Claudio Martyniuk, Al olor de Argentina.
Las pinturas chinas no sólo se hacen en rollos, sino que además se conservan enrolladas. Los chinos acostumbran observar las pinturas a medida que las van desenrollando, esto es, ven primero el extremo superior y después, por así decirlo, “leen” hacia abajo, como lo harían con un texto de escritura china. Así, pues, en un paisaje se ven primero las distancias y el fondo y, por último, la parte inferior de la pintura donde se encuentran, por regla general, los detalles arquitectónicos y, cuando las hay, las figuras. Así, en un cuadro chino, se va de lo general a lo particular, del “fondo” al tema mismo, mientras que en la pintura occidental se aprecia lo circundante después de haber observado el “tema”.
A. H. Brodrick, “La pintura china”



I
Platón en masa


Potencia política del saber

El progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación, de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia. No es sorprendente no hallar paralelo fuera de la Argentina al debate en que Sarmiento y Alberdi, esgrimiendo sus pasadas publicaciones, se disputan la paternidad de la etapa de historia que se abre en 1852.
Tulio Halperín Donghi, “Una nación para el desierto argentino”

En la filosofía de Spinoza la imaginación se vincula a un costado pasivo, sensible y empírico; configura series de imágenes, representaciones y creencias, las que dependen de la experiencia vaga, del recuerdo asociativo y de la fuerza emocional de las impresiones. En cambio, el entendimiento se halla vinculado al orden de los conceptos y a la potencia activa, la cual no domestica al lenguaje ordinario, sino que en algunos casos ejerce sobre él la crítica (Dios, por ejemplo, de imagen y semejanza de los hombres, pasa a ser el nombre de la naturaleza y de la infinita potencia). Así, para el excomulgado, maldecido y separado de la sinagoga, se trata de ejercer una crítica de lo sensorial inmediato a través de lo intelectual reflexivo. En cambio, Hobbes persigue disciplinar el lenguaje para eliminar errores (y esto, fundado en una doctrina verdadera, conduciría a la imposición de una filosofía oficial de obediencia obligatoria), a la vez que postula una continuidad entre las percepciones sensoriales y el pensamiento racional (de aquí que todo aquello que escape a nuestros sentidos sea radicalmente impensable). Por eso en Hobbes, platónicamente, el mal hallaría origen en el error, y por el error predominan las pasiones sobre el saber. Para Hobbes, la educación es la palanca de la reforma; la educación reemplaza la teoría falsa e impone obediencia a las teorías verdaderas.
Leicer Madanes en “El árbitro arbitrario. Hobbes, Spinoza y la libertad de expresión” (Eudeba, Buenos Aires, 2001) hace del pensamiento de Platón también el sustento filosófico a partir del cual se puede reconstruir el pensar de Hobbes y de Spinoza, pero sus preguntas tienen otros acentos: ¿Ser un buen filósofo es condición suficiente para ser un gobernante legítimo? ¿Los filósofos acaso son los que conocen a la justicia, bondad y belleza, mientras que la mayoría posee sólo opiniones? Esas cuestiones platónicas, que originaron programas de crítica y sustitución de creencias consideradas falsas desde un saber filosófico –episteme que sería superior a la doxa-, se mantienen como un fino hilo que preserva la tradición filosófica a través del establecimiento de un espacio de posiciones posibles. Desde ese fondo, el pensar moderno de Hobbes (Madanes se detiene en el “Leviatan”, 1651) y, bajo su influencia, el de Spinoza en el “Tratado teológico-político” (1670), se alejan del esencialismo que concibe a lo justo, lo bello y lo bueno como dotados de una existencia en sí. Esas presuntas esencias devienen preferencias subjetivas. El saber que se adjudicaban los filósofos para concebir su superioridad, mentira. Y sin derecho a imponer su saber al resto de los hombres, el pensamiento de Hobbes y de Spinoza es concebido –y enseña a concebir a la filosofía- como en vigilia, velando porque el saber –y aún la sustitución de creencias falsas- no provoque daños. La verdad y la autoridad dejan, entonces, de ser representadas como coextensibles; y quien tiene derecho a gobernar no por ello conoce qué es justo. Se está aquí ante un Hobbes que espera que las ideas circulen libremente, que ayuden a conocer las causas de las guerras civiles y, así, a evitarlas, ya que –piensa- el conocimiento ayuda a la paz. De ahí que todos deban saber, por más que la sabiduría no sea fuente de legitimidad política. Platón, en cambio, había propuesto que el filósofo se haga cargo del estado y que mantenga su poder contando “nobles mentiras” –mitos- para que la gran bestia, la masa, apoye –obedezca- a los gobernantes. La filosofía política de Hobbes no deja de problematizar la vinculación entre saber y poder, verdad y autoridad, aunque no trata de proponer un método para determinar la verdad sino para asegurar la paz. Hobbes orienta la subida por una escalera de libertades que se inicia con la libertad de conciencia, de la que se eleva la libertad de acción -que incluye la de expresión-, luego la de enseñanza y, por fin, en la altura mayor se encuentra la autoridad soberana, la fuerza para defender ideas o para censurarlas (censura, para Hobbes, en vistas a mantener la paz y no para sostener una doctrina o teoría, ya que no es la falsedad la que lleva a la guerra). Así, una teoría podrá ser verdadera o no; independientemente, podrá contribuir o no a la paz pública. El soberano, entonces, será el árbitro que aspira a lograr la paz y no a determinar la verdad, y la soberanía absoluta será postulada como condición necesaria para la libertad de expresión. Pilares de la filosofía política moderna así quedan establecidos: (i) el poder de la ley se aplica exclusivamente a las acciones, y no a los pensamientos de los hombres; (ii) la autoridad, y no la verdad, hace la ley.
En el “Tratado teológico-político” de Spinoza, cima de la argumentación en defensa de la tolerancia, la influencia de Hobbes es visible, pero en lugar de la paz pública y el derecho del poder soberano, el principio constitutivo pasa a ser la libertad de pensamiento (que aloja, en su interior, a la libertad de filosofar), y de él se derivarán las mejores consecuencias hasta para el mismo soberano. Spinoza, para quien el deseo es la esencia del hombre y en las pasiones halla lo común de los seres humanos, no reduce la política y la moralidad a un problema cognoscitivo, y entiende que las ideas verdaderas sólo son eficaces en la medida en que implican una cierta carga afectiva que les daría potencia. En esta visión es utópico esperar que las multitudes se orienten por un solo mandato de la razón, y así el consenso se funda, más que en la razón, en opiniones y pasiones colectivas. Más que la educación, serán las instituciones y las estructuras las que favorezcan u obstaculicen el desarrollo de los miembros de la comunidad. La filosofía no podrá –ni persigue- sustituir opiniones, doxa por episteme (desde Platón se persigue la racionalización de la realidad política, aunque la razón –como lo comprendió el anarquismo- haría innecesario un orden político estatal). Lejos de una ética racionalista que suele buscar razones para obedecer al soberano, su esfuerzo se orienta a la realización de las potencialidades, concibiendo a la felicidad como búsqueda permanente.
Reduciendo los problemas políticos a cuestiones de saber, la violencia, la opresión y la desigualdad encuentran origen en la ignorancia y en la falsedad, y solución en la educación. Una línea socrática une a un Hobbes, a Hegel, Comte y Lenin, y en esa línea quien detenta el saber deviene en legislador fundacional, en quien traza el horizonte constituyente. Saber para constituir; saber qué y cómo, un arte, una técnica que hace el artificio mayor, el artefacto más complejo: el estado. Esta representación está sustentada en la racionalidad, efectiva o posible, de la política y de la moral, y se nutre del poderoso anhelo de adueñarse racionalmente de uno mismo y del orden social. Por el contrario, de Maquiavelo y Spinoza se alimenta un abordaje que no brinda un discurso filosófico de reforma del poder, que no reduce la política a moralidad y que reconoce la irreductibilidad de las pasiones. Spinoza le opone a la imaginación (pasiva) el entendimiento (activo), y la filosofía queda como ayuda para liberar potencias encerradas y para hallar la salida de laberintos. (Tanto Nietzsche como Wittgenstein le asignarán al trabajo intelectual una capacidad de remoción de mitologías y embrujos.) Spinoza no concibe al estado como producto del artificio de la racionalidad, sino como resultado espontáneo de las necesidades, deseos y pasiones que conducen a los individuos a convivir socialmente y a organizar instituciones; y entiende que el derecho se extiende hasta donde alcance la potencia (y en eso no hace diferencia entre locos y sensatos), mientras que la razón es llevada hasta al límite que impide transformar la potencia de otro. Desde esta perspectiva, la multitud vive bajo opiniones, creencias y teorías, las cuales -desde un punto de vista filosófico- se presentan como inadecuadas y deformadas. Si, tal como lo formula Luis Salazar Carrión, en “El síndrome de Platón ¿Hobbes o Spinoza?” (Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1997), Hobbes políticamente reduce la moral al principio de obediencia (y Alberdi señaló que Rosas creó hábitos de obediencia), y Rousseau moralmente reduce la política al principio de legitimidad (y R. Koselleck, en “Crítica y crisis”, considera que el totalitarismo es el resultado del esfuerzo de someter la política a la moral. Tal línea de fundamentación ha sido recurrente en las diferentes dictaduras militares de la Argentina), Spinoza desprecia a la tradición de construir modelos de política ideal a espaldas de la práctica, rechaza de raíz la pretensión de fundamentar el poder y persigue conformar prácticas razonables para canalizar las pasiones comunes de los hombres asociados, para lo cual considera necesario crear y remover instituciones y reglas a partir de una dinámica pasional autorregulada y con el sentido de cumplir con las prestaciones que la sociedad requiere (Luhmann o Negri podrían ser los nombres de dos caminos teóricos que se distancian, habiendo partido de un lugar de características similares).


