Prólogo
Horacio González

La palabra terror tal vez podrá no aterrorizar, pero algo en ella llega a condensarse como reflejo de su propia materia, y nos roza con un espasmo corporal. Se escucha a ciertos lingüistas afirmar que la palabra perro no mueve la cola o la palabra automóvil no se detiene ante un semáforo. Es cierto, pues es parte de nuestra razón vital saber que las palabras son diferentes a lo que designan. Esas diferencias permiten producir la vida misma. Si habláramos y de inmediato se presentaran materialmente en nuestro espíritu las evidencias materiales de lo que hablamos, se eliminaría toda diferencia entre el lenguaje y la realidad. Esa eliminación, sin duda, impediría ejercer el conocimiento a través del habla; solo se ejercería la hechizo de la encarnación inmediata del lenguaje en los objetos. Sin embargo, no es posible imaginar una línea divisoria escrita entre los símbolos del lenguaje y la sugestión de la realidad. Tanto los realistas defienden un lenguaje que clasifique desde afuera a las cosas, como los nominalistas se fundan en la fuerza productiva de los nombres. No hay acuerdos posibles ni fronteras fijadas entre ambas figuraciones.
Por eso, siempre está abierto el desafío de saber qué relación efectiva tenemos con las palabras. Cuando el modo de la historia presente se inclina hacia opciones de muerte y persecución, y hacia el empleo de medios de violencia ciega, que ocultan lo que es visible del poder, de la administración o del Estado, algo ocurre con las palabras. Ellas se impregnan de los tópicos a los que aluden. En épocas de terror las palabras se acercan a su materialidad o a su crasa condición empírica. El terror es precisamente lo que produce una crisis en esa distancia que antes referíamos. Ciertos escritores de vanguardia quizás lo fueron porque supieron explorar esa cualidad del lenguaje, de lanzarse hacia su objeto y fundirse con él como en un acto de creación poética absoluta. Los ejercicios literarios de Macedonio Fernández trataban justamente de que los objetos mundanos con su irreversible estado fáctico, emergieran en algún momento del texto para mostrar que éste nada era si no se objetivaba en la inexcusable realidad.
El arte, cuando se confronta con la representación del terror, trata con un sentimiento parecido al de éste notable escritor argentino, aunque por cierto no exclusivo de él. Cuando el lenguaje se inscribe en la propia materia a la que alude y se funde con ella, podemos estar frente a las experimentaciones avanzadas de una poética. Pero no cabe duda que en su forma negativa y atroz, el efecto que produce el terror social sobre el acto de pensar (es decir, de usar el lenguaje como expresión de libertad), es también un aplastamiento de la hendija necesaria entre el símbolos y las cosas reales.
Una experiencia artística podría definirse –si tal cosa fuera posible-, como un ejercicio de rescate de la experiencia límite, como una lección sobre el confín, esto es, un trato con la experiencia pura sin palabras. Con sus instrumentos más precisos el arte busca la recreación de esa anomalía por la cual, bajo el terror las palabras aterrorizan y la propia palabra terror parece revestirse de su propio objeto pavoroso. La anomalía, así, cuando es presentada por el arte, deja entrever el enigma mismo del arte, que es el de ponernos frente a los sentimientos de monstruosidad o miedo, para develarnos a nosotros mismos como sujetos que pueden recobrar su lenguaje efectivo cuando ven de qué modo los procedimientos más oscuros del hablar se despliegan en la conciencia colectiva. En verdad, lo artístico se evidencia cuando esta situación de develación se produce.
Representar el terror, o bien hacer de la memoria un campo artístico, nos pone así frente a una paradoja evidente. El terror tiende a lo irrepresentable, pero la pulsión artística tiende a no sentirse derrotada por esa fuerza nulificante. Lo que incluso ocurriría en el caso extremo de un arte –como dijimos- que se inspirase en el desafío de abrir el lenguaje a su inmediatez absoluta, figurando una suerte de representación que se desvanece en su propio acto.
Los trabajos de los Encuentros realizados tanto en México como en Buenos Aires y coordinados por Sandra Lorenzano y por Eugenia Bekeris , respectivamente, tratan de explorar estas perspectivas. Ya sea que se postule que sólo el lenguaje de las ruinas sagradas es el más adecuado para tratar de las catástrofes del siglo XX, o que se reflexione sobre los lugares de la ciudad supuestamente vacíos de significaciones que hay que redimir con técnicas artísticas diversas –arquitectónicas o fotográficas-, ya sea que se piense en recrear teórica y poéticamente la voz de los muertos por la intervención de la voz de la segunda generación de descendientes de la Shoá, los trabajos que se presentaron en ambos Encuentros encierran la posibilidad de recrear las dimensiones y debates estéticos contemporáneos, renovándolos con la posibilidad de interrogar objetos y vestigios conocidos -fotos de grupos de amigos, fotos testimoniales del horror en los campos de concentración, cartillas de uso odontológico-, para ofrecerles la prueba decisiva del arte, que es moverlos de su lugar fijo y devolverlos al flujo sorprendente de la memoria.
Se suele protestar contra la museificación y los modos de congelar la memoria. Estos Encuentros han puesto esta punzante interrogación bajo los auspicios promisorios de una nueva ética de la representación o de la figurabilidad –palabra que también se propuso- que no significa otra cosa que palabras que tocan no tanto algo que les es ajeno sino la propia idea de tocar, de tocar los desastres de un pasado que parece muerto y que era exactamente esa forma viva de ser tocado.

 

 

“Memorias del terror: tensiones en la palabra y la imagen”, Ciudad de México, 8 y 9 de septiembre de 2006, y “El arte: representación de la memoria del terror”, Buenos Aires, 1 – 4 de noviembre de 2005.


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