o al menos dio el tiempo suficiente como 
          para que prosperara el proyecto de autoconstrucción de la cooperativa 
          Madre del ueblo. Financiado en sus principios por una fundación 
          holandesa -y ésta financiada a su vez por un fondo proveniente 
          de un impuesto a los cultos religiosos, destinado a la ayuda social-, 
          aquel proyecto cooperativo nacido de una situación de extrema 
          vulnerabilidad, todavía vive. Osvaldo Oriolo, de profesión 
          ingeniero, presidió los primeros emprendimientos, de puro filántropo 
          y visitando las obras los días sábados. Aún a la 
          distancia valora la calidad y la ejecutividad con que se hicieron esos 
          barrios, construidos por los villeros mediante un sistema de autogestión. 
          Primero fue uno para 60 familias en San Justo, luego otro para 120, 
          en Merlo, y luego un tercero para más de quinientas familias 
          en Laferrere. La experiencia se proyectó -decíamos- hasta 
          el presente. Según repasa Oriolo, hasta hoy, aún con cambios 
          en el sistema, lo que nació como cooperativa Madre del Pueblo 
          suma 1500 viviendas construídas. 
          Rajá, "Cascarita", rajá. 
          A Víctor Sahomero también lo terminaron de salvar las 
          cooperativas. Pero antes le hicieron batir -con un fierro puesto en 
          la cabeza- todos los récords posibles, por la cantidad de veces 
          que lo rajaron. Víctor vendría a representar a esta altura 
          de lo leído la "quinta presentación" de villero 
          peleador y sobreviente. Si recién ahora aparece en estas páginas 
          es por lo que representa su historia de aquellos años y por lo 
          que hace hoy.
          Fue en la villa de Retiro donde le pusieron Cascarita, porque se aparecía 
          con la piel de la cara paspada. Llegó con la madre y seis hermanos 
          en 1968 
          y el primer barrio en el que se instaló fue el Inmigrantes, donde 
          ya estaba su viejo. El tenía ocho años, la familia venía 
          de Salta y antes que eso, por línea paterna, de Bolivia. La madre 
          de Víctor falleció, el padre no pudo contener el desbande. 
          Víctor se rajó de la casa y a partir de ahí anduvo 
          por todos lados: en la calle, en el puerto, en el bar "El cura 
          gaucho" de la 31, del que sólo quedan restos, dando vueltas 
          entre los dirigentes portuarios, lustrando botas. Supo andar también 
          en la famosa guardería "Bichito de luz", de la 31, 
          y fue ahí o en otro lado que le enseñaron a pintar al 
          óleo. Comenzó a trabajar desde muy chico, no paró 
          de trabajar hasta ahora. Iba y venía a veces a la casa del viejo, 
          que trabajaba de albañil; anduvo con él por el barrio 
          YPF. Del YPF la familia pasó al barrio Martín Güemes 
          -siempre dentro de la 31-, hasta que en 1976 a esa casa los que ya se 
          sabe la tiraron abajo. Los trasladaron a una casa de chapa a cuya familia 
          ya habían desalojado.
          Víctor siguió laburando. Anduvo entre otros lugares en 
          el mercado de ajos y cebollas, que por entonces funcionaba en los galpones 
          del ferrocarril San Martín. Hombreaba bolsas, por cada una agarraba 
          un ajo y una cebolla. Repartían con los compañeros. Al 
          cabo del tiempo se hizo unos mangos, compró o levantó 
          un casita. Era de material, de nuevo en el Inmigrantes, cerca de la 
          escuela Albert Schweitzer. La noche del 23 de abril de 1978 Víctor 
          fue a festejar su cumpleaños en la escuela. A eso de las siete 
          de la mañana volvió a la casa. La casa no estaba más: 
          acababan de demolerla, a la suya y a la otra que se había hecho 
          una de sus hermanas. Víctor pretendió retobarse. Le pusieron 
          un fierro en la cabeza, lo cagaron bien a palos. De las casas sólo 
          pudieron rescatar algunas chapas y tirantes. Los de la CMV ya habían 
          subido algunas cosas al camión. Los subieron a ellos, los tiraron 
          en los fondos de Retiro. Al tiempo los sacaron, los volvieron a subir 
          al camión, los tiraron en la manzana 18 de la villa 20, en Lugano. 
          Si desde un primer momento los pesados eligieron ensañarse con 
          Cascarita no fue por casualidad. Víctor se había metido 
          en la Comisión de Demandantes de Retiro, era el más pendejo 
          de todos ellos. El día de su cumpleaños, cuando le tiraron 
          la casa abajo, cumplía los 18. En la Comisión comenzó 
          a conocer a otros dirigentes, el Papy Caballero, Salvador Herrera, Juan 
          Cymes. El dice que fue natural que se metiera con ellos, "porque 
          el villero no piensa para sí solo, piensa para sus vecinos". 