Idolatría a las multitudes

En el desamparo organizado, las masas son objeto de culto por el progresismo de ayer (el hegelianismo progresista que confiaba en el desarrollo de las masas como sujeto) y de hoy (el pensamiento político italiano que alaba a la multitud, a la cual, a diferencia del pueblo, se la supone capaz de acción colectiva sin converger en el Uno y sin evaporarse en direcciones centrípetas). Las masas tienen como cara subjetiva a individualistas de masas; las masas arrastran cuerpos, contagian como un virus; las masas -ya lo sabía Elías Canetti y lo deberíamos saber desde su monumental “Masa y poder” (1960)-, provocan excitaciones cinéticas colectivas, logran que, de repente, todo esté repleto (bien lo experimentamos, una y otra vez: de repente, la plaza está repleta de gente). La visión de las masas (mediatizada), la invocación de las multitudes (idolatría), seduce y embota la reflexión, alimenta las ilusiones de intelectuales y periodistas abstractos que comercian (opinión, intervención, califican a la búsqueda de reconocimiento) con las imágenes de la humillación.
Peter Sloterdijk ha probado su destreza en nadar contra la corriente, en tomar la dirección opuesta, y eso mismo hace en “El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales en la sociedad moderna” (Pre-textos, Valencia, 2002). Desde la orilla del pensamiento, constata la disolución del sueño del colectivo autotransparente y la persistencia de un estado de pseudoemancipación desde el cual la masa descarga su energía y elimina distancias (burguesas), se congrega ante sí y para sí, aunque para el filósofo alemán ya no se expresa en asamblea física sino a través de medios masivos de comunicación, porque ahora se es masa sin ver a los otros, sin la experiencia sensible y alejada de la intención de hacer historia. Por eso, se siente desprecio cuando la casualidad –un embotellamiento, por ejemplo- hace una multitud, salvo en los recitales y en fútbol, pero claro, en estos casos la descarga ya no es política. Lejos, a la primera mitad del siglo XX (y nuestra cronología, como todos sabemos, no es la alemana), relega a las misas hipnóticas del líder político, un exitoso artista de la acción que conduce a la masa hacia su existencia como sujeto; en esa época (¿pasada para nosotros?) los lideres siempre se mostraban posando para las ilusiones de las masas. Hoy las masas más que correr tras la descarga, están ansiosas de hallar entretenimientos, y para eso –y por eso- rinden culto al estrellato (para eso –y por eso- los políticos se esfuerzan por brindar una contención emotiva pero mediática).
El relato de Sloterdijk describe el desenfreno y la violencia política a flor de piel en la luna de miel entre el idealismo y la brutalidad. Hanna Arendt pone el final: un salto mortal al primitivismo. Individuos impotentes y desorganizados que se dejan dominar y alcanzan un desamparo organizado, esos son los que perciben a la figura humana bajo el sello de la insignificancia cósmica, como lo señalara Niklas Luhmann.
En el linaje de la modernidad, Hobbes proyectó convertir a la masa en súbdita, haciendo de la subjetividad y la sumisión dos ideas convergentes en un mismo punto: el miedo al asesinato, garantía de la autoconservación. Spinoza, en cambio, fue el primero en plantear la cuestión de cómo es posible el autogobierno de la multitud (vulgus que siempre tiende a las representaciones sensibles, imágenes y sensaciones, siempre ajena a la comprensión racional), internándose en la cuestión del desprecio (en su Etica, parte III, definición 4, dice: “El desprecio se suscita a raíz de la representación de una cosa que impresiona tan poco al alma, que ésta, ante la presencia de esa cosa, tiende más bien a representar lo que en ella no hay que lo que hay.” Esto sería, señala Sloterdijk, el fracaso de un objeto en su intento de conseguir la atención del alma). Un flash podría pasar de la sustancia como sujeto (Spinoza), al sujeto como sustancia (Hegel), y de allí a la sustancia vaciada y explotada que adquiere la forma completa del sujeto (Marx). Pero ante esos relatos complacientes con su autosatisfacción, Nietzsche reacciona con desprecio: desprecio por esos seres despreciativos que permanecen indiferentes ante todo estímulo que vaya algo más allá de los valores, deseos y comportamientos comprensibles para su mundo autosatisfecho; desprecio resentido y minoritario, elitismo que, bien lo sabe Sloterdijk, carece de horizonte político-cultural en los tiempos en que el observador es un despreciador universal (otra vez la iluminación teórica proviene de Luhmann). ¿Qué es este cuadro filosófico sino el conflicto entre la horizontalidad y la verticalidad? S., siempre en la dirección opuesta, defiende el infierno, la legitimidad perdida de las jerarquías ante diferencias funcionales en la sociedad: “Hasta ahora los filósofos sólo han halagado de maneras diferentes a la sociedad; es hora de provocarla.” Por eso desprecia la autocosificación y autobajeza, por eso interpela a las formas de intervención simbólica, por eso camina junto a quienes perciben a la democracia como vivir la desigualdad de otra manera. En esta época (para él, una época socialdemócrata) “el talento y el genio pasan a ser fenómenos escandalosos para todos aquellos que están obligados a vivir de las apariencias” (Luhmann). Contra la seducción del fetichismo, el talento; pero es débil en un mundo que ve todas las distinciones a la luz de la igualdad y, ahora, de la indiferencia. “Donde antes había identidad, ahora debe existir indiferencia”, y la masa, entonces, queda definida como una diferencia que no hace distinciones (“hoy en día, la cultura marca todo con el signo de la semejanza”, decía Adorno), por eso la masa presupone el fracaso de hacer de uno alguien interesante.
Masa obliga en los deportes, la especulación financiera y la empresa artística, por eso la jerarquía se sustituye por el ranking, y por eso la envidia impulsa la competencia, la reivindicación de derechos y el acceso a los lugares de privilegio (por eso tal vez los cacerolazos deben ser entendidos junto a las acciones de amparo).
El filósofo alemán, crítico de los filósofos de congreso, parece exhibir una nostalgia final: “La cultura, en el sentido normativo que, hoy más que nunca, se hace necesario evocar, constituye el conjunto de tentativas encaminadas a provocar a la masa que está dentro de nosotros y a tomar partido contra ella. Ella encierra una diferencia hacia lo mejor que, como todas las distinciones relevantes, sólo existe cada vez que –y mientras- se hace”. Lejos ya de esas masas de carne y gritos, de esas masas que hicieron nacer torrentes de adhesiones y de rechazos emotivos, la critica a las masas deviene pensamiento y política a partir de la diferencia. Allí donde la gravedad de la masa fuerza la inercia, la reflexión se distancia, se demora, se aligera. ¿Elitismo? Observa y piensa. Critica la sustancialización, la idolatría.
Claro: ninguna multitud puede desarrollar una teoría de la multitud. Esto requiere una cierta soledad, apartamiento, abstracción, distancia (nunca una distancia concebida como ruptura). Más claro aún: la crítica, la cultura en sentido normativo, necesita de la compañía. El filósofo, como el escritor y el científico, construyen su propio mito. Y ese mito es, quizás, más para los otros que para uno mismo. Así, el filósofo alemán, lejos de asambleas y piquetes, critica y provoca no sólo desde su libro/mercancía, sino también desde su programa en la televisión alemana. Y es que la crítica de la masa o de la multitud no es propia de un anacorita. (El retiro, el desierto, el encierro y otras figuras del doble movimiento de alejamiento y ensimismamiento más intenso, suelen ser como cimas desde las cuales se proyecta el nacimiento de las voces que persiguen orientar el sentido de las multitudes.)



II
Otra vez pasó Junio


El zen y el arte de contemplar partidos

Sólo el juego ha logrado ser la metáfora de todo. Juego como forma de vida, como aprendizaje, como imagen del lenguaje, como figura de cada función social, como conjetura matemática del universo, como adicción y como inspiración. El juego, actividad sujeta a reglas, presenta todos las cuestiones filosóficas, y por eso hay concepciones que ponen el acento en aspectos colectivistas y estructuralistas del juego, mientras que otras lo hacen en los rasgos subjetivos e intencionales del jugador. Desde la antropología política se ha diferenciado al juego de la aniquilación, ya que el juego necesita y produce rivalidad, cuida al rival porque sin él pierde su existencia. La aniquilación, como bien sabemos, lleva a la desaparición primero de algunos jugadores, luego de equipos enteros, después se aniquilan espectadores y, por fin, ya sin reglas y sin experiencias acumuladas, todo el juego se empobrece tanto que termina en la extinción.

Sofía y su mundo. Se trata de un mundo platónico, pero apenas insinuado en el “Timeo”. Hay una esfera como modelo de otras esferas. Tierra, cabezas redondas, esferas femeninas. Y el esférico, falocentrista. Esfera sobre plano. Plano rectángulo divido en rectángulos. Y un rectángulo se eleva sobre la tierra: es un artefacto, es la actualidad del arco de Heracles. Estadios como cavernas. Hombres encadenados, ubicados en un lugar contemplativo, sintiendo la huella de cada pisada que se da en el césped perfecto. Hombres voluntariamente encadenados, recluidos en la caverna ante las sombras catódicas. Hay mujeres que siguen a los hombres, pero no Sofía. Ella observa.

