Marcelo Caruso, 1994, de Brüll, novela, Ed.Planeta, 1996.



(...) Más adelante, una enorme escultura inclinada, a punto de derrumbarse. Un árbol se había tumbado sobre ella. Goteaba por todas partes agua violeta. El Jeremías. Virginia se lo dijo casi sin aire. Cuando llegaron al sitio Mariano no quiso acercarse. Era demasiado peligroso. Evidentemente había sido mal elegido el lugar para emplazarla. La tormenta le había tirado encima un enorme álamo Carolina. El tronco había arrancado parte de un pie, de modo que el coloso se inclinaba con una pierna en alto, como alguien que está por caerse de espaldas. Las ramas habían vencido la estructura de los brazos, y debido al golpe, faltaba una buena parte de la cara. Además de eso, Brüll debió equivocarse con la pintura. Desteñía. Largaba ese color violeta que había pintado el agua en un perímetro de doscientos metros.
Virginia miraba las figuras con expresión grave. Mariano vio a un espantajo con botas y charreteras y un casco alemán de la segunda guerra mundial. Después, cuando era evidente que habían desembocado en la laguna, casi chocan contra la canoa. El pánico lo dejó sin aire. Era otra escultura. Un barquero famélico, con cara de chacal, que llevaba en su barca pequeñas esculturas de niños muertos. La canoa estaba atada con una soga extensísima a un jacarandá. El agua la llevaba de un lado al otro entre los árboles. Mariano reparó en las posturas de los pequeños cadáveres.
-Es el infierno -dijo.
Habían cruzado, con el barquero, el último territorio de Brüll.
(...)
Mariano intentó no pensar en Banti, pero fue imposible. Y pensó que quizás habría sido un consuelo para él liberar al pato con sus propias manos antes de irse. Aunque lo lastimara. Adónde iría. Si sólo navegaba de noche no 1 legaría muy lejos. Lo imaginó como en una vieja película de aventuras, conviviendo con tribus caníbales en el Mato Grosso. Volvió a mirar a Virginia. Ahora parecía distendida, con menos años, con la misma expresión que era usual en su cara de Buenos Aires. Virginia le preguntó cuándo empezó a creer que ella y Emilio eran amantes. "¿Y no son?", preguntó a su vez él. Ella pareció a punto de responder algo, pero se quedó en silencio, mirándolo con su expresión ambigua. Era imposible seguirle el pensamiento. La recordó oliendo el bulbo del tulipán, un gesto que recién ahora se le unió con aquel otro de Marcelo, junto al árbol donde había estado Brull. Cómo era que ella no pensaba en ese oficial de la prefectura que tenía en su escritorio o en el bolsillo un radiograma en el que seguramente le ordenaban capturar a Banti, que estaba en la propiedad que Brüll le había comprado a la tía de Banti. Lo cual los hacía a todos, incluso a él mismo, cómplices de encubrimiento de un perseguido. ¿Que no era de izquierda? ¿Que no era subversivo? ¿Qué no era militante? Como si ese oficial pudiera preocuparse por tamañas sutilezas. Sin contar con que, de buenas a primeras, tampoco estaba Brüll en la casa. El oficial bien podía preguntar por él. Y vincular su ausencia. Y meterlos presos a todos, a la espera de que llegaran los de la Marina.
-Qué vamos a hacer cuando venga la Prefectura -preguntó.
Había vuelto a verse en una zanja, maniatado y violeta, con un disparo en la sien.
Virginia frunció los labios.
-Vamos a callarnos la boca —dijo, y al ver la expresión con que Mariano la escuchaba-. Vamos a callarnos, y a esperar.
(...)
-Alex, Alex... Tenía la teoría de que Zweig, como el resto de los suicidas, en realidad sólo había reparado en la existencia de los otros de golpe, de un modo, digamos, absoluto -se dio vuelta completamente y miró a Virginia-. Le dije que eso era un disparate. El se sorprendió con mi exabrupto. Se ve que lo descolocó mi repentina falta de modales. "¿Es que se vive, entonces, cuando otros viven?", me preguntó después. Precisamente es cuando se está vivo de veras, le dije yo. Y él dejó de reírse -don Klaus volvió a asomarse a la ventana, sosteniendo apenas la cortina-. uSin embargo", dijo, "da terror pensarlo, que afuera de uno haya otra cosa, algo que no es, o es más que uno mismo". Quedó nervioso, recuerdo, taciturno, y por el resto de la tarde ya no quiso hablar de nada más.
Los tres permanecieron en silencio. Don Klaus dio unos pasos hacia su silla, pero el ruido de un motor, en el río, lo hizo volver a la ventana.
Mariano también se puso de pie.

 

 

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