Beatriz Sarlo, 1987, de LOS MILITARES Y LA HISTORIA:Contra los Perros del Olvido, en Revista Punto de Vista, Nº 30, 1987.



muertos que hablo y que me hablan
en las palabras que palabro/
estas mismas palabras que
cierran mi voz como una noche/

o como rostros compañeros
que giran bellos de su luz
como palabras/como sombras
apalabrándose a la muerte
Juan Gelman, "Nota XXIII", Si dulcemente

Dos enterradores trabajaban de sol a sol.
Hacían fosas comunes con sus yodos y lavas, y su condena era reiniciar diariamente
la tarea.
porque los muertos de ese campo eran una
síntesis de crueldad.
De la inteligencia, la fantasía, el rigor
y el placer de dar la muerte.
Reunidos en un sueño de la especie.
Renovado el crimen en sus formas
históricas.
Latente como estructura igual al infinito
intercambio de dentelladas
en que viven los animales.
Antonio Marimón, "La tarea", La escritura blanca



Qué dice la literatura? ¿De qué hablan estos poemas?
¿Qué dirán esos mismos libros mañana, dentro de algún meses o diez años? La parábola kafkiana de Marimón sobre el exceso científico para la muerte, la síntesis casi conceptista de Gelman contra la muerte que lo ocupa de manera incesante, ¿desaparecerán o no serán entendidas cuando pase el tiempo?
Leemos para olvidar y, también leemos para no olvidar. Se escribe para olvidar, y el efecto de la escritura es que otros no olviden. Se escribe para recordar y otros leerán mañana ese recuerdo. Olvido y recuerdo, esa oscilación
permanente producida por impulsos contrarios: escribir para que se sepa / borrar marcas, señales, rastros, disfrazar el presente, la persona, los sentimientos. La ambigüedad radical de la literatura se manifiesta escondiendo y mostrando palabras, sentimientos, objetos; los nombre y, al mismo tiempo, los desfigura hasta volverlos dudosos, elusivos, dobles. La literatura pone obstáculos, es difícil, exige trabajo. Pero su dificultad misma resguarda la permanencia de lo dicho.
Nadie que haya leído podrá borrar por completo el residuo de una lectura: se pierden los detalles o el diseño general, el orden de los sucesos o el de las imágenes, pero algo permanece desafiando el tiempo y el olvido: las opresiones que aplastan a K., el fulgor de unos tomates rojos, la forma de una fantasía de mujer, el goce del amor adúltero, dos hermanos que discurren, a la hora de la siesta, sobre el fracaso, moscas sobre el cadáver de un animal, la mirada de una desconocida que pasa. Con esos restos, los lectores reconstruimos experiencias de lectura, en las que se mezclan el placer, el reconocimiento, la extrañeza, la felicidad, la melancolía o el horror. Lo leído es una masa de recuerdos que se activan cuando citamos, comparamos, sentimos nuevamente: es el saber de la lectura el que se cruza con otros saberes, cuando volvemos a leer y recordamos como leímos.
Conocemos el lenguaje y nos reconocernos en las lecturas, a partir de las que se encadena un repertorio abierto de cualidades; kafkiano, borgeano, arltiano, balzaciano... Estos adjetivos se usan referidos, incluso, a trivialidades de lo cotidiano, porque, surgidos a partir de algunos escritores y algunos textos, iluminan exactamente la configuración de un hecho, la dimensión de una experiencia, la forma de un sentimiento, la conciencia de un límite. Los escritores (también los realistas) escriben como no se habla y, en esa diferencia crucial, nos atraen. A veces escriben de lo que no se habla todavía o transforman por completo aquello de lo que se habla demasiado.
Como sea, lectores muy diferentes se conmueven, se irritan con una fuerza que, muchas veces, los críticos renuncian a explicar. La literatura permanece en nosotros y decimos, entonces, ‘borgeano' porque hay un rastro, una configuración imaginativa, que parece interpretar de determinado modo un momento de la experiencia. Allá, en el fondo, los textos de Borges se debaten contra esta asimilación que, al mismo tiempo y de manera inevitable, producen. Las lecturas nos atraviesan: alguien no puede dejar una nota banal sobre la mesa de su cocina, sin recordar vagamente la nota sobre las ciruelas que, en un poema, escribió William Carlos Williams, tan idéntica a lo nota que se redacta sin pensar y tan absolutamente distinta, lejana, perfecta. Del mismo modo, azaroso si se quiere, todo recuerda a Saer cuando algunos trozos de hielo se derriten en un plato, junto a un sifón estriado y unas rodajas de salame que se recortan nítidamente sobre una superficie blanca.
Nos sucede esto, a los lectores. Más allá de nuestro deseo o de una voluntad consciente, de manera distinta en cada uno de nosotros, la literatura nos asalta, se filtra en las relaciones con el lenguaje y las experiencias, propone figuras y relaciones, organiza. La literatura se resiste a esta inclusión en la vida pero, contradictoriamente, la provoca y la necesita. Esta tensión define el lugar siempre disputado, funcionalmente innecesario e indispensable al mismo tiempo, del arte. Pone las cosas en el límite, puede tocar ese núcleo duro que está más allá de lo que otros discursos explican. Se empeña en morder ese centro desplazado, reprimido o ignorado.
Disputando con otras formas de simbolizar, contradiciendo muchas veces el sentido común y la jerarquía de valores colectivos, hablando de lo que se calla, opuesta por su exceso, por su permanente gasto de sentidos a la economía que rige una relación 'normal' con el lenguaje: la literatura es, por lo menos desde el siglo XIX, casi siempre incómoda y, en ocasiones, escandalosa. Abre la ambigüedad allí donde las sociedades quieren cerrarla; dice, por el contrario, cosas que las sociedades preferirían, no escuchar; juega, con ingenio, con futilidad, a reorganizar los sistemas lógicos y los paralelismos referenciales; malgasta el lenguaje porque lo usa perversamente en fines que no son sólo práctico-comunicativos; rodea las certidumbres colectivas y trata de fisurarlos; se permite la blasfemia, la inmoralidad, el erotismo que las sociedades admiten solo como vicios privados: opina, con excesos de figuración o de imaginación ficcional, sobre historia y política; puede ser cínica, irónica, trabajar la parodia, ejercer la comicidad sobre temas que el consenso o la imposición decidieron serios o clausurados; en el límite, puede hablar sin hablar, usar el lenguaje para no decir propiamente nada, exhibir esa imposibilidad en la escena de los textos; falsifica, exagera, distorsiona porque no responde a los regímenes de verdad de los otros saberes y discursos, sin dejar de ser, a su modo, verdadera.
La literatura moderna, formalmente, se opone a los modelos discursivos autoritarios. Sin duda, puede ser censurada, es posible interrumpir indefinida o parcialmente su circulación, pero, hasta hoy, no ha sido posible liquidar desde afuera su forma extraña y persuasiva de decir. Lo que está escrito, lo que fue leído alguna vez, permanece empecinadamente y trabaja en la memoria:

