Martín Caparrós 
            y Eduardo Anguita, 
            1998, de La Voluntad III, Ed.Norma, 1998.
           (…)
            ... Horacio empezó a pensar que quizás no tendría más remedio que 
            irse del país. No quería, pero lo estaban empujando. Unos días después 
            se encontró con tres amigos, viejos compañeros de militancia que no 
            andaban en nada, en la casa de uno de ellos. Comieron una pizza, tomaron 
            un par de cervezas y charlaron sobre lo que estaba pasando. Los tres 
            trataban de mantenerse fuera de cualquier circulación, haciendo vida 
            hogareña, escondiéndose en sus empleos, hablando sólo con los amigos 
            muy confiables. Cualquier encuentro, cualquier paseo, cualquier palabra 
            fuera de lugar podía traer peligro. En esos días, mucha gente evitaba 
            todo lo posible la amenaza de los espacios públicos y se refugiaba 
            en lo más privado:
            —Sí, por ahora la cosa es ver dónde podemos guardarnos hasta que pase 
            un poco el vendaval, ¿no? Cómo carajo hacer para tener una vida más 
            o menos normal en medio de todo este quilombo...
            —Sí, la otra es irse. Yo no creo que el exilio se justifique en un 
            caso como el mío, pero acá las posibilidades se van cerrando cada 
            vez más y...
            Horacio no tenía trabajo: desde su vuelta de Salta no había conseguido 
            nada y estaba viendo si podía hacer unas encuestas o algo así. Un 
            trabajo donde nadie le preguntara mucho, donde no tuviera demasiada 
            exposición. Seguían charlando, y el clima era turbio, desesperanzado.
            —Che, ya son como las once. Mejor vayamos yendo, que no conviene andar 
            muy tarde por la calle.
            —Bueno, yo los puedo llevar en el coche. Es mejor que andar en colectivo 
            a estas horas.
            Ya estaban llegando a Primera Junta, a dos cuadras de la casa de Horacio 
            cuando se les cruzó por delante un falcon bordó, y un peugeot blanco 
            por detrás. De los dos coches se bajaron cuatro tipos jóvenes, pistolas 
            en la mano:
            —¡Abajo, abajo todos! ¡Vamos, rápido, manos arriba, pegados contra 
            las puertas!
            Dos de los tipos los seguían apuntando mientras los otros dos los 
            palpaban de armas, les pedían documentos, les preguntaban qué estaban 
            haciendo. Horacio tuvo un momento de pánico; después pensó que seguramente 
            no era nada personal, que debían estar haciendo controles de rutina. 
            Sólo esperó que su nombre no saltara, que no estuviera en una lista 
            de buscados.
            -Bueno, ya está, no pasa nada, ya pueden irse. Circulen, circulen.
            Horacio y sus amigos volvieron a subirse al coche. El dueño tardó 
            como un minuto en arrancarlo: le temblaba la mano. Cuando lo dejaron 
            en su casa, Horacio miró para todos lados antes de abrir la puerta 
            y, cuando entró en el departamento, le dijo a su mujer que ya no podía 
            seguir así, que se tenía que ir de la Argentina.
            
            (…)
            
            ... —Hemos ganado y debemos seguir ganando. Si algo faltaba para que 
            los argentinos nos identificásemos plenamente, con esto se logró.
            Dijo, eufórico, el almirante Massera. En la ESMA, Graciela fue una 
            de las designadas para salir. Prepararse quería decir que tenía que 
            vestirse bien y maquillarse: los marinos de la ESMA solían decir que 
            las mujeres militaban porque eran feas y los hombres no les daban 
            bola. Entonces, para las secuestradas, una de las formas más primarias 
            de simular que se estaban recuperando consistía en mostrarles que 
            empezaban a preocuparse por su aspecto: que querían "recuperar su 
            estilo femenino, volver a ser mujeres normales'. Así que los marinos 
            les daban cosméticos que iban sacando del pañol donde guardaban todo 
            lo que les habían robado a sus víctimas. Graciela se cambió de ropa, 
            se pintó los labios y se guardó el rouge en la cartera que siempre 
            llevaba. Era curioso: llevaba cartera incluso para ir desde Capucha 
            hasta la Pecera. Era una forma de suponer que seguía en el mundo.
            —Bueno, señores, ya bajamos.
            La subieron en un peugeot 504 verde, con el subprefecto Febres, un 
            suboficial de comunicaciones, Alberto Mendoza, y otros dos marinos. 
            Iban siguiendo a otros tres coches de la ESMA, en busca del fervor 
            popular.
            El fervor era mucho mayor que todo lo que Graciela había podido imaginar. 
            Subieron por Republiquetas; cuando llegaron a Cabildo había miles 
            de personas con vinchas y banderas, gritando, tirando papelitos, abrazándose. 
            Graciela pensó en las movilizaciones de 1973: era, de alguna forma, 
            parecido. Tanta gente en la calle, tanto entusiasmo patriótico. En 
            ese momento, en todo el país, millones de personas daban los mismos 
            gritos, revoleaban banderas, se besaban, eran felices, se felicitaban, 
            estaban orgullosos de ser argentinos.
            —¡Sí, sí, señores,/ soy argentino,/ si, sí, señores,/ de corazón,/ 
            porque este año,/ desde Argentina.../
            En algún lugar de la ciudad, Sergio Renán filmaba una película sobre 
            el mundial, La fiesta de todos, donde el historiador Félix Luna comentaría 
            tanta alegría:
            —Estas multitudes, delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido 
            que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con 
            un sentimiento común, sin que nadie se sienta marginado o derrotado. 
            Y tal vez, por primera vez en este país, sin que la alegría de unos 
            signifique la tristeza de otros. Esta fue nuestra fiesta, nuestra 
            mejor fiesta, porque fue la fiesta de todos.
            Graciela le dijo al subprefecto que le gustaría mirar mejor. Febres 
            corrió la tapa del techo y ella se paró en el asiento y, con medio 
            cuerpo afuera, lloró en silencio, despacito. Si yo me pongo a gritar, 
            acá, ahora, que estoy secuestrada, nadie me daría pelota, pensó, y 
            siguió llorando. Era difícil sentirse más sola. La caravana de la 
            ESMA se quedó un rato atascada en el mar de coches,:
            hasta que alguien decidió que fueran a cenar al Mangrullo, una parrilla 
            de Olivos, sobre Maipú. El Mangrullo también rebosaba de gente que 
            cantaba, saltaba y bailaba, pero los marinos debían tener influencias 
            porque les prepararon una mesa larga en un salón del fondo. Secuestradores 
            y secuestrados pidieron asado y vino tinto, brindaron y cantaron.
            —¡Y el que no salta es un holandés,/ Y el que no salta.../
            En el salón Dorado del Plaza Hotel, los futbolistas recibían el agasajo 
            del general Videla y sus compañeros de gobierno: este Mundial será 
            un símbolo de paz, esa paz que deseamos para todos los hombres, fruto 
            del esfuerzo conquistado día a día, esa paz que merezca ser vivida, 
            a cuyo amparo el hombre pueda realizarse plenamente en un clima de 
            dignidad y libertad...
            Dijo el presidente y entregó a Daniel Passarella el trofeo Fair Play, 
            porque el equipo argentino había sido designado como el más caballeroso 
            del torneo. En la parrilla de Olivos, Graciela Daleo vio la mirada 
            triste de la Negra Nuda Oraci, miró el cuchillo que tenía en la mano 
            y decidió que tenía que hacer algo. Que no aguantaba más esa simulación, 
            que si seguía ahí iba a estallar, a joder el teatro tan difícilmente 
            sostenido durante tantos meses.
            —Señor, ¿puedo ir al baño?
            Graciela entró, puso la traba, confirmó que nadie pudiera abrir la 
            puerta, sacó de su cartera el lápiz de labios y empezó a pintar las 
            paredes de azulejo: "Milicos asesinos. Massera asesino. Viva Perón. 
            Vivan los Montoneros". Se sentía desatada, libre de tanta simulación. 
            Cuando gastó todo el lápiz rojo se volvió a la mesa.
            —¡Vamos, vamos! Argentina,/ vamos, vamos/ a ganar...!
            Graciela se sentó y empezó a preocuparse: ahora van a ir al baño, 
            se van a dar cuenta de que fui yo por el color de lápiz de labios. 
            Me van a revisar las pinturas, me van a descubrir; por qué no habré 
            tirado el lápiz. Quería salir lo antes posible de ese restorán. Era 
            terrible: estaba impaciente y no veía el momento de que los llevaran 
            de vuelta a la Escuela de Mecánica de la Armada.