Luciano Beccaría

El panorama editorial, luego de la caida de la dictadura

 

La suerte del mercado editorial argentino, como parte constituyente de la industria nacional, estuvo ligada a los vaivenes económicos, políticos y culturales que vivió el país a lo largo de su historia. Y en particular, el auge y la decadencia de este sector se sucedieron en un estrecho margen de diez años, en los que se pasó de la promoción estatal a la persecución sin contemplaciones.

Luego del llamado “boom” de la literatura latinoamericana en la década de 1960, con exponentes como García Márquez y Cortázar, la venta de libros en la Argentina tuvo su pico histórico, y con él, la industria editorial prosperó: desde grandes emprendimientos coolectivos hasta riesgosas aventuras personales, pasando por la experiencia de Eudeba, la primera editorial universitaria creada en 1958. Paralelamente, los autores nacionales ampliaron su territorio en los catálogos editoriales, en las vidrieras de todas las librerías y en los kioscos de diarios y revistas, que hicieron del libro un objeto cultural de alcance masivo. Pero el momento de esplendor duró poco menos que una década, y a partir de 1968 la venta del libro de industria argentina comenzó a declinar, eclipsado por el libro extranjero de menor costo.

A su vez, las dictaduras cívico-militares instauradas en 1966 y 1976 fueron responsables, en buena parte, de la decadencia de varios de los emprendimientos editoriales. Y sobre todo la última que, como señala la hipótesis de Un golpe a los libros, de Hernán Invernizzi y Judith Gociol, articuló un proyecto que, como un trípode, se sostuvo en la reestructuración económica, la persecución política y el control cultural.

En un marco amplio, los gobiernos de facto llevaron a cabo proyectos económicos y políticos que tendieron a la apertura al mercado internacional, en desmedro de la industria nacional y la destrucción del movimiento obrero. Pero en el caso particular de los libros, dentro de un amplio y heterogéneo programa cultural, se valieron también de un aparato legal y represivo. Éste, entre otras cosas, estaba destinado a eliminar aquellas “editoriales argentinas marxistas y/o con 50% o más de obras marxistas” y aquellas que publicaran libros con ideas contrarias a la “moral y buenas costumbres” o a los “valores occidentales y cristianos”. Es decir que no sólo prohibieron libros cuyas ideas iban en contra de sus intereses, restringieron su circulación y persiguieron a sus autores, sino que además apuntaron sus cañones contra las mismas editoriales que publicaron esos libros y a esos autores, en el afán de “atacar el mal de raíz”.

Durante la llamada “Revolución Argentina”, instaurada con el golpe de 1966 encabezado por el general Juan Carlos Onganía, se dictaron leyes que buscaban limitar las “actividades comunistas”, algo que con esa definición podría parecer realmente ilimitado. El aparato estatal tuvo un papel preponderante en la censura de libros. La SIDE se encargaba de la calificación y eventual prohibición de las publicaciones que entraran dentro de esa categoría. Por otro lado, la Aduana controlaba el ingreso de publicaciones y el Correo estaba autorizado a confiscar libros “de carácter inmoral” por una ley que modificaba la antigua Ley de Correos.

Este marco jurídico continuó funcionando durante los gobiernos constitucionales de 1973-76, en cuyo período no dejó de haber persecuciones perpetradas por grupos paramilitares, aunque en ese período pudieron oírse voces de protesta y reclamos de agrupaciones que nucleaban a escritores, editores y otros profesionales del ramo. Pero estas voces fueron amordazadas con el nuevo golpe de las Fuerzas Armadas de 1976, que a los pocos días designaron como presidente de facto al general Jorge Videla. El control estatal de la cultura impresa en ese período estuvo a cargo de varias dependencias gubernamentales, con una organización más eficaz que la dictadura anterior. El organismo más importante, creado especialmente para tal fin y de carácter secreto, era la Dirección General de Publicaciones. Estaba en el área del Ministerio del Interior de Albano Harguindeguy y contaba con un plantel de intelectuales que realizaban informes exhaustivos sobre distintas publicaciones y sugerían su eventual censura. En la esfera de ese Ministerio también se encontraba la Dirección General de Asuntos Jurídicos, cuya función era darle un marco legal a la censura.

El aparato represivo era el que llevaba a la práctica la censura, a veces con métodos contemplados dentro de las leyes que las mismas dictaduras crearon, y otras no tanto. En ambos regímenes de facto se quemaron y secuestraron libros, pero no hay comparación posible entre la violencia física que ejerció el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, entre 1976 y 1983, con respecto a la Revolución Argentina. En la última dictadura la tendencia persecutoria se acentuó. Casos que se testimonian en Un golpe a los libros como la detención de Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor; la clausura de Siglo XXI, y su “exilio”; la quema de libros de cientos de miles de libros del Centro Editor de América Latina y la intervención cívico-militar en Eudeba con el posterior secuestro de otros miles de publicaciones, ilustran la importancia que los gobernadores de facto le daban a la palabra impresa.

Pero este accionar contra el campo cultural tiene su correlato con el plan económico y el político. Es así que mientras se buscaba desmantelar una industria nacional y sus organizaciones, por un lado, y se mantenía una “guerra militar”, por el otro, el terrorismo de estado se basó en esos criterios para llevar adelante la “guerra cultural”. No es de extrañar, entonces, que entre las decenas de miles de personas detenidas-desaparecidas podamos encontrar, además de militantes políticos, obreros y estudiantes, un amplio listado de artistas, escritores, editores y otros trabajadores de la cultura.

El panorama editorial luego de la caída de la dictadura, en 1983, era desolador. Y como sucedió con casi todo en el país: a la destrucción y la desaparición comenzaron los intentos de reparación y esclarecimiento. Está claro que la prioridad fue, es y seguirá siendo la de los familiares de los detenidos-desaparecidos. Pero en el caso de los libros no existió ni se planteó la discusión sobre una política de resarcimiento por las innumerables pérdidas materiales de editores y autores. Y sería importante, además, comenzar a pensar en la pérdida irrecuperable que significó para los lectores y para el enriquecimiento de la cultura argentina en general, carencias imposibles de medir y cuyas consecuencias posiblemente puedan manifestarse aún hoy.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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