Mientras respiren los hombres y los ojos vean, vivirán estas líneas y le darán vida.

Un tópico, sin duda, que nuestra experiencia de la literatura tiende a confirmar.

¿Con qué, a partir de qué, trabaja la literatura en nuestra memoria? Y también, ¿cuánto saber hace posible la actividad de su saber? “Le dormeur du val" es un poema del soldado muerto, del joven reclutado de la guerra franco-prusiana. Sin esa guerra, es probable que el poema no hubiera sido escrito; casi todos los que leyeron el texto saben de esa guerra y pueden imaginar las razones que el muy joven Rimbaud, alguien de la edad de ese soldado muerto, combinó en la escritura del poema. Es la guerra vista desde la muerte de un muchacho que parece dormido, bello y calmo, recostado sobre la hierba, junto a un arroyo arrancado de un paisaje de pastoral: el contraste es demasiado intenso y por eso la guerra, de la que el poema no habla, se manifiesta más brutal todavía en los dos agujeros de bala abiertos sobre la nuca blanca, única marca de la muerte que no ha desfigurado el rostro ni el cuerpo. Con una fuerza poco ostentosa, la guerra se va apoderando de los versos de Rimbaud para contradecir, en el curso del soneto hasta su cierre, todos los tópicos de juventud saludable y rústica, calma eclógica y naturaleza amena que se esbozan al principio. Recordar el poema implica recordar, aunque sólo sea por un ramalazo, la guerra. Es imposible ignorarla porque avanza, sin que se la mencione, para destruir, en el final, la tranquilidad impresionista del paisaje. La muerte domina el cuerpo del soneto, precisamente por ausencia: pero los lectores saben que, está allí y no podrían recordar el poema como el de una siesta campesina a lo Millet. Quizás fue nuestra primera noticia de la guerra franco-prusiana y, en muchos casos, quedará como la más firme y perdurable.