Seiko. El tiempo, un Dios con mayúscula. Las estaciones se suceden. El día y la noche, el Sol y la Luna. Las lluvias y las sequías. Las bonanzas y las crisis. El nacimiento y la muerte. El ciclo sinfín de la naturaleza, enseña Walt Disney en su clásico “El Rey León”. Fifa, el dios del balón, controla el movimiento de la esfera. Cada cuatro años regresa. Controla dónde y cómo será la epifanía. El dios Fifa, voraz acumulador de rectángulos verdes de papel, se unió esta vez –y como todas las veces, por un transparente interés-- con el dios oriental Seiko.

Sueño. Palabras, melodías, colores y materiales se llenan de sentido. La esfera mundial concentrada en el esférico. El cuero, nuestro cuero adquiere justificación. La plata de nuestro nombre, la plata nunca hallada por los españoles pero después igual robada, es la divisa común. Y entonces, como en una reducción fenomenológica, y por un inmenso esfuerzo de idealismo trascendental, ya eso, todo esto que hasta ahora nos acorrala y revela, deviene en mera cualidad secundaria. Mientras dure la puesta entre paréntesis, nuestra divisa, nuestra reserva de talento, coraje, habilidad e imaginación se condensan en una palabra que loado sea el desconocido que la utilizó por primera vez para nombrarnos. Lo que no pudo la devaluada moneda circular, lo que no logra el semicírculo parlamentario, sí lo hace la prenda textil quién sabe donde fabricada, ésa que con gallardía visten los jugadores (y gallardo es un adjetivo que se aplica a las personas de hermosa presencia, esbeltas, erguidas y de movimientos ágiles y graciosos; se aplica a las personas que muestran valor y nobleza en su manera de actuar, particularmente en un mundial de fútbol). La Camiseta como dadora de nuestra existencia. (Memoria: recordar que hace un tiempo la moda excluía el uso de camisetas. Fueron tiempos que derramaron el sudor.) Y la bandera flamea como la primera vez. Hasta el himno mueve y conmueve. El sentido de nuestra historia y de nuestra identidad aparecen entonces como en una visión: todo se ordena, todo ha tenido el sentido de alcanzar esta meta. Es el sueño que une. Adormecidos por unos días, intensamente fuera de este vacío, en medio de la realidad de una fantasía colectiva.

Sangre en ebullición. Examen que mide la ansiedad y la tolerancia a la impotencia. Tiene como preludio un himno y dos tiempos regulares; más resultaría intolerable. Se inicia con la conexión. Hay ebullición desde el inicio o no la hay. Se pueden registran aumentos graduales de la temperatura del cuerpo y descensos radicales. El consumo de líquidos es una variable. Tras la experiencia verdadera, algunas personas se han topado con efectos visuales como los de Lucy in the Sky with Diamonds. Tanto en el intervalo como al finalizar el examen, se advierte la necesidad de poner en palabras ese mundo de sensaciones. Del testimonio se pasa a la interpretación. El partido después del partido es disputado por la intensidad de las sensaciones y el rigor de cada interpretación. Se trata de lograr imponerle al receptor el contenido de las sensaciones e interpretaciones propias, atendiendo al otro sólo en la medida en que ello posibilite la expresión personal.

Sentir el pie. Gimnasia como acción a distancia. Desde la quietud y pasividad corporal, desde un observatorio, ante una pantalla y sobre un asiento, limitarse a imitar. Mimesis apropiadora, instinto de imitación. Mover el pie, izquierdo o derecho según el caso, y hacerlo hasta ser quien con su pie hace circular el balón. Y hacerlo hasta llegar al final, hasta compartir el movimiento correcto o hasta suplir el error. Sentir y mover un pie, el pie, llevarlo del error a la verdad.

Seguir a la pelota. Ejercitar la concentración, experimentar la capacidad de abstracción, desarrollar la atención. Ir y venir con la mirada, una y otra vez, disolverse en ese percibir que deviene mundo, que es todo el mundo. Seguir a la pelota, hacerlo como forma de vida.

Ser una pelota. Llegar a la plenitud, a un vacío total, sólo aire, piel y aire, inflados y sin nada más que aire. Una esfera perfecta, incorruptible, imperturbable, exenta de crisis y de angustias. Ya no hay verdad. Se es la verdad. Ser una pelota, ejercicio zen.
(14.5.02)


Bajo un tumulto glacial

En la mayoría de las personas que miran este paisaje se forma una cápsula, máscara del vacío. ¿Es posible que no adviertan nada? Un egoísmo extremo, la pereza, quizás sea la razón. Sin vergüenza de sí mismos, de lo que los rodea, sin hastío ni desesperación. Ensimismados, ausentes a la desaparición, invisibles a la sangre coagulada, a las regiones de carne devastada, al agua que se abstiene de fluir, a la desolación infinita. Por atención o por distracción extrema, arrancar la cápsula, percibir todo eso agusanado, tomar el vacío entre las manos, sentir a los cuerpos como parques abandonados, desalojados de sí mismos, desaparecidos de la película de esta tierra. Y devorar un pedazo de mano, de esa mano que no se levantó a tiempo.


“¿Qué es la cultura? Formación de la atención.” (Simone Weil, crítica de los partidos políticos)

En una historia que no podría haber sido más vulgar, los partidos políticos quedan sumidos en el descrédito, en una desconfianza que abraza a toda la política. Como si ya no aspirara a ningún bien más que al provecho sectorial (el sector de esos políticos). No hay atmósfera de silencio y de atención en la que la crítica y el grito de protesta puedan hacerse oír. Los partidos, ocupados en sus negocios, sólo perciben ruidos. El político dice yo y se dirige a los otros como nosotros. Ese yo egocéntrico, infantilmente egoísta; ese nosotros, retórico, penosamente vacío. El político tiene algo de comerciante. Evoca la propaganda, la oferta y el agotamiento propio de una liquidación. El político se sostiene en el negocio. Entre tanto, crece el desamparo; hombres y mujeres que entre la basura buscan alimentos; seres desgarrados, con el alma triturada. Ellos están en la desgracia; mientras tanto, los partidos de los políticos no le conceden audiencia, no pueden reconocer esa realidad. Separados como por una muralla. Los políticos no pueden experimentar el estremecimiento de horror ante sí mismos que perciben los desgraciados. No escuchan, perdieron la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Mutilados, no oyen el grito, ciegos, siguen haciendo daños. No perciben el dolor. Y ante ello, ya ni sabemos cómo castigarlos sin herirnos. Todo como un decorado de teatro, salvo para quien tiene una necesidad que le corroe el cuerpo. Tachos de basura convertidos en restaurantes en un mundo sin obligación social y de escasa caridad.
Tristeza, pobreza, fealdad, mentira, privaciones por curar. Aspirar al bien cuando aspirar asfixia. Reconstruir la fidelidad, tras un consentimiento libre. Retomar la legitimidad no a través de la elección de representantes sino mediante un esfuerzo universal, desde donde brota la legitimidad. ¿Cómo gobernar para conservar la seguridad de legitimidad? Pero los partidos no piensan, ¿cómo podrían hacer frente a semejante desafío?
Caída en el aburrimiento. ¿Qué esfuerzo se hizo en contra de la última dictadura? ¿Qué atención se le prestó a los problemas políticos (corrupción, ignorancia e insensibilidad de los políticos), judiciales (falta de independencia de la Justicia, pero también falta de compromiso de los magistrados, una falta correlativa a la limitada formación que tienen), económicos (falta de trabajo, absolutización de la usura, idolatría monetaria: el dinero, de elemento contable a juez y verdugo)?
Si la salvación llega de afuera, ¿qué le dará vida al país? Palabras, moral, hechos: utilizar el potencial de revuelta, la pasión colectiva. ¿Cuál? Un pasado de cobardía y de servilismo. Un pasado donde la obligación de tomar partido ocultaba la necesidad de pensar, de trabajar y de coordinar esfuerzos. Aún languideciendo de tristeza.
(2.6.02)