          Y aunque reconoce que tuvo miedo, dice que no fue tanto: "porque 
          era inconsciente, de pendejo que era. No tenía conocimiento de 
          lo que hacía". 
          A la hora de ir y venir de las reuniones, Víctor hacía 
          lo que los demás. 
          Sabía que lo seguían pero conocía mejor el terreno. 
          Así que elegía el mejor pasillo a la hora de despistar. 
          De todas maneras lo agarraban dos veces por semana; le hacían 
          averiguación de antecedentes, lo metían en cana, lo tenían 
          de hijo. La rutina no se interrumpió cuando lo echaron de la 
          villa de Retiro para siempre. Ni bien lo tiraron en la manzana 18 de 
          la villa 20, a Víctor lo volvieron a cagar bien a palos y le 
          dijeron clarito: 
          -Acá, pendejo, nada de organizar nada ni de armar quilombo.
          Los tipos sabían bien lo que hacían, gente seria. Víctor 
          siguió en la misma: laburando, participando en las reuniones 
          con los vecinos. Volvió a levantar la casa, otra vez de material. 
          Llegaron los otros, se la volvieron a demoler. Lo tiraron en la manzana 
          6 y con el tiempo pasó lo mismo: llegaron, demolieron, lo rajaron. 
          Al menos la tercera manzana en la que lo tiraron, la 12, fue la vencida. 
          Aunque de vez en cuando volvía a pasar: Víctor saliendo 
          de un partido de fútbol y de pronto aparece la cana y le dice 
          "Contra-la-pared-carajo". Algunos amigos o conocidos prefirieron 
          dejar de verlo. El asunto es que desde entonces él vive ahí: 
          en la manzana 12, casa 22. Con su mujer y con sus cuatro hijos. El mayor 
          ya tiene 16 y pasó a quinto año. "Muy bien el chango", 
          dice Víctor.
          Y ahora a explicar la primera línea de esta historia. En la 20 
          de Lugano hoy viven 28 mil personas. En el '76 eran unas 4300 familias. 
          El Proceso las redujo a 800 hacia 1980. Para el '82 eran unas 40 o 50. 
          Esas pocas familias pudieron quedarse tanto por los amparos judiciales 
          como por las dos cooperativas que formaron los vecinos: la "5 de 
          noviembre" y la "18 de febrero".
          Víctor, que ya no es más Cascarita -eso fue en Retiro-, 
          es empleado municipal. De siete a once de la noche dice que trabaja, 
          porque al regreso del trabajo se dedica a otra cooperativa más, 
          la "25 de marzo". La cooperativa ya es propietaria de nueve 
          manzanas. Por estos mismos días, con la CMV, sus integrantes 
          discuten la cuestión de los lotes, los planos, la construcción 
          ordenada. Como las otras dos anteriores, la "25 de marzo" 
          se llama así en homenaje a la fecha de su fundación. 
          -Y mirá qué casualidad -dice-. El 25 de marzo es la fecha 
          en que mataron a Alberto Chejolán. 25 de marzo de 1974.
          -¿Le van a cambiar el nombre a la cooperativa?
          -No, pero estamos pensando en ponerle "Alberto Chejolán" 
          a un pasaje.
          Dice Víctor que aunque a su padre le costó contener a 
          los hijos, al punto que él fue chico de la calle, hay cosas que 
          mamó del viejo, como las ganas de trabajar con la gente. Y agrega 
          que en realidad eso viene de lejos, de la abuela boliviana que ya armaba 
          quilombo en Talara, su pueblo de Cochabamba. 
          De regreso a la escena. 
          Estábamos con la escena en la que Del Cioppo montaba en cólera, 
          por culpa de los demandantes villeros que no sabían lo que firmaban. 
          Aquella frase aparece en la ya citada nota de Clarín del 19 de 
          mayo de 1981, en la que el funcionario abundaba sobre el fin de la sífilis, 
          la tuberculosis y la delincuencia. El Clarín de ese día 
          da alguna pequeña pauta de que las cosas se le estaban poniendo 
          espesas a la dictadura. Por un lado el general Viola diciendo (páginas 
          2 y 3) "Se reactivará el aparato productivo". Por el 
          otro las páginas interiores con el título "Suspensión 
          masiva en una planta automotriz". La información hablaba 
          de Sevel, pero también de suspensiones en Materfer, cesantías 
          en IKA-Renault y despidos en Metalúrgica Tandil.
          Con todo, la especialidad de Del Cioppo era otra, la de los planes erradicadores, 
          y la de hacer balances de lo bien que andaban las cosas en su área. 
          Sólo quedaban 3500 familias de villeros por erradicar, anunciaba 
          el hombre. "Las dificultades en el cobro de los créditos 
          de apoyo responden a problemas culturales", explicaba. "Se 
          dio a los villeros apoyo técnico, asesoramiento para la compra 
          de terrenos, transporte gratuito de materiales y enseres, traslado de 
          grupos de trabajo, créditos de fomento de ínfimos interés 
          y largo plazo". Algún periodista se animó a preguntarle, 
          ¿cómo es eso que se dice, que están apareciendo 
          nuevos núcleos de villas en el conurbano?
          -Por ahora hay que crear una frontera en la General Paz-, decía 
          Del Cioppo, más o menos como Alsina vislumbrando la zanja contra 
          el indio.
          Pero ocurría que hasta los intendentes del conurbano -desde San 
          Isidro a Almirante Brown y de La Matanza a General Sarmiento- comenzaron 
          a protestar por la cantidad de villeros que les estaban lloviendo. Llegaron 
          a registrarse hasta cuasi enfrentamientos armados entre personal de 
          la CMV y el Ejército, de uno y otro lado de la zanja de Alsina 
          o General Paz. En Merlo, el intendente/brigadier llegó a emplear 
          vehículos y helicópteros para impedir una curiosa "toma 
          de plaza" de camiones de la CMV cargados de erradicados. El gobernador 
          bonaerense salió a "lamentar" las políticas 
          
          "parciales" de la comuna porteña y también espetó:
          "Digo con una crudeza un poco irónica que no tengo a quien 
          pasarle las villas de emergencia. Entonces debo resolver el problema".
          El gobernador/general Gallino pudo haberse inspirado en el ilustre ejemplo 
          tucumano de su colega general/gobernador Domingo Bussi, que también 
          expulsaba pobres en camión y los dejaba en Santiago o Catamarca. 
          Amén de lo escrupuloso que era para pintar menhires indígenas 
          de celeste y blanco. 
          Letra y sangre. 
          Los siete curas villeros, cuando redactaron su Informe sobre la erradicación, 
          no se anduvieron con chiquitas:
          "Las razones en que se basó este tremendo operativo fueron 
          en el fondo meramente estéticas, edilicias y mezquinas: las villas 
          miseria afeaban la ciudad y había que recuperar terrenos para 
          la comuna. Las ordenanzas municipales que lo determinaron no se cumplieron 
          respecto a ninguna de las 
          inexcusables previsiones que en su letra tenían acerca de los 
          erradicados: ni se hicieron loteos, ni se tomó ninguna medida 
          activa en orden a 'crear las condiciones para que los grupos familiares 
          puedan acceder a una vivienda decorosa', ni se prestó la 'ayuda 
          pecuniaria' de la que en ellas se hablaba, ni se otorgó ninguna 
          clase de subsidios".
          Era un lenguaje bastante más que frontal como para que la cúpula 
          de la Iglesia se atreviera a ampararlo. Los siete curas, antes de difundir 
          nada, debían respetar las reglas de la casa y pasarle el documento 
          al arzobispo, cosa de que lo aprobara. Como era de prever, cuando el 
          arzobispo Aramburu recibió el documento -veinte páginas 
          y vehementes-, acudió a un ardid típicamente vaticano. 
          Dijo: "Esto no fue protocolarizado". Y pretendió dormirlo 
          en un cajón. Pero los siete curas persistieron. Dijeron que ésa 
          era la tercera vez que hablaban del tema con el hombre. Por lo que hicieron 
          llegar el documento a la prensa. 
          "Nosotros, un pequeño grupode sacerdotes, sin apoyo ni medios, 
          no hemos podido montar una oficina con personal y recursos para elaborar 
          cifras y estadísticas. Pero hace más de diez años 
          que trabajamos en estas villas y desde hace ya más de tres, que 
          diariamente hemos tenido que escuchar y compartir las angustias de miles 
          de erradicados; hemos visto con nuestros propios ojos centenares de 
          familias realojadas de una villa a otra, en condiciones cada vez más 
          miserables; hemos visitado varios lugares del Gran Buenos Aires donde 
          se levantaron nuevas y peores 'villas' con los erradicados de la Capital 
          Federal".
          "Para dar cifras -decían los curas- habría que rastrear 
          todo el Gran Buenos Aires". Sin embargo se las ingeniaron muy bien 
          para dar unas cuantas pautas de lo que decían, refiriéndose 
          puntualmente a lo que pudieron relevar e incluyendo fotografías 
          de lo que describían:
          -En González Catán, sobre ambas márgenes del arroyo 
          Las Víboras, en su cruce con la ruta 21, una flamante y muy miserable 
          villa.
          -En Lomas de Zamora, inmediaciones de Villa Albertina, cantidad de casillas 
          recientes agregadas a las que ya existían.
          -En Isidro Casanova, barrio San Alberto, el antiguo Núcleo Habitacional 
          Transitorio de la calle San Petersburgo. "Muchos lo pronosticaron: 
          dichos núcleos, por su exigua y precaria construcción, 
          se convirtieron en nuevas 'villas'... En ellos han sido ahora 'reubicados' 
          muchos de los actualmente erradicados, donde están en iguales 
          o peores condiciones que las anteriores. Con el agravante de que a los 
          allí trasladados no se les permitió llevar sus antiguas 
          pertenencias, ni chapas, ni maderas, ni ladrillos... y deben además 
          pagar una especie de alquiler, alrededor de los $100.000".
          -Dentro mismo de la Capital Federal, en la 'villa' llamada 'Ciudad Oculta'.
          Muchos de los erradicados, continuaba el documento, quedaron en terrenos 
          con sus chapas y maderas, a la intemperie, "sin ningún tipo 
          de construcción en la que pudieran albergarse". "Muchos 
          fueron también los que, ante la desesperación de quedarse 
          sin techo, se endeudaron bajo condiciones leoninas, con la compra de 
          un terrenito que, durante largos años, tendrán que pagar 
          en cuotas cada vez más elevadas, y con la amenaza siempre pendiente 
          de perderlo".
          El párrafo más célebre del informe fue el que decía 
          esto:
          "Por lo tanto, todas estas familias expulsadas de las villas de 
          la Capital Federal han sido trasladadas con su ilegalidad y su miseria 
          (subrayado en el original), a los municipios del Gran Buenos Aires. 
          Con el agravante de que la infraestructura, los servicios y los recursos 
          de estos municpios para asimilar estos nuevos contingentes de población 
          son muy inferiores a los de la Ciudad de Buenos Aires, la que, por otra 
          parte, recibe la casi totalidad del aporte laboral de todos ellos".
          Valía la pena que los siete curas villeros entregaran el documento 
          a la prensa, salteando alguna vaticana regla. Supieron a los pocos días 
          de la difusión del informe que el brigadier Cacciatore tronó 
          -"Esos no son curas, que los rajen"- y que presionó 
          sobre la Iglesia para que los echaran a patadas. Monseñor Aramburu 
          fue más prolijo: aplicó sobre ellos lo que se llama una 
          "amonestación canónica" -tarjeta amarilla, se 
          apura a traducir el padre Pichi-, cosa que los sacerdotes soportaron 
          dóciles y felices. Según escribió Emilio Mignone 
          en su libro Iglesia y dictadura, los vicarios que transmitieron la sanción 
          explicaron a los siete curas que sus pataleos habían enturbiado 
          una negociación importante entre arzobispo y municicipio: subsidios 
          para la adquisición de una residencia, en la que el arzobispo 
          aspiraba a residir tranquilo. Nada demasiadado grave. El padre Pichi 
          recuerda que al poco tiempo al Gallego de la Sierra -que ya había 
          desafiado a Cacciatore en el programa televisivo "Almorfando con 
          La Chona"- se le ocurrió organizar un trueque de juguetes 
          bélicos por pelotas, para lo cual convocó al premio Nobel 
          de la Paz y reverendísimo subversivo Adolfo Pérez Esquivel. 
          Lo desterraron al toque, pero no muy lejos: quedó en Quilmes, 
          con el obispo Novak.
          Más allá de todo esto que hoy se pueda contar con alguna 
          amabilidad, más 
          allá del tiempo transcurrido y de las historias expuestas hasta 
          aquí, todavía hoy el informe de los curas villeros resulta 
          desgarrador. Especialmente las diez carillas escritas en una tipografía 
          trabajosa y menuda, en la que los sacerdotes volcaron decenas de historias 
          de erradicados que ellos mismos se ocuparon de registrar y hasta de 
          fotografiar. La vieja marca de Cristianismo y Revolución parece 
          estar presente en la forma en que resumieron esas historias, de las 
          que aquí sólo reproducimos dos, sin entorpecerlas con 
          comillas. 
          -Ramón Antonio Vázquez (DNI 7.102.652) vive en la casilla 
          Nº 483 de la Villa de Emergencia Nº 21 de Barracas. Trabaja 
          como changarín en diversas panaderías de la Capital. Gana 
          $18.000 por día. No consigue trabajo a causa de su edad -49 años- 
          y de su enfermedad -tuberculosis pulmonar-. Tiene un hijo de corta edad, 
          que también está enfermo e internado en el hospital Tornú.
          El domingo 15 de junio, a las 10 de la mañana, un empleado de 
          la Comisión Municipal de la Vivienda se acercó a su casilla 
          exigiéndole que tenía queabandonalarla e irse. Al responderle 
          el interesado que no tenía dónde ir a vivir, y que además 
          estaba enfermo, dicho empleado le empezó a dar puntapiés 
          y trompadas, mientras le decía que "le iba a llevar preso 
          y le iba a quemar el rancho con todo lo que tenía dentro". 
          -El día 9 de junio de 1980, siendo aproximadamente las 21.30, 
          dos empleados de la Comisión Municipal de la Vivienda se hicieron 
          presentes en la Casilla Nº 522 de la Villa de Emergencia Nº 
          21, ocupada por Valentina de Alcaraz (DNI 92.213.160) con su familia. 
          Los dos empleados municipales se hallaban en estado de ebriedad, a juzgar 
          por su incoherencia en el hablar y por su dificultad para tenerse en 
          pie. Traían en un fuentón botellas de vino, paquetes de 
          harina y sachets de leche.
          Después de entrar en la casilla de la nombrada sin llamar ni 
          pedir permiso, le pidieron que les regalara alguna botella de coca-cola. 
          Al negarse la vecina a darles la bebida, le amenazaron diciéndole 
          que la iban a desalojar en 78 horas. Al salir de aquí se fueron 
          a otra vivienda cercana, la casilla Nº 497, habitada por María 
          Inés Carballo (C.I. Prov de Misiones Nº 195.628), quien 
          en ese momento no se encontraba en casa. Después de patear la 
          puerta repetidas veces, y para que no la tiraran abajo, les abrió 
          la hija, Teresa de Jesús Carballo, a quien le hicieron el mismo 
          pedido de coca-cola que habían hecho a la anterior. Como se negara 
          a entregarles la bebida, la agarraron por un brazo y se lo retorcieron, 
          la empujaron contra la pared y amenazaron golpearla con una botella 
          de vino vacía que traían. Al salir un hermano más 
          pequeño gritando y pidiendo auxilio a los vecinos, los empleados 
          municipales abandonaron la casilla. 
          Son sólo un par de testimonios de la previa a las erradicaciones. 
          Le siguen más adelante lo que cuentan los ya depositados, más 
          allá de la General Paz. Es oportuno citar ahora de manera completa 
          una frase ya anticipada del comisario inspector Lotito:
          -Siempre que se opera hay sangre. En este caso de la erradicación 
          de las villas de emergencia pasa lo mismo. Se trata de un cedazo social. 
          Alguien lo tiene que hacer. Acá siempre se critica al que hace 
          algo. Son los riesgos que se corren en la función pública.
          Bastante más atrás en este trabajo, se mencionó 
          a Sarmiento. Queda claro 
          que los que en 1976 pretendieron aplicar sus buenas ideas, apelando 
          a terceros o convirtiéndose ellos mismos en mazorqueros, antes 
          que a la civilización trajeron la barbarie.
          En las páginas postreras del Libro Azul están los resultados 
          finales recopilados por los funcionarios de la dictadura. Esa recopilación 
          está precedida por este título: "Costos". "Costos", 
          equivale a camionadas. Sólo para el período enero/mayo 
          de 1980 figuran 1872 familias erradicadas (106 eran los créditos 
          otorgados) a un "promedio", demorado por culpa de los curas, 
          de 12,48 erradicaciones diarias. La CMV debió implementar 2.217 
          viajes de camiones con baranda cuyos motores estuvieron funcionando 
          durante 75.901 horas (y treinta minutos). Los camiones volcadores rodaron 
          
          1.749 veces, empleando un tiempo de 39.202 horas. Los rastrojeros: 1.154 
          
          viajes, 13.817 horas rodadas (con treinta minutos). Las palas mecánicas 
          fueron usadas en 88 ocasiones, a lo largo de 5.603 horas.
          En algunas cosas los funcionarios eran puntillosos. 
          Que digan dónde están. 
          Con los años las herramientas de la estadística y de las 
          ciencias sociales dieron la razón a lo que los siete curas villeros, 
          ayunos de laboratorio pero conocedores del terreno que pisaban, dijeron 
          en su informe. Los números demostraron antes incluso de la retirada 
          de la dictadura que los partidos más alejados de la Capital Federal 
          experimentaron un crecimiento de población, especialmente de 
          familas hacinadas en viviendas precarias. 
          La Matanza captó la mayor proporción de erradicados (21%), 
          seguido por Lomas de Zamora (9,6%), Merlo (8%), Moreno, Quilmes, General 
          Sarmiento y Florencio Varela. En el año 1981 comenzó a 
          producirse en varios de esos partidos un nuevo fenómeno social: 
          el de la formación de asentamientos.
          Para las autoridades porteñas, sin embargo, no cabía duda 
          de que el vasto plan erradicador había sido exitoso. Si se tienen 
          en cuenta las intenciones oficiales y de qué manera las autoridades 
          habían abundando en el asunto de los "fracasos" de 
          otros gobiernos, no cabe duda de que tuvieron razón. De 13 villas 
          que existían en el '76, y que abarcaban al 91% de la población, 
          tres fueron barridas y las demás reducidas poco menos que a cenizas. 
          Para cuando la CMV hizo imprimir el Libro Azul, los datos al 30-6-80 
          indicaban que sólo faltaban 25 mil villeros por erradicar (sin 
          incluir los NHT y barrios como el Rivadavia). Al año siguiente 
          las autoridades decían que sólo quedaban 3500 familias 
          villeras en toda la ciudad. Manipulando una vez más las cifras, 
          en agosto de 1980 el gobierno intensificó la campaña publicitaria: 
          "En la Capital vivían en 1976 165.000 personas. El 76% -123.000- 
          viven actualmente en casa propia".
          Antes habían partido de otros números iniciales: entre 
          225 y 270 mil. Aquel despliegue publicitario era parte de una campaña 
          de grandes avisos oficiales que estaban encabezados con el slogan "¿Por 
          qué Argentina Camina?". En distintos momentos esas campañas 
          -diseñadas por agencias privadas nacionales y extranjeras- adoptaron 
          diversos formatos, dependiendo de la época. Una decía: 
          "Si la Argentina es hoy uno de los mejores países del mundo... 
          ¿Por qué tenemos problemas?". O su variante: 
          "El mundo tiene cinco grandes problemas (cinco dibujitos indicaban: 
          exceso 
          de población, falta de alimentos, problemas raciales y religiosos, 
          escasez de energía, economías estancadas con desempleo). 
          La Argentina no tiene ninguno. ¿Entonces?". Hacia fines 
          del Mundial '78 había sido el enorme "Estoy orgulloso". 
          Y un año antes: "Unámonos... y no seremos bocado 
          de la 
          subversión" (ilustrado con el dibujo del mapa argentino 
          puesto sobre un plato y, a los lados, el tenedor y el cuchillo).
          Las estadísticas oficiales que se heredaron, siempre con su margen 
          dudoso,
          indican que hacia 1983 sólo quedaban entre 3500 y 12.600 villeros 
          en toda la Capital. Es muy posible que las autoridades "inflaran" 
          el número de erradicados ya que a los efectos de su estrategia 
          de marketing político -lo que implica decir: para ganarse la 
          aprobación de buena parte de la sociedad- el éxito erradicador 
          las prestigiaba. Como los siete curas villeros que se dedicaron a registrar 
          padecimientos, sin "técnicos" a los que recurrir, Juan 
          Cymes también es conocedor del terreno y relativiza las cifras 
          oficiales. Repasando y sumando más o menos de memoria cada uno 
          de los parciales por villa, Cymes cree que al cabo de la dictadura todavía 
          quedaban entre 15 y 20 mil villeros. Y sospecha que hoy rondan los 150 
          mil.
          La sospecha nos lleva a la asunción de Raúl Alfonsín, 
          los años de la democracia y al presente, comenzando por una intervención 
          de Magtara:
          -Nosotros vimos a algunos que volvieron al barrio, o los hijos. Eso 
          pasó una vez en tiempos de Alfonsín: que tomamos los terrenos 
          pero con permiso de una funcionaria. Le pedimos que los hijos nuestros, 
          que vivían amontonados en la misma casa, o los hijos de los que 
          les tiraron la casa, pudieran tomar esos terrenos. Ella de palabra nos 
          dijo que sí, que después nos iban a regularizar. Y todas 
          las noches teníamos que salir a la calle, a avisar a la gente, 
          para cuidar esos terrenos. Formamos una comisión. A los que querían 
          entrar, primero le hablábamos de buen modo. Les decíamos 
          por ejemplo: "No, ustedes tienen casa en Laferrere; no pueden venir 
          a estos terrenos. Los van a limpiar los hijos nuestros o los hijos de 
          los que les tiraron las casas".
          El mismo regreso de viejos y nuevos vecinos fue comprobado por Johny 
          Tapia en Retiro o por la gente de la 21 en Barracas. En su libro La 
          fuerza histórica de los villeros, Juan E. Gutiérrez, que 
          ya en los años democráticos supo ser cura villero en la 
          villa 15, y que conoció alguna razzia monumental como la de octubre 
          de 1987, repasa con una mezcla de perplejidad y consternación 
          cómo a su llegada a la villa los vecinos se reiteraban en testimonios 
          sobre erradicación y repoblamiento. Cita entre otros el relato 
          de la hermana Teresa Mauro, aparecido en una revista católica: 
          "Yo llegué en el año 1979 y había unas 1345 
          casas; con las erradicaciones quedaron unas 200. Después, hacia 
          fines del Proceso, comenzamos a crecer otra vez. Ahora hay 2000 casas".
          Gutiérrez comenta también cómo le sorprendió 
          lo que sucedía en la 15, cada vez que "llegaba la Navidad 
          o el Año Nuevo y los vecinos se reunían en las calles 
          para festejar juntos". Los vecinos se reiteraban en el diagnóstico:
          ..."la villa no es como era antes"...; "antes podíamos 
          estar juntos"..."; "antes las casitas eran de puertas 
          abiertas, ahora hay rejas y todos desconfían de todos"...
          Así como en el conurbano, desde 1981, comenzó a crecer 
          el fenómeno de los asentamientos y tomas de tierra, en Capital 
          muchos de los expulsados -de las villas, de hoteles e inquilinatos, 
          de las casas que alquilaban o de las que fueron demolidas para la construcción 
          de autopistas- comenzaron a tomar viviendas. Existieron casos puntuales, 
          como el de las manzanas que iba a ocupar la autopista AU3, que analizaron 
          Hilda Herzer y otros investigadores en un trabajo sobre ocupación 
          de inmuebles. Es en ese tipo de lugares donde comenzarían a mezclarse 
          los tantos. Pistas de lo que con los años se llamaría 
          "la guerra de pobres contra pobres". Pistas también 
          de cierto chiste anclado en el imaginario popular, el del cartel en 
          la villa que dice "Bienvenida clase media". Uno de los ocupantes 
          de esa zona, decía:
          -Aquí está todo mezclado... había venido mucha 
          gente de afuera, de villas. 
          Esta zona se había puesto terrible, terrible.
          En una nota de El Porteño, de 1984, dedicada a los habitantes 
          de esas manzanas semivacías de Coghlan, Villa Urquiza y Saavedra, 
          un joven padre de familia era sintético:
          -Yo, si encuentro algún lugar, agarro y, pum, me meto.
          Más allá del fenómeno puntual de las tomas de inmuebles 
          públicos o privados -unas 500, sólo entre las judicialmente 
          denunciadas, a fines de los '90- en todas estos años, como quedó 
          dicho, las villas se fueron repoblando, cargando viejos y nuevos problemas, 
          viejos y nuevos miedos. 
          Los efectos del terror fueron devastadores y a ellos se sumaron los 
          del punterismo político. El padre Pichi, que hasta 1992 vivió 
          en la piecita de arriba del almacén, dice sobre las villas de 
          Retiro que están "hiperfragmentadas, hiperclientelizadas. 
          Internas de internas de internas". El Sobreviviente C oscila entre 
          dos posturas. En uno de los papeles escritos a mano para la entrevista 
          asegura entre signos de admiración que "no es cierto que 
          (el militarismo, el terror) genere corrección y miedo en la población. 
          ¡También son un desafío que generó rebeldía, 
          respuesta contestaria, puebladas reivindicativas!". Pero ya más 
          calmo, en la conversación personal, su fiereza combativa da paso 
          a un quiebre igualmente fulero que tiene que ver con lo que ve a su 
          alrededor como efecto del miedo, la pobreza y el clientelismo, el aislamiento 
          de la gente y una necesidad de salvación personal que denomina 
          "el virus de la atomización".
          Testimonios de militantes villeros contemporáneos, rescatados 
          de una nota de la revista 3puntos sobre elecciones y pobreza, publicada 
          al filo del cambio de milenio:
          "Acá es cosa de todos los días pero ocurre con todos 
          los partidos, incluso los más progresistas. Abren un kiosco nada 
          más que para las internas o las elecciones. Vienen con sus coches 
          cero kilómetro y sus combis y hacen una vil compra del voto por 
          una bolsa de mercadería. El puntero cobra por 
          eso".
          "Es que nosotros laburamos siempre y los punteros laburan un año 
          o seis meses antes de las elecciones. Vienen con su paquete de arroz 
          o azúcar y lo destruyen todo. Es tanta la miseria. Se nos acerca 
          gente de todo tipo para salvarse como concejal, gente que puede estar 
          al pedo, haciendo política entre comillas hasta las tres de la 
          mañana. Pero lo que hacen los punteros con los aparatos no es 
          política, política hace el FMI y todos los pulpos. Los 
          punteros hacen migajas".
          "Hay un pibito que ya aprendió todo. Si vienen los menemistas 
          canta "Menem lo hizo"; si asoman los de la Alianza, canciones 
          de la Alianza; y si cae la izquierda entona Aprendimos a quererte... 
          Sobrevive así, se liga unas monedas".
          "Nosotros queremos continuidad, no regalamos paquetes de arroz. 
          Y tratamos de sobrevivir en un barrio donde hay alcohol, droga, sida 
          y gente que viene a prometernos cosas. Además de que tenemos 
          que trabajar y mantener a nuestra familia, peleamos con los punteros 
          y tenemos que ser punteros en nuestra familia. ¿De qué 
          vale que seas un buen puntero si como padre sos un sorete?". 
          Juan Cymes oscila en su respuesta, un poco como el Sobreviviente C, 
          aunque de manera menos extrema. Reconoce por un lado que, después 
          de largos años de castigo, "la gente no quiere ni oir hablar 
          de organización", dice que pese a todo "no consiguieron 
          quebrarnos" y establece una dualidad entre cierta "dignidad" 
          en los niveles organizativos a los que suelen llegar los villeros -a 
          menudo destruidos por las intervenciones institucionales y partidarias- 
          y el contenido o propuesta de esas mismas organizaciones. Magtara Feres, 
          siempre hablando de los cambios y los miedos en la gente, da su versión, 
          dulce y coqueta, de buena vecina del barrio:
          -En ese tiempo comenzó a entrar la droga. Yo no sabía 
          que existía la droga. Decían que existía pero entre 
          la clase alta. Los chicos jóvenes comenzaron a cambiar, quién 
          sabe si para perder el miedo. Era un barrio pobre que no era para droga. 
          Los chicos terminaron drogadictos, muertos, muertos por SIDA, o por 
          la droga, o por la policía. Eso fue fundamental, fue una cosa 
          de terror. Porque quedó una marca que nunca más se fue. 
          Porque jamás el barrio volvió a ser lo que era, ni la 
          gente. Porque después, cuando se volvió a poblar, ya la 
          gente no era igual, era desconfiada, habíamos perdido todo lo 
          bueno. El barrio era tan honesto. Siempre digo que podíamos dormir 
          con las puertas abiertas. El más pobre te venía a pedir, 
          "No tiene un pan" o a algo así, pero no te iba a robar. 
          Cambió la gente..., cambió.
          En aquella nota ya vieja de El Porteño del año 1986, en 
          plena conversación con el dirigente Efraim Medina Arispe, aparecía 
          una larga secuencia en la que se describía la irrupción 
          en la charla de una familia recién llegada a la villa. Un muchacho 
          boliviano de apellido Zambrano acababa de entrar en la 31 con una chata 
          en la que transportaba la casilla y cinco hijos argentinos. En la larga 
          negociación, que oscilaba entre lo dramático, lo cómico 
          y lo terrible, Medina intentaba vanamente desalentar la instalación 
          de Zambrano, pidiéndole documentos, repasándole las historias 
          de la dictadura, aludiendo a las maldades que pudieran hacer la policía 
          y el juez. Pero insistía mansamente Zambrano, pidiendo nada más 
          que un terreno donde instalarse, "un pagüiche como se dice, 
          ¿no?". Resistió Medina hasta donde pudo y el cronista 
          no pudo conocer el desenlace de la conversación, 
          salvo por lo que pudiera anunciar un párrafo final:
          -Nosotros acá hemos hecho todo lo que se puede. Le hemos ayudado 
          a la gente acá en la villa a que se acomoden biencito; ya no 
          queremos que sea villa. Sino que sea un barrio de trabajadores, ¿no?... 
          Entonces yo quisiera por mi parte, le pido, vaya un ratito a la 46. 
          Si se compromete a que no tenga lío usted y el otro que está 
          metido, encantado.
          Pasaron quince años desde entonces, y 25 desde la instauración 
          de la dictadura. Hay un similar trasfondo al que alude Magtara, sobre 
          el final de la conversación, junto a Johny Tapia, al que siguen 
          sin alcanzarle las raciones para el comedor popular bautizado con el 
          nombre de Mugica. Es cuando Magtara dice, ya fuera de grabación, 
          y refiriéndose siempre a los cambios sufridos por el país:
          -Antes nos despertábamos cuando pitaban las fábricas. 
          Ahora están todas cerradas. 
        Eduardo 
          Blaustein Prohibido 
          Vivir aquí Una 
          historia de los planes de erradicaciónde villas de la última 
          dictadura para la Comisión Municipal de la Vivienda 
          (CMV) GCBA - 2001.
        Fotos 
          de tapa y retratos Cristina Fraire
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