¿Fracasó la dictadura?

Un libro en llamas. La tijera secciona fotogramas de una película. Listas negras. Economía destruida. Desaparecidos. Son signos que cualquiera identifica con los gobiernos imperantes hasta 1983.

A través de estas imágenes, los efectos del poder se nos figuran como trabas, límites, prohibiciones, ocultamientos, aniquilaciones. Su acción parece regirse exclusivamente por la parcial aritmética de la resta, cuyas operaciones sólo admiten la disminución.

En la idea del hombre que decide enmudecer y por último se arranca la lengua, bien utilizada por el film Tiempo de revancha, el poder también se mide por lo que anula, salvo que aquí cuenta con la mano del propio mutilado para ejercerse y con ello se agrega un nuevo aspecto a la compleja cambiante relación entre amos y esclavos.

Quienes se niegan a poetizar la historia reciente con la frase “época oscura” porque justificaría no haber visto nada: de noche todos los uniformes son pardos– suelen concebirla como producto de una máquina de triturar personas, ideas, economías. Numerosas evidencias los apoyan. Con todo, puede ser útil repensar los aspectos menos espectaculares, complementarios del proceso destructivo: no lo que nos prohiben decir, sino lo que nos hacen decir y pensar. No tanto lo que eliminaron como lo que construyeron en nosotros mismos.

En su magnífica historieta de anticipación El Eternauta, escrita a principios de la década del 60, Germán Oesterheld imaginó unos invasores del planeta que se apoderaban de la voluntad de los humanos por medio de un telecomando implantado en la nuca, cuyos estímulos penetraban directamente al cerebro.

Bajo esa alegoría representó procedimientos que de alguna manera fueron aplicados años más tarde, durante una lucha de la que participó v en la que su rastro se pierde.

Es obvio que ni represión ni censura podían garantizar la conquista de la voluntad de la población, objetivo doctrinariamente asumido por los estrategas del poder financiero. Por medio del ejercicio omnipresente de la coerción física, a lo sumo habrían logrado impedir que las ideas se expresaran o que las conductas se manifestaran, Pero la misión que se atribuyeron fue más vasta y permanente. Consistía en una victoria sobre lo más íntimo del ser, en el sentimiento y la razón popular. Se trataba de domesticar peligrosas rebeldías masivas en un período de desesperada acumulación de capitales y de cambios colosales en la estructura productiva de Occidente.

Así, desde los años 70, mientras en Japón se desarrollaba una tecnología para que las máquinas tendieran a ser tan sensibles e inteligentes como un obrero, en Argentina – paradoja de la división internacional del trabajo – se experimentó acerca de cómo robotizar a las personas. La noción de “lavaje de cerebro” quedó súbitamente anticuada cuando se comprendió que la mente nunca quedan en blanco: para anular un conjunto de ideas es necesario sustituirlo por otras. Era un problema de reprogramación.

Nuestra hipótesis es que la verdadera forma de lograrlo consiste en orientar la lectura de la realidad, suministrar el código con que clasificamos la experiencia cotidiana, introducir formas de observación y análisis. De tal modo, nos convertimos en reproductores del discurso dominante, vemos el mundo a través de su óptica, sin necesidad de una intervención constante que nos controle. El poder actúa de manera productiva y no ya negativa. Nos vuelve cómplices, muchas veces sin saberlo.

En la realidad, los procedimientos con que se intentó la robotización fueron más atroces pero también más sutiles que en la ficción de Oesterheld. Inimaginables tormentos aplicados sobre el cuerpo se combinaron con operaciones retóricas, juegos de lenguaje y falacias lógicas. Estos refinamientos fueron aplicados individual y selectivamente, pero también en forma masiva y difusa. Cara a cara y a la distancia. Hubo redistribución de ingresos y de población –migraciones multitudinarias dentro y fuera del país– pero también de conceptos y valores, creencias y convicciones.

Hoy se hace difícil contestar algunas preguntas inquietantes: ¿han fracasado absolutamente los propósitos que en este campo se trazó el “proceso de reorganización nacional”? ¿ Hasta qué punto logró –además de la desinformación y estupidización, generalmente reconocidas– un colaboracionismo espiritual inefable que prolongaría, bajo formas que aún desconocemos, la complicidad masiva indudable durante largos años?

No hay manera de saberlo mientras no se abra el debate constantemente postergado con el argumento de una supuesta cicatrización proveniente de la ignorancia. Es verdad que, más allá de lo elaborado por los organismos de derechos humanos –que así se sitúan en los puntos más altos de la conciencia social – se conoce poca reflexión racionalmente fundada acerca de la historia reciente. Hasta ahora ni el Parlamento ni los partidos políticos ni el ámbito universitario o académico han tomado a su cargo el estudio riguroso de los hechos, punto de partida de todo progreso en el conocimiento.

En tanto no se procese la experiencia de los últimos veinte años en forma consciente y controlable por la sociedad cabrá la duda de que hayamos superado la fase anterior. Es bueno recordar que el privilegio de narrar la historia suele señalar al verdadero vencedor.

 

Roberto Jacoby

 

“El Periodista de Buenos Aires” Año 1. N° 24. Pág.42. 22 al 28 de febrero de 1985. Ediciones de la Urraca.


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