En la enfermedad-crisis

Bajo el dolor, en esta llanura vacía de esperanzas la tristeza toca los corazones y el desánimo se monta sobre antiguos gestos de soberbia. Ya se recolectó todo. Ya todo se consumió. No queda trabajo, ese trabajo colectivo que día a día debe arar los problemas y comprometerse con las soluciones. En la llanura fértil domina la pobreza, la miseria política; el presente es detención y el futuro se estrecha. Hasta se esfumó la ilusión de una fiesta desesperada. Males y zozobras pesan sobre nuestra existencia, la achatan, nos aplanan.
Enrique Marí, filósofo y profesor universitario fallecido el 3 de julio del año pasado, escribió hace una docena de años un ensayo titulado "Pensar la Argentina", y en ese pensar advertía sobre las largas pausas en el análisis crítico reflexivo. También señalaba que la crítica ácida, muy ácida, suele tener la forma de este país, forma que le evita al interlocutor involucrarse, como si en este país fuéramos todos observadores o meras víctimas. Por eso Marí denunciaba el limitado uso de los pronombres persona les mi o nuestro país.
Se fue plasmando así una visión fantasmagórica, en la que los males, nuestros dolores, pertenecen al orden de lo extranjero y caen sobre nosotros, frágiles e indefensos, inocentes seres. "Enfermedad-crisis en la que los sospechados son siempre los otros: las tinieblas adversas, las oscuras maquinaciones que llegan desde los cuatro vientos, desde afuera de los muros", escribió Marí, señalando así que "el libro de la sociedad argentina habría que leerlo con los caracteres simbólicos de lo atroz y de lo desesperante".
Esta perspectiva, esta auto-representación, produce sobre la sociedad un plus de opacidad. Crisis-catástrofe que todo lo embota, pero que en especial paraliza a la capacidad reflexiva. Su "vigorosa capacidad para dinamizar el descrédito" detiene todo esfuerzo cognoscitivo como si ya, antes de empezar, estuviera condenado al fracaso. Avanza con frenesí la descalificación de la democracia, el autoritarismo -siempre a flor de piel y en lo más hondo del bolsillo-, y la intriga; todo riega y engruesa a las raíces de la crisis. Esas raíces sostienen la decadencia de un país y el decaimiento de sus habitantes. La crisis, entonces, de transitoria se hace permanente, eterna, insoluble, impensable. Y el sufrimiento se cura con huidas, corazas que insensibilizan y con pestes emotivas; todo en vano, todo finaliza con un dolor mayor.
Argentina, hogar de la crisis, espacio discursivo que potencia las dificultades económicas, políticas y administrativas, que nos deja, individual y colectivamente, impotentes y en la postración. En el registro sociológico, el discurso de la crisis-catástrofe obstaculiza e impide la comprensión racional de las dificultades que deben ser removidas. Pero además produce un efecto perverso, devastador sobre el trabajo del saber y del hacer orientado a solucionar problemas, a transformar. Ese efecto perverso hace subjetivo al trabajo, llena de desconfianza y de obstáculos a la acumulación intersubjetiva de voluntades y de pensamientos, desalienta antes de empezar, descree antes de saber, cansa antes de iniciar cualquier mínimo esfuerzo colectivo.
La ideología de la crisis-catátrofe se muestra, entonces, como inmune a cualquier remedio. Esta más allá de la verdad, y propagandiza su omnipotencia.
No se trata de negar la crisis, sino de buscar la salida de un mosquitero que nos tiene atrapados como moscas. ¿Cómo recuperar la capacidad de formular y discutir intersubjetivamente los problemas sociales? ¿Cómo salir de esta pegajosa sociodicea negativa que condena todo esfuerzo colectivo al fracaso? ¿Cómo disipar el embrujo que hace que se esterilice cualquier programa de aprehensión cognitiva de la crisis?
"La ideología de la crisis asume la forma mitológica del Eiris griego o de la Discordia romana, la divinidad malévola que se complacía en suscitar querellas y guerras, Madre del hambre, la miseria y la mentira, de cabellos erizados de serpientes según Virgilio, hija de la Noche según Hesíodo. Como Eiris, compañera de las Furias, la ideología de la crisis convierte al disenso en discordia." Erudito camino tomó Marí, el cual nos ayuda a saber que a la crisis real, a la crisis que tanto dolor provoca, la acompaña esta ideología que nos envuelve en la impotencia y en la hostilidad. Crisis y, además, recelo y hostilidad hacia el otro. Crisis e ideología de la crisis dan como resultado esta debilidad, esta entrega, esta resignación.
"Una pregunta como ¿tiene salida la Argentina? sería contestada con un no por la ideología de la crisis-catástrofe. Pero esta respuesta no apuntaría, en verdad, al contexto temporal del futuro en que la pregunta se formula, sino al empeño de retornar al pasado no democrático." Así concluía el texto Marí, y ese párrafo condensa toda la oscura capacidad performativa de la ideología de la crisis-catástrofe, un embrujo con el poder de conducirnos ciegamente a una geografía aún más árida, a una hostilidad sangrante, a la desaparición del pensamiento y del trabajo, a la hambruna y al frío más intenso.
(13.6.02)


A la espera de que se rompa el embrujo

Hombres y mujeres convertidos en maniquíes. Como ante una serie infinita de espejos, uno a uno repite la acción; cada uno, sin cesar, imita esa conversión. Maniquíes y espejos devienen mobiliario del mundo por la eficacia de la imitación. Ya no se trata de sonreír porque se le sonríe, aunque sigue siendo la misma transferencia de una conducta del otro a uno mismo. Con las vivencias de un maniquí, el cuerpo se impregna posturalmente de las conductas que percibe. Testigos de la conversión en maniquíes viven la simpatía, y las conductas y expresiones del otro son vividas como propias. Caridad del maniquí, que se confunde con la situación.
De un cuerpo respiratorio a un maniquí. Respirando se obtiene una experiencia inicial del espacio. El maniquí queda reducido a espacio. Cuerpo ubicuo, el maniquí se hace presente en cada espejo, como si fuera para cada espejo. Ubicuidad del cuerpo presente en el espejo, prolífico en la representación, pero ¡ay! ¿dónde se siente? ¿dónde lo sentimos?
Sólo el arte hace el vacío, un vacío capaz de quebrar el embrujo de la imitación, sólo el arte es capaz de destruir el pasado dándole forma, se dice y se confía. En el arte resuena la pasión de lo invisible (Edmond Jabès caracteriza al libro como envoltura vacía). ¿Podrá tener inicio en la banalidad del maniquí? Ante un pasaje del ser al no ser, un pasaje repetido, el genio de la mentira, la poiesis del artista y el efecto inverosímil, la latencia de la verdad desenredada; pero en general, frustración, juegos fantasmagóricos, simulaciones y, finalmente, más maniquíes, más extensiones áridas y madurez pueril que cubren el embrutecimiento. Cavar, necesidad de lo inacabado, apartar al mundo de esta tierra de maniquíes. Cavar, no escaparse, esconderse en el arte (deslizamiento a la impotencia); cavar la tierra rocosa de una comunidad ilusoriamente intensa, cavar la nostalgia fusional, cavar y experimentar el afuera. Respirar aquel acre espesor, recuperando la vivencia del espacio.


No tienen más que ir a ver con sus propios ojos

Así como en Arlt el crimen se corresponde a la creación y, como señaló Oscar Masotta en su clásico “Sexo y traición en Roberto Arlt”, apunta a cortar las amarras, en Cesar Aira ya la imagen es la del falsificador, todos falsos creadores, algunos bendecidos por obra y gracia del azar –tal el caso de Varamo-, y el poder termina siendo una creación que no responde a ninguna intención. Es como la cercanía, y la distancia a la vez, entre el universo de Bataille y el de Luhmann.

Si el tiempo histórico nos hace vivir en lo nuevo, el relato que pretende dar cuenta del origen de la obra de arte, es decir de la innovación, deja de ser un relato: es una nueva realidad, y a su vez la misma de siempre y de todos. Los que no crean, no tienen más que ir a ver con sus propios ojos.
Cesar Aira, “Varamo”

¿Una teoría de la literatura como parte de la práctica literaria? ¿La interpretación como parte esencial de la obra literaria? ¿La literatura debería incluir una teoría sobre la interpretación de la literatura? ¿Toda interpretación sería una invención, y el lector un evaluador de una obra que, al fin de cuentas, sería, en un sentido difícil de esclarecer, su propia obra? Más en general: ¿El relato de una historia hace historia? ¿La descripción de un estado de cosas construye estados de cosas? Todas estas redes de confusiones, ¿efectos de saberes y de ficciones, cosas hechas con palabras?
Interpretaciones como caminos que se siguen; interpretaciones como percepciones. Deshilachadas rutinas jazzeras o asignación de un final específico a cada obra; corte o disolución natural de lo que ha venido siendo, como si cada tema proyectara su propia forma; seguir una melodía acompañada por acordes o sumar varios planos melódicos independientes y simultáneos.
Enunciar una regla (por ejemplo, enunciar una regla constitutiva), enunciar una explicación basada en creencias sobre la validez de la regla, enunciar una descripción de la regla: ¿fenómenos reductibles unos a otros, que comparten un único punto de vista? ¿Acaso se barren las diferencias metafísicas, ónticas, semánticas y epistémicas? ¿Serán básicamente cuestiones de creencias, y esas cuestiones las últimas, como si fueran creencias las que constituyen el fundamento de nuestro conocimiento (fundacionismo)? Wittgenstein (en “Investigaciones Filosóficas”, 203) señaló que hay una captación de una regla que no es una interpretación, sino que se manifiesta, de caso en caso de aplicación, en lo que llamamos seguir la regla y en lo que llamamos contravenirla. Así, las interpretaciones solas no determinan el significado. Así existen estándares.
No cuelga del aire la invención. Mueve el aire la invención (vuelve nuevas sus razones y sus causas). Aunque una vez más explorar culmina en embalsamar, y mil cosas quedan fuera del registro, aunque el registro sea elefantiásico. Hay fluctuación. Trabajar una materia ingrata, taladrarla, hacer ceder el terreno, que pronto deje de ser (y, tal vez, que arrastre a sus ciegos habitantes, como en El reino que se enterró de Henri Michaux, al pantano profundo donde vagan enceguecidos y embrutecidos, drogados de miseria y de cansancio. En el pantano, el lenguaje como un pozo innombrable, un párrafo por donde se filtra todo lo excluido, que condensa todo lo inexplicado que sostiene a lo sabido. En el pozo, una perspectiva que abarca todas las relaciones y que explica cada paso. Si no me creen, como escribió Lautrémont, vayan a ver.
(16.7.02)


Olsen

Observar el derrumbe desde Olsen, el restaurante de comida noruega abierto hace apenas un año en Palermo, en ese Palermo pretencioso y frívolo, de diseños que confunden precios altos con creatividad, de ambientes que cobran promesas de plena superficialidad capaces de ocultar cualquier cicatriz, cualquier fealdad, cualquier infelicidad.
Olsen: césped y abedules; un tinglado al fondo, su interior revestido en madera, con una gran chimenea central. Cocina atrás, barra a un costado; desde el otro se accede a un entrepiso, en el cual están los baños. Vodka, penecillos, ahumados, tal la base diseñada por el chef Germán Martitegui.
Hace un año, con mis hijas de 10 y 5 años, fuimos a la inauguración. Fue una noche de viernes. Una amiga del alma es accionista de la sociedad nacida para concebir a Olsen. Los fuertes sabores nórdicos no fueron bien apreciados por mis hijas, a pesar del esfuerzo de las delicadas mujeres que servían con cofia y vestido austero, de tono crudo y de corte lineal. Finas copas para el vino, gruesos vidrios para el agua y, para todos los colores de vodka, esos simpáticos tubitos de ensayo de laboratorio de química de la secundaria. Mujeres de negro; hombres de negro. En general, en cada uno de ellos se advertía una alta inversión en cabellos, perfumes, calzado, pantalones, camisas y abrigos.
Ayer, jueves, se celebró el primer año. Atravesar la puerta de madera que da al jardín está vez no fue tan fácil. Había mucha gente afuera. Había dos empleados en la puerta, con papeles en la mano. Había listas. Había personas que insistían una y otra vez, que no se convencían de no figurar. Ya desde el jardín se veía una masa humana muy compacta. El ruido crecía. El frío desaparecía. Fue difícil obtener la primera copa y el primer bocado. Ya no estaban las chicas de traje luterano. Como un año atrás, dos mozos llevaban alzado un largo tablón. Con una arbitrariedad concertada, lo bajaban y lo subían. La multitud se agolpaba tras los bocados. Masa de pan blanco o negro, cortada en pequeños pedacitos, con queso o algún fiambre ahumado; una vez, con una salchichita adentro. Agradable. Casi delicioso resultaba el bocado, el primero, el segundo, el tercero. Cada uno mediado por un intervalo. La distancia hacía al sabor. Porrones de cerveza. Botellitas de champán Chandón. Todo a la temperatura exacta. Un muchachito de baja estatura, con un porrón en la mano, resultaba ser un galán del cine y la televisión. Una muchacha, con una casaca abierta se movía en la escalera. Está vez sólo predominó el negro. Algunos recurrieron a colores; varios se esforzaron por llamar la atención con la ropa o con el peinado: no había otra forma de conexión, y por eso cada uno era un objeto para los ojos del otro.
Incorporaron una máquina (no estaba en la inauguración). Proyectaba imágenes en el techo y en las paredes. Cambiaba el color del fondo. Parecía dirigir los poderosos focos. (Con un reflector oscilando sobre mis ojos, la música rítmica, la gente apretujada, el espacio -que supo ser comparado con un sauna- me pareció, sólo por un instante fugaz, un campo, uno de esos campos.) Eran botellitas y la palabra Olsen junto al logo del lugar las que se repetían en las alturas. A la altura de los ojos, eran muchos ojos buscando ojos, mostración, exhibición poco facilitada por la dificultad en circular. Eramos todos objetos. Unos ridículos, otros soberbios. Mi amiga dice que jamás vio tantos hombres bellos juntos. Música electrónica, primitivamente rítmica, como dirigida por la misma máquina. Tal vez se bajaban o subían las tablas de comida por indicación de la misma máquina. Tal vez, en el año, todos nos integramos a esa máquina. La máquina crea ambiente. Crea el ambiente creado por los hombres. Pero van, vamos, al ambiente que crea la máquina. (Y la fugaz plenitud de estar a la deriva como un objeto distinguido como tal por esos otros objetos. Y ser una superficie para la proyección de imágenes. Y unir las figuras de abajo con las de arriba. Y estar en esa unión sin pensamiento de unión. Ya todos en el uno, y Olsen lo reunidor. ) Unos y unas, piezas de esa máquina. Desde cierta distancia no se distinguen dimensiones. ¿Las figuras? ¿La máquina?
Hacía menos frío al salir. Ya no había cartoneros en las calles.
(30.8.02)


(Un año después

¿Cyborgs? Seres que unieron la carne al metal, lo orgánico a lo mecánico. ¿No son ellos una obra técnica? ¿tal vez un signo de que la evolución técnica sea accesibilidad y fragilidad, imposición y predisposición a la destrucción? Desde una presunta Edad Media y una lejana, ajena e incomprensible creencia religiosa, desde el pasado superviviente en el mundo globalizado, desde allí los medios técnicos del mundo moderno se doblan, quiebran y aplastan.
Se produce algo atroz bajo el cielo más azul. Se repite. El mundo, espectador. Es lo más visible y repetido. Reproducido por los medios técnicos, por la televisión y la fotografía.
Unen sus cuerpos a aviones y destruyen torres (¿Babel?). Se destruyen. Se funden sus cuerpos y sus extensiones -las alas de los aviones- con su entorno -el acero de las estructuras-. Se aniquilan miles de vidas. La velocidad y el calor, dan paso al humo y a los escombros. Los restos, ocultos entre escombros.
No parece obra humana. Es otra etapa, diferente a aquella en la cual un piloto desde un avión arrojaba una bomba ( etapa en la que luego y quizás, una toma conciencia de la acción realizada originaba culpa). Ya no hay distancia entre el ser viviente y la bomba, ya el ser es el artefacto, ya unidos se destruyen para destruir.
¿Cyborgs? Como en una película del pasado, tras la venganza. Por el chivo expiatorio. Por la sangre de los otros. Por más escombros. Implacable, ciego, el mecanismo responde.
¿Cyborgs? Espectadores del nuevo ícono. Ya no el hongo. Es la chispa que provoca el choque del avión con la torre, el fuego, es la nube negra que avanza y que oculta (¿por cuánto tiempo?) al cielo azul. ¿Espectadores? Frágiles, tras un refugio. Aplastados, entre escombros, casi musulmanes (musulmanes, los que estaban dejando el límite de la vida en los campos de concentración del nazismo; los que no tienen derechos y van siendo pura sombra).
18.9.01)


Libros insípidos (Outlet en la Rural=liquidación de libros y desaparición de librerías)

Entre la mística y la psiquiatría, “De la angustia al éxtasis” de Pierre Janet, (1926, FCE, México, 1991), estudia la conducta de la emoción: la alegría y la tristeza, el vacío, el estado de inacción morosa. Lo hace a partir de cuatro regulaciones básicas: el esfuerzo, aceleración de la acción; la fatiga, un estrechamiento; la angustia, que es un miedo a la acción; y el triunfo, que es un derroche de la acción. Mejor, lo hace analizando a Madelaine, sus fugas, su delirio religioso, su modo de caminar sobre la punta de los pies, los estigmas de Cristo en La Salpetrière. De ella, su paciente por varios años, son todos los textos aquí citados; de ella, la miseria como ideal; más pobre que los más pobres, la pobreza, el sueño de Madelaine; de ella también los estados de consolación, el desinterés de la acción y la inmovilidad del éxtasis. Dice que “en esos momentos de luz el alma oye un idoma que no es de la Tierra... Son cosas inexpresables con palabras humanas...” Vuelta dulce la respiración:

¡Qué perfume satina el aire puro...! Yo estaba lejos de creer que los olores fuesen tan deliciosos, no encuentro palabras para expresar la dicha que he sentido al respirar los olores de la sala... en estos últimos tiempos es principalmente el olfato el que ha tenido goces; súbitamente he sentido perfumes desconocidos que me han embriagado. Nunca había respirado esos olores deliciosos; añaden un encanto nuevo a las voluptuosidades que tengo en la boca y sobre los labios.

Siente quemarse hasta la médula, se embriaga en un abrazo divino, se entrega al fuego que a veces tiene la forma de luz interior. Adherida a las cosas, unida por el delirio, los objetos devienen sujetos. Pero en la desgracia, bajo el hastío queda envuelta en la sequedad y en la inmovilidad, sin respuesta a sus suplicas, en la tristeza interior previa a la tortura. Ya es el veneno, el olor infecto que se apodera del país, y Dios, “único que podrá sacarnos del estercolero”. Extrema desesperación luego de la extrema alegría, un sentimiento de vacío:

No sólo el cuerpo está aniquilado, sino que el espíritu se nos escapa y el corazón va a morir. Todo es tinieblas en nosotros y fuera de nosotros. El alma no ve más y no siente más que la nada en la que parece que va a hundirse para siempre.

Maniatados en la inquietud perpetua, a propósito de nada, llevando a una mezcla de tristeza y de inercia, bajo el letargo gimiente, en el hastío. Tal vez un apetito de expulsión, la náusea. En el desconsuelo, en la inactividad morosa, bajo la fatiga más intensa e infundada. Tal vez un delirio de inacción, siempre un estrechamiento del espíritu, y no saber de qué se tiene miedo, mientras todo muere. Melancólica caída, reacción del fracaso opuesta al júbilo y la alegría que son reacciones del triunfo (en el caso del júbilo, se trata de una reacción exagerada y precipitada, sin la conciencia del juego). Inacción que lentifica; melancolía que desemboca en huida del acto, en su supresión y, por fin, en la supresión misma de la vida. Sentimientos simultáneos, manos como las de un dios, piernas como las de cualquier animal; y finalmente convertirse en tinta, ser una con ella, dejando de ser solemne, perdiendo la grandilocuencia, abandonando la acumulación de abstracciones, sin aspiraciones intelectuales, sin dependencia de la riqueza, la reputación y el poder, eso que transforma a las personas en cosas. Tal vez expresando alguna perfección a través de la fealdad; sin lugar en el cual permanecer, envuelta en lo fugaz, siendo la experiencia de un instante.
(11.12.02)


(Un año después II) Piqueteros

La Fundación tiene el agrado de invitarlo al cocktail de Fin de Año que se realizará el día jueves 12 de Diciembre a las 21 en el Alvear Palace Hotel.

Sabía que iba a estar Pablo y fui. Una copa de champaña al ingreso, el saludo de una Directiva, la presentación del Director, la invitación a pasar por la sede a retirar los últimos materiales. Y trajes azules y grises, y corbatas ajustadas. Un destacado abogado del fuero llega mientras el director me habla de un video sobre Alain Badiou que me quiere dar; le presenta un juez al abogado y a mí me deja con un catedrátido de psicología. ¿Serán de él los pelos? Parece un peluquín pajoso, semilargo, desprolijo por contraste a la ropa, rígidos los mechones de pelo, la barba punteaguda, tan artificial el anaranjado. Salido de una obra de Witkiewicz, con nombre gallego, en un salón rococó. Afeitado, con menos pelo pero más alto, con una mirada que se escapa, el profesor: dio clases en las cárceles, tuvo a muchos alumnos que también fueron los míos, nombra a personas que conozco. No lo conozco. No me conozco en ese lugar. Un grupo de gitanos (hubo un actividad con gitanos en la fundación). Ya me alejo, voy al fondo del salón, solo. Enseguida aparece Pablo. Enseguida él busca a otro invitado que estaría solo. La encontramos. El encuentra a más conocidos. Sushi y vino para mí; más champaña para Pablo. De la nada surge mi ex editor. Y se suman al grupo autores publicados y prontos a editar. Da vueltas una mujer negra, es Africa y tanta belleza que, por compensación, tiene un enclenque pasado en años y calvo. Lisa -la gay amiga de Pablo- y yo vimos a la negra con los mismos ojos. Los ojos de Lisa casi no los veía. Casi. Eran verdes (los míos son verdes). El pelo claro y fino (el mío, igual); tirado hacia atrás, sostenido por una media bincha de alambre. Flaca, zapatillas y pantalón ancho, de tiro bajo, claro como la remera, de textura sintética. Escrita, fumando, bebiendo. Todos tomando. Yo incomodado por un libro, con una mano inutilizada, la mano que lleva “Las nuevas Mil y Una Noches” de Stevenson, la mano que liga al príncipe Florizel de Bohemia, que me hace esperarlo acá, en el Alvear, en el centro de Buenos Aires, tan lejos del bosque de Graden y del pabellón de los médanos. Con Pablo, hablando de Wáshington Cucurto, repitiendo a dos voces, para los otros, la historia de la bailanta, del encuentro de Cucurto con la paraguaya que le ofrece su máquina de hacer paraguayitos. ¿Pretendo lucirme ante Lisa? Atolondrado. Discuten Lisa con mi ex editor: el pasado, los desaparecidos. A Lisa no le gusta el tipo. Como ya no es mi editor, podemos hablar de romanticismo eslavo. Desaparecidos. Me sorprende encontrar a Sergio. Le digo que me da náuseas esta vez no haberlo visto, como todos los años, en la marcha de la resistencia. Me dice que está vez tuvo un contenido mucho más consistente que en los años anteriores. Náuseas por estar en el Salón Regence y María Antonieta. ¿Quién paga? Tal vez haya una boda, quizás un suegro. Y apariciones: un amigo profesor en La Plata que hacía mucho que no veía; alguien que estuvo en la presentación que hice hace poco del libro de un amigo, y ese amigo que al instante aparece: es Luis, poeta, librero; con él, con su amigo -para mí Anaximandro (mi ex editor –ex porque decidí ponerle punto final al rechazo de mis textos- le va a sacar un libro sobre Anaximandro y la tragedia), como para él yo era Wittgenstein (y él se encargó de mencionar que en mi libro encontró muchos errores; le pedí que le enviara la lista al editor ahí presente). Ya tomando Absolut con hielo y jugo de naranja. Otro fugaz encuentro con el director: nos anuncia que al salón anexo acaba de llegar una delegación de piqueteros. La Aníbal Verón en el Alvear agradeciendo que la fundación donó un camión de materiales. Desconcierto, cada vez estoy más atolondrado. Le pido al barman que no me dé otra copa más. Al rato me desdigo. Ya la gente se iba. Se fue Lisa; se fue Pablo. Con Luis, de postres, soñando con libros en una mesa mientras el salón se vaciaba. Anaximandro y su editor, Luis y yo: los últimos en salir. Vamos a un bar. Ese de la Recoleta cierra ya. Vamos a otro. Caminamos. Tomamos. Vamos a otro. De un declive a otro. Y repetía el adjetivo patético.
(13.12.02)


Abatimiento

Se expande una paz mortal en este fin de diciembre, en este, el gris más oscuro del mundo. Confinado al diciembre argentino, en el tedio del tedio, mientras se suceden piadosas invocaciones (¿o existe algo diferente?) de los muertos en vida aferrados a sus posesiones. Amando el mundo que odio, también en el tormento de mantener la vida, el ardor sensual y sentimental, los hábitos, también la desesperada pasión de estar en este mundo, en este olor de miseria.
Teoría, según F. M. Cornford, originariamente significaba contemplación apasionada y comprensiva. Luego la metafísica salvaje se encargó de achatarla. El salvajismo del truco de la ocultación, la apariencia engañosa, el cultivo de la simulación, truco argentino sin teoría. En esa simulación, oscilando del placer a la pesadumbre. En esa salvaje ontología hay menos cosas en el cielo o en la tierra, hay menos personas y menos sensibilidad. En ésa, nuestra filosofía, la ocupación es reducción, y ella se hace socavando, debilitando, hundiendo, prescindiendo de toda contemplación apasionada y comprensiva.
Hay menos cosas en los sueños que en el cielo y en la tierra. Eso terrible es, además, redoblado por sueños terribles. Reducidos, esa pobreza es doble, es miseria lo que guarda, lo que se exhibe, lo que mueve y lo que adormece. No tardaron en aparecer las grietas de esta construcción negativa. Ridícula creencia en el mundo del truco, el engaño y la desaparición. Mórbida filosofía que sólo da cabida a un murmullo, a un vago escape, al ensayo, a las piezas irregulares e indigestas. Imperfecto y reprochable ensayo, arrebatado y apasionado al contemplar.
(23.12.02)



III
Las palabras, las ideas y las desapariciones


Sentir, evocar

Pero nosotros, ante lo acaecido, ¿qué debemos hacer? En el sentido estricto del verbo hacer, no se puede hacer hoy más que gestos impotentes, simbólicos y hasta poco razonables… Cuando no se puede “hacer” nada, por lo menos se puede sentir, incansablemente.
Vladimir Jankélévitch, “¿Perdonar?”

Ese sentir que disipa las nubes de una atmósfera de amnistía moral y posibilita reconocer a la catástrofe como inscrita en todos, que a todo lo socava. Y muchos creían que nada sucedía, y otros muchos que nada se haría. Pero la mística de la indiferencia choca con el horror renovado, con la ayuda que salva de la nada al pasado, que lo hace sobrevivir. Sentir ya como re-experiencia de la sensación, o mejor: como sustitución de una sensación faltante o trunca, que no experimentó la desaparición que corría suelta y se multiplicaba. Evocación que, previamente, exigió remover una propia intuición de la realidad pasada, que necesita un dato mínimo, un olor, una materialidad insospechada que abra el mundo desaparecido al presente. (Al invocar, en cambio, se apela a un poder de la palabra que presentifica lo ausente.) Una trama se hace de sucesivas y superpuestas manos de pintura, que se tornan cada vez más oscuras y menos transparentes. Por fin, el mundo pasado se suspende bajo el olvido y, tapado, no se deja que intervenga en el presente. En la noche queda el pasado desaparecido, en el paisaje sin coagular, en la atmósfera de putrefacción.

El método hasta ahora sólo se manifiesta como una condición fotográfica y documental de la memoria y del sueño. Una estructura imperceptible de realidad le presta la forma con que es posible aprehenderla. Sabemos hasta este momento que el método exige que el encuentro con las formas se realice en el ámbito de un sueño acerca de la realidad; o sea en el ámbito que está situado del otro lado del espejo de nuestra sensibilidad; del lado inconsciente o demencial en el que los secretos de la especie se depositan o se revelan.
Salvador Elizondo, “Cuaderno de escritura”

La dificultad de imaginar gente, la dificultad de imaginar desaparecidos (percibir al otro, condición para imaginarlo, pero el desaparecido ha sido despojado de su materialidad: ya no puede percibir, y percibirlo ya es percibir un eco). Bajo la hegemonía de pasiones tristes, presos de ideas sobre un deseo alienado, pasivo, las visiones y las idas inadecuadas expresan de modo mutilado la manera en somos afectados por la desaparición. Un espejo ya no más que astillas unas al lado de otras, que muestran su filo, que espejan piezas incongruentes de un rompecabezas, que debaten las últimas intrigas de esta gran desesperación. Mirar en todas las direcciones, y acariciar lo sensible con la inteligencia, ligar la sensación y aquello que la produce. Pero es tan difícil como raro.


