Raquel Roberti

Rumiante

Como cada vez que pasaba por esa cuadra, la miró de soslayo: una mirada torva, cargada de envidia, de odio, de admiración... y de deseo. ¡Cuánta gracia en esos brazos que agitaban las banderillas sin descanso! ¡Cuánta elegancia en esas piernas firmes, sólidas! ¡Cuánto garbo en esa gorrita con la visera hacia la nuca!
Pero no quería, no debía, olvidarse del odio. Por ella andaba andrajoso, hambriento, sediento, falto de descanso. Por su culpa había comenzado ese peregrinar sin rumbo por las calles de Buenos Aires, suplicando por migajas, buscando un hueco donde echarse a rumiar su bronca. Por su culpa había quedado del otro lado de esa línea tan fuerte y rígida como una pared que los demás llamaban “de pobreza”.
Se preguntó hasta cuándo. Se respondió que era tiempo de decir basta y dio la vuelta. Con la cabeza escondida entre los hombros, los pelos largos tapándole la cara, volvió sobre sus pasos para encontrarla.
Allí estaba, como siempre desde que lo había desplazado, graciosa en sus movimientos, convocando a los automovilistas. Se acercó despacio, como no queriendo. Y a último momento sacó del fondo del bolsillo el tramontina robado. Tres puñaladas alcanzó a darle antes de que el dueño del estacionamiento lo detuviera. Pero con eso alcanzó: La muñeca se desinfló despacio.

 

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