en paz descansen proclaman hombres como ratas
después del banquete con precoz aliento
se levantan

Laura Klein, A mano alzada

Hay textos literarios (y no necesariamente los realistas, los que parecen más cercanos a una trama referencial) que seguirán siendo entendidos en su trabajada y compleja relación con la historia. Es posible que no estén allí todas sus claves, pero los interrogantes que abren necesitan también de la historia para intentar una respuesta. Dejan sus preguntas abiertas, provocan con ellas. Un poeta, dice Denise Levertov, en una paráfrasis corregida de Ibsen, es alguien que, de algún modo, registra las preguntas de su tiempo. Leer puede, entonces, ser el descubrimiento/reconocimiento de esas preguntas que fundan la historicidad de un texto y, paradójicamente, su permanencia. Para Levertov, el poeta intenta no respuestas sino preguntas: interroga lo que en una época parece desbordar todo principio de comprensión, la resistencia que lo horrible, lo siniestro, lo sublime o lo trágico erigen frente a otras formas del discurso y de la razón. Los poetas no explican, sino que señalan esas zonas; las figuran y desfiguran articulándolas, de manera subterránea, en los textos más disímiles: un "argumento detrás del argumento", que atraviesa el lenguaje y la forma. Lectores de estos textos, a veces nos preguntamos cómo alguien llegó a escribir lo que escribió, y suponemos que un orden biográfico puede llegar a conectarse con nuestro propio orden de experiencias. Estos órdenes, por cierto, no se superponen, sino que se tocan, se aproximan y se alejan, sorprenden a veces por su similitud, y otras por la diferencia con que situaciones reconocibles son procesadas en la forma poética. El orden del poema alude al orden y al desorden de un mundo que no es sólo el del poema. Logra que ese mundo, ese otro orden de experiencias, se universalice o se historice sin perder el tono, la textura verbal que son propiedades del texto. En Diario en la crisis, Daniel Freidemberg escribe "En caso de que":

Si rompen la puerta, si
con un golpe inconfundible y preciso
la echen abajo y
se oye a mi hijo llorar
¿qué va a entrar? ¿El
invierno (hojas de plátano o de un
viejo diario – incluidas)? ¿El
silencio eterno de los espacios infinitos?
¿Santos marchando acudirán? ¿la lluvia acaso y
tiemblen las cortinas?
¿Y si, supongamos que ocurre, la rompen y
el visitante parpadea, dice "perdón",
se quita el sombrero, "estaba equivocado"?
Habría que hacerle pagar, entonces, los
daños, exigirle una explicación
por el flagrante incumplimiento de
lo que esperábamos de él yo y la historia.

Podrá leerse este poema de muchos modos, pero me atrevería a sostener que no puede ser del todo entendido fuera de un cierto orden biográfico colectivo. La hipótesis con la que empieza y la del título (en caso de que / si rompen la puerta) formó parte de una obsesión que persiguió a muchos en los años recientes. Yo y la historia esperan siniestros visitantes, mensajeros de la muerte; por eso, el golpe que temen es inconfundible y preciso y ellos, los que la echan abajo, no son nombrados ni por el pronombre. Para conjurarlos, aparece el hombre chaplinesco y kafkiano que saluda sacándose el sombrero: fantasía irónica de un pedido de explicación o el pago de los daños.
¿Quién quiere o puede hacerse el sordo? Para olvidar a
ellos, los que echan puertas abajo con un golpe inconfundible y preciso, habría que construir un aparato de leer que pueda borrar los restos del miedo y de la esperanza irrisoria; que niegue el saber del poema sobre el miedo y las formas de conjurarlo: el viento, la lluvia o los santos marchando. No hay forma de borrar todo esto. Si en diez años vuelvo a leer el poema de Freidemberg, reconstruiré seguramente este nudo de memorias del miedo y de la violencia. Leyes podrán amnistiar a quienes echaban abajo las puertas; pactos de olvido podrán ser suscriptos; otros podrán contar la historia según líneas de interpretación impuestas por la fuerza. Seguramente. Pero si vuelvo, si alguien vuelve a leer
"En caso de que", el poema traerá, de nuevo, ese relámpago de terror y de esperanza irrisoria.
Los textos existen: No me refiero solamente a discursos fuertemente referenciales, como el informe de la CONADEP y las actas de los juicio. Hay novelas, poemas, testimonios, en un arco que va desde la extrema representación realista hasta las transformaciones más distanciadas. Son obstáculos puestos ante la invitación, la posibilidad o la imposición del olvido; se obstinan frente a la hipocresía de una reconciliación amnésica que quiere hacer callar lo que, de todas formas, se sabe.
¿Que hacer con estos textos: encerrarlos, esconderlos, quemarlos? Hablan sin detenerse, construyen y reconstruyen lo que, desde otros lugares de la sociedad argentina, se pretende cegar: para lograrlo, habría que suprimir buena parte de la literatura argentina de estos últimos diez años. Y sería una empresa inútil o una impensable operación que destruya por completo lo que ya es materia de la memoria. Si el discurso oficial, bajo el reclamo militar, establece la reunificación por el olvido, otros discursos son portadores del pasado. "Pandora huele", escribe Liliana Lukin:

una palabra
si se guarda mucho tiempo
larga heces
materias hirientes
al ojo y al oído

humedades
hace
sangre por varios de sus partes

no se pudre
dada su condición
de testigo de cargo



pero apesta



Pandora la literatura insiste en tener abierta la caja que otros quieren cerrar. La pretensión de los militares, dar vuelta la hoja ya escrita de la historia, podrá acatarse en algunas instancias. Pero no en otras: las palabras, efectivamente, son testigos de cargo. Ya se probó, en la Argentina, que su circulación puede ser interrumpida, pero también que, tenazmente, vuelven a hacerse oír. Apestan pero no se pudren, no se desintegran. Las palabras, contra toda evidencia del sentido común, son más pertinaces que los cuerpos. Estos pueden desaparecer, ser tirados al mar (“un náufrago acaba de nacer", escribe también Lukin), pero los textos que recuerdan esa desaparición, los poemas donde hay dedos que "parecen cuervos... agitándose sobre el agua", regresan, abierta la caja de Pandora, a decir precisamente lo que están diciendo.
Leímos la literatura de estos últimos años, poniendo un orden, el de las palabras, en contacto con el orden de una biografía colectiva. Para olvidar, sería preciso no sólo destruir nuestro recuerdo, sino también cerrar esa caja de Pandora, la literatura. Habría que borrar el rastro material de las escrituras, su huella impresa, y el rastro de la memoria de las lecturas. Para dar vuelta la página y escribir otra que la contradiga, sería preciso que olvidáramos dos veces: lo que sucedió con cada uno de nosotros, y lo que con este material colectivo, identificable o anónimo, trabajó la literatura.
Sarmiento encabezó el primer gran libro escrito en la Argentina con una cita clásica sobre la obstinación de las palabras. Soberbio y desmedido, le dio sin embargo un lugar a la escritura en una cultura nacional entonces casi inexistente. Más de un siglo después, los militares exigen que se repitan, en el orden simbólico, las desapariciones practicadas en el orden real. La tarea me parece no sólo indeseable sino imposible. La historia es un horizonte de debate entre narraciones diferentes, que reaparecen aun cuando se las haya condenado al olvido. Las palabras siguen pesando.
Es cierto que las sociedades no pueden vivir en un recuerdo permanente e igualmente nítido, infinito y perfecto en su repetición. La remisión al pasado no es una necesidad puntual en cada pliegue del presente. Puede suponerse una transacción entre olvido y recuerdo, donde los hechos, discursos, prácticas, nombres, fechas no están en la conciencia todos al mismo tiempo y completamente iluminados. Pero parece también casi imposible eliminar el objeto del recuerdo; impedir que ese recuerdo siga construyéndose, repitiéndose, alterándose. No es posible olvidar del todo sino por un acto de amnesia que, ante las pruebas, sería un acto de locura. Frente a "los perros del olvido" mentados por Gelman, están los certidumbres y las dudas de lo que ya fue escrito.

Referencias

Daniel Freidemberg, Diario en la crisis, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, Col. "Todos bailan", 1986.
Juan Gelman, Si dulcemente, Barcelona, Lumen, 1980.
Laura Klein, A mano alzada. Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, Col. "Todos bailan", 1986.
Liliana Lukin, Descomposición, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1987.
Antonio Marimón, La escritura blanca, México, UNAM, 1981.


 

 

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