Nosotros, hijos de Esma

La significación de la desaparición de los desaparecidos en los no desaparecidos. La evocación de un desconocido indescifrable y, más que el desaparecido, más que el desaparecedor, más que el vecino, la evocación de lo sentido por uno pero más allá de la subjetividad, en el encadenamiento de sentidos, en la inexpresividad. Ver, atender y escribir no la psicología, sino la fisiología de este fenómeno, de la experiencia emocional. De ahí evocar, hacer dispar esa experiencia. Dispar con este ahora sin vitalidad, dispar con esta tristeza compasiva.
No es sólo la desmesurada magnitud de lo acaecido lo que excede nuestra facultad de representación, sino también la ilimitada distancia subjetiva. Mediada la desaparición, aislado y perdido el interés de reconstruir el mecanismo en tanto que totalidad y por sus efectos últimos, quedamos como arrebatados de toda capacidad de producción de una representación de todo ello. Una capacidad ilimitada de desaparición se impone, se nos impone en un fondo desde el cual se contrae nuestra, por naturaleza, limitada capacidad de representación.
Y lo que es válido para la representación de lo acaecido, vale de la misma forma para su vivencia. Oscuridad, menor visión, y mayor, entonces, desproporción entre lo acaecido –lo producido- y lo representado; se oscurecen las razones y las causas del oscurecimiento. Oscurecimiento hasta la desaparición. Epoca de la desaparición es detención, empantanamiento en el oscurecimiento y en la desaparición. Y nosotros, seres oscurecidos, mantenemos en la oscuridad el oscurecimiento de nuestro mundo, mantenemos en la desaparición a la menor sensibilidad y a la creciente limitación de nuestra representación. La desaparición prosigue, se reproduce incesantemente.
Un sentir insuficiente. Aumentan sus tareas, disminuye su capacidad. Embrutecimiento como creciente insuficiencia de nuestra sensibilidad; creciente desfallecimiento, desaparición de nuestra sensibilidad, seguida no sólo por limitación de la capacidad de representación: también desaparece el sentimiento y la consciencia de responsabilidad. Así, sin traslucirse, la desaparición se expande libremente.
Bajo la experiencia de nuestra desaparición, sin experiencia ni representación y hasta privados de cierta consciencia de derrota moral. Una desaparición inconmensurable, máquina de la que somos simples piezas; hábitos de máquina; piezas que confunden su aplanamiento con lo pulido. Aún bajo la desaparición; no quedó en el pasado.


Representación (sentidos epistémico, artístico y político)

Indiferencia ante las dimensiones de la experiencia, quizás resignación a que la profundidad se pierda en el abismo interno. Ante eso que pasa se desvanece la autenticidad y la estabilidad intersubjetiva de lo pasado. Y la fuerza de la interpretación –y a eso queda reducida toda representación- se debilita (debilidad no necesariamente es erosión de sentido).
Enunciados testimoniales, estéticos y políticos, unos puestos en contraste con otros: esta perspectiva puede ser sostenida con la intención de producir efectos en un campo diferente. Si se alejan unos de otros, el horizonte de autonomía puede ser tanto el desarrollado por el positivismo lógico como el propio del constructivismo luhmanniano. Las líneas de fuga que, en sus recorridos contingentes, sigue el discurso también pueden alcanzar un entre lugar.
Un uso de las representaciones ligado a la jerarquía y la vigilancia, comienza a ser complementado por otro orientado al intercambio y a la comercialización. ¿Cualquier uso descansa en la visibilidad? Visión, sentido epistémico, dispositivo de control y de consumo, experiencia transformadora, espectáculo que domina todo el campo de representación (lo cual implica controlar el campo de lo desaparecido de la experimentación).
Entre huellas y sombras, en el vapor de las representaciones se producen efectos, se imponen gustos, se ensayan simulacros; simulacros que impulsan hasta el consumo de diferencias. El pasado, como diferencia, representa la falta del presente.
Las vivencias, intensas pero efímeras, superficiales aunque referidas a lo más radical. Todo consumido por una boca voraz que pocas veces degusta, todo reconocido por el mismo ojo de empleado de agencia de marketing. Pasado, objeto representado con nostalgia (impostura: el pasado cuando fue presente solía concebirse como un lapso subordinado a un futuro posible). Devenidos en museo, a veces el sujeto sufre una fiebre histórica; la velocidad y la atención no son ni subjetiva ni intersubjetivamente uniformes, pero todo al fin conduce al mausoleo. En el museo, la representación compensa la experiencia ausente. Pronto todo es vacío, materialidad hueca. Imágenes que encubren la ausencia de imágenes adecuadas: post-memoria, inclinación monumental.
Flema al porvenir. Semejante a un proceso de embalsamiento. No con un cadáver sino con un jirón de vida, con una vivencia. La representación, una suerte de morgue que resiste la volatilización a los ojos de las personas. Resiste, pero se vacía lo acaecido y los enunciados se mantienen como una vaina que envolvía otra cosa. Pierde materialidad, pero la representación –desmaterializada y sin densidad de ningún tipo- dura y apunta el porvenir. Llanura-desierto sin noche ni día, bajo el deseo constante de ser diferente y sin percepción de lo mínimo.


Vivencia de la ausencia (a cada día su propia angustia)

Según están ordenados y concatenados en el alma los pensamientos y las ideas de las cosas, así están ordenadas y concatenadas, correlativamente, las afecciones o imágenes de las cosas en el cuerpo.
Spinoza, “Etica”, Parte Quinta, Proposición I

Tomar una distancia pura, sin presencias, tomarla y desde esa lejanía sentir el valor de las personas, sentir una sensación sin percepción, sentir un sujeto y describir/corregir su unidad pétrea. Percibir ideas, percibirlas con la idea de que granos y granos de sensaciones harían/ serían tal unidad pétrea. Experimentar un estado interno y utilizar esa perspectiva como justificación: piedras como ideas de piedra, como átomos que componen un campo inmenso, un campo de piedra. Piedras duras, piedras causas, causas como camino poco diáfano. En el camino, alucinaciones o ilusiones afectan a los estados perceptivos, y causan que el dolor (acaecimiento objetivo ubicado en el espacio externo) no tenga vivencia; hacen que ese dolor quede ignorado. Sin sensación del dolor y sin conocimiento de él, sin vivencia de la desaparición.
Vivencias, entidades de naturaleza subjetiva, ideas simples; fenómenos, que equivalen a apariencias; cualidades sensibles, qualia, y las expresiones que componen el lenguaje serían, entonces, entidades subjetivas. En una clara privacidad epistémica, la desaparición excluida del mundo; y privados de un acceso privilegiado a las ideas de los otros, la certeza –también esta certeza de la ausencia de vivencia de la desaparición- quedaría reducida a una mera vivencia subjetiva.
Millones de seres realistas, para quienes el lenguaje y el pensamiento representan un mundo objetivo, representaron y siguen representando un mundo sin desapariciones. Mientras que una mínima cantidad de personas –madres, en especial- formulaba y formula enunciados cuyo valor de verdad era negado. Podía entenderse el significado de esos enunciados, aún a pesar de que quizás no habrían sido, por sí, esos millones de seres capaces de establecer el valor de verdad al carecer de los recursos cognoscitivos necesarios (aunque sin duda podrían –y pueden- contribuir a establecer su valor de verdad). Otros, antirrealistas, fabricaron una “realidad” en la cual tampoco se admitía la desaparición; fábricas de murallas al dolor. Tal vez unos y otros actuaron como si la relación entre el lenguaje y el mundo dependiera de la que exista entre pensamiento y mundo, un pensamiento que lo pintara todo ocultando su propia desaparición.
Ideas simples (como olor) y propiedades secundarias (color) que causan ciertas sensaciones, pero ¿qué causa aquella vivencia ausente? Y si las vivencias -y sus constituyentes- lo son todo, como sostendría un fenomenalista, la corrección, remoción y ampliación de las vivencias serían imposible si se le suma un internismo extremo (solipsismo). Habría, así, muchas vivencias (y muchas vivencias ausentes), y tantos “mundos externos” como ellas. Mientras tanto, los partidarios del “realismo fingido” hablarán como si existieran ciertas entidades: causas, términos teóricos y generalizaciones empíricas, a la vez que el “internismo comunitario” proyecta a los acontecimientos reales hábitos y reglas intersubjetivas desde las cuales sería factible describir paradigmas de corrección y de desvío. Cada metafísica, entonces, una diferente desaparición.
Significaciones primarias, sentidos. Significaciones secundarias, referencias. Quizás tales significaciones primarias sean epistémicamente privadas; más razonable resulta concebir a los sentidos como intersubjetivos. Sin familiarización o conocimiento por contacto (conocimiento directo que excluye el conocimiento de las características generales de lo conocido, un conocimiento por descripción), ¿cómo presumir la existencia de una relación entre los sentidos y los objetos reales por ellos determinados (tal como la relación de designación o de referencia que existe entre las palabras y sus referentes) a la cual llamar desaparición? ¿Así comenzaría una filosofía correctiva absolutoria?

(Filosofía correctiva: la Ley del Cra-cra, descrita por Ismail Kadaré en “El Nicho de la Vergüenza”, que prohibe las tradiciones albanesas, presentaba estas fases esenciales: eliminación material de la rebelión, la fase más breve; eliminación de la idea de rebelión; erradicación de la cultura; extinción o mutilación de la lengua; extinción o debilitamiento de la memoria nacional.)

Tras un arma positivista, tras una teoría científica, un mecanismo para predecir experiencias subjetivas, capaz de predecir el cambio de vivencias, persiguiendo la desaparición de vivencias. El mundo de objetos alojado en un fenomenológico cuerpo, unidad funcional de sensaciones, unidad del mundo físico y del mental en una dimensión mental; el mundo en la privacidad, todo reducido a sensaciones de un individuo acerca de sus propios estados mentales. Creencia subjetiva tal vez: un inductivismo pesimista que concibe a nuestras creencias compuestas de mentiras y de falsedades, igual que las creencias y los saberes del pasado, mientras un totalitarismo invertido hace desaparecer sentidos a los sujetos, deja a los testigos sin sentidos y hasta sin notas sobre sus pasados sensoriales. Alejado del externismo (falibilismo para el que la certeza no es una condición necesaria para saber; y el significado no sería por completo independiente de la verdad), el representacionalismo internista asigna prioridad al pensamiento sobre el lenguaje y funda el conocimiento del mundo externo en el conocimiento de los propios estados mentales, en este mundo funciona la máquina positivista de ingeniería agustiniana, que ubica objetos, especies y propiedades en la mente, donde las cosas son ideas. Para el internismo semántico, entonces, las expresiones que componen un lenguaje significan básicamente entidades subjetivas; sería un representacionalismo que hace del lenguaje un ideolecto, un fenomenalismo que sólo acepta la existencia de las vivencias y de sus constituyentes.
Si cada nueva teoría sobre la desaparición cambia el significado del término “desaparecido”, entonces no podría aprenderse más sobre los desaparecidos, ya que cada descubrimiento vendría a ser sobre algo de lo cual nunca antes se había hablado. A su vez, si los términos observacionales poseen en sí mismos una carga teórica, entonces su significado debe cambiar cada vez que se produce un cambio en la teoría. ¿Cómo aceptar, en este fluido permanente, los objetos postulados, cómo asumir el compromiso ontológico? Tal vez se conozcan implicaduras y significados estándar, que incluyan factores externos a la cabeza del hablante.
Sin relación directa con los objetos percibidos, una máquina entre nuestros procesos cognitivos y el mundo. Para la máquina, conocer un objeto –o una persona- es distinguirlo de otros. Cada cambio referido a objetos -o personas- altera el mundo de la máquina. Nombrar a una persona por un término singular, más precisamente, por un nombre propio, y esa referencia carece de sentido: su sentido es el individuo nombrado (referencia, conjunto de características individuativas asociadas a un término; referencia como significación del nombre). Desaparecido el sujeto de las vivencias queda el nombre. ¿Desaparece el sentido?
Sin individuos, sin sus vivencias (quizás causadas por acaecimientos), se reducen los “hechos” que componen la totalidad del mundo para un individuo sobreviviente, desaparece la vivencia de esos individuos; se concretan generalizaciones de aquello que conocimos directamente (vivencias). Un sujeto privado de conocer por contacto. Sujetos privados de conocer por contacto a sujetos desaparecidos. No reducidos a sus vivencias (ellos, desaparecidos), no reducidos a vivencias de ellos (vivencias de un sujeto referidas a un otro desaparecido): proyecciones. Entidades proyectadas a partir, en último extremo, de constituyentes de vivencias. Referencia, ya sujetos cuya existencia no se presupone más que de forma inmanente en los actos de representación, ya no presencia.


Mudo de piel

Espacio que aloja al dolor. Espacio idéntico, de identidad y de identificación. Espacio, suelo y cielo del sentir y del sentido. Desde allí, un oído. También un espíritu y alguna vez un cuerpo. Espacio como piel. ¿Quién sabe si son pensamientos los que conmueven o el camino arduo? Su cuerpo se ha vuelto un caleidoscopio que a cada paso le muestra formas cambiantes de la verdad. (Walter Benjamin, Cuesta abajo, “Serie de Ibiza”, abril/mayo, 1932.) Forma cambiante, alquimia de la narración que trasmuta al dolor. Un dique el dolor para la corriente de la narración; ella lo logra desbordar cuando tiene una fuerza tal de conducir todo lo que encuentra en su camino al mar del olvido feliz. Sí, ¿no podría curarse incluso cualquier enfermedad si se la dejara flotar lo suficiente, hasta la desembocadura, sobre la corriente de la narración? (W. Benjamin, Narración y curación, “Cuadros de un pensamiento”, 1935.) Sin corriente, en el laberinto, ausencia de apariencia, desaparición, catástrofe en permanencia: sin sentimiento que se corresponda, sólo con aureola. La niebla como consuelo de la soledad. Y ciegos, sin ver la desaparición desde adentro. Devenidos objetos, mercancías, trastos viejos que se van heredando. Empapados en veneno propio, cadáveres bajo la luna. Años ante una pared con la mirada apagada, con ojos privados de luz. No fue espera. Se trató de un tiempo uniforme, sin acumulación de experiencias y de sentimientos.

Solo. Con la conciencia de que no se puede salir de sí mismo. Se habla. Se está solo. Se escribe. Se está todavía más solo. No se comprende. Comprender es imposible. Dormir. Pero dormir también es imposible. En la oscuridad se abren los ojos. Solos, reducidos a un mundo vago de noche. Quizás un día se pueda respirar el aire. Quizás un día cese la amenaza de asfixia. Solo. Y se escapa la risa. Reírse de este ser ridículo. Reír ante esos muebles que no saben reír. Ante esos muebles repulsivos, gente de un país malogrado, atentos a su perro, a sus necesidades, a sus ladridos. Si es un hermoso perro. Si es un entorno de perros. No fueron equivocados los sentimientos. Una planta no está en la mentira.

No llevar flores. El perfume se evapora. En el aire, quarks, antimateria, partículas de recuerdo. Enferma el aire. El tragar lo más sencillo resulta atroz. Pasar el tiempo. Nada más. Dejar pasar. Esconder, dejar invisibles las huellas. Hacerlo con cortesía. Que el sedimento quede fuera. Ante la posibilidad de una distancia pura, sin presencias: una sensación de miedo, fragmentos de una sensación en cada parte del cuerpo. Sensación sin percepción. Intensidad de lo desaparecido.

Tener a la vista la desaparición, la invisibilidad e intangibilidad. Ver la oscuridad rodeando cada saber, a las luces traspasadas por las sombras. Aprender al arte de hablar con las cosas mudas. Mudar en el tiempo como aprender la imposibilidad de controlar el mudar del tiempo y, con él, de todo aquello que sostiene. Mudar, ¿huir al vacío? Se propaga un horror paralizante ante el cual ni las huellas de la destrucción se ven; se tienen a la vista aún pero no se miran, nada dicen, no se oyen. Mudar, perderse en pensamientos, dejarlos emerger, perderse para pensar, pensar y mudar.

Vapor que nubla el cerebro. Desvela. Tal vez silencia, conmociona y duele. ¿Conciencia de un pasado? ¿Rituales de fabricación de antepasados? Más lejano y más presente, más extensa y profunda es la raíz que liga. Alejamiento de lo concreto, evaporación que es condensación en la mudanza.

Muda de piel. Sentir con la piel muda. Piel ida que perdura, que reúne experiencias como dentro de un halo. Encuentro y reencuentro de uno con uno, piel como identidad, como hogar del nombre. Identidad como representación; representación como metamemoria. Una piel como representación. Piel más piel encarnada, representación y experiencia. Una piel para muchos, la piel de la memoria compartida, piel que ampara relatos, piel que se resguarda en razones. Piel trabajada por recuerdos y olvidos; piel modelada por herramientas de límites insabidos. Una piel como un perfume. La memoria como capacidad asociativa y emocional. Piel-museo, espejo de una sociedad, frasco de sedantes.

Esma, sólo posible en una gran ciudad; sólo en una gran ciudad es posible que nadie advierta la existencia de un campo de concentración en su interior. En una gran ciudad de piel débil, más y más piel enmudece y se evapora.

La escritura, semejante a un proceso de embalsamiento, procesa y convierte olores en tinta. Una desgracia que se volatiliza es artificialmente conservada en una cámara de papel. ¿Será capaz de hacer existir una vivencia?


Sedimentos de sequía

Suspender el texto, como si no llegara a ser por las vacilaciones y el arrepentimiento, por las refundaciones que lo hacen reversible y que lo ligan a una ilusoria edificación de uno mismo. Abandonarlo, como si sólo tuviera final acabado bajo la niebla más intensa. Percibirlo ya como forma sin vida. Percibirlo ya sin sobreentender el universo de experiencias que lo originó. Sombra de alejado sonido, espesa ausencia, silencio prolongado, tumulto de ocasos.
El texto pertenece , cualquiera sea la circunstancia, a la soledad. Es ajeno a una cierta agitación subjetiva en la que surge y a la que alimenta. Y no representan nada, ni siquiera una presencia bruta, y mucho menos la libertad de cambiarlo todo, pero siempre roza la libertad, apaña gestos prejudicativo y subrepresentativos, hace correr aire puro, densamente puro.

Un discurso de la impotencia teórica, propio de una distancia de todo, pero el discurso no es más que el comentario y la negación de esa distancia. Sin práctica ni objeto, personas que miran sólo proposiciones, juego fantasmagórico, simulación mágica que le confiere consistencia real a meras apariencias justificando su actividad en lo opuesto. Escritura banal que no supera la banalidad. Que llena huecos del mundo. Que hace huecos que no son bordes de mares y desiertos. Excluye a los que deben incluirse. (¿Cómo hacer comunidad con los que no escriben ni leen?)

Vacío en el vacío, tras otra textura, en medio de una llanura cuidadosamente vacía de toda huella de ocupación. Se expanden los olores y vapores de grasa quemada. Olfato y tacto en las antípodas del sentido visual. La carne y el aire sostienen a estos órganos.


Pasividad radical

Desde la materialidad textual, con una repetición desemejante, como si se fuera tras un testigo de aquello que no puede ser testimoniado, escapando de una comunidad inconfesable, escapando en un tiempo sin presente. ¿Cómo haremos para desaparecer?, preguntó Blanchot. Pero ya no. Son esas palabras las que toman lugar en esta pobreza, en este vacío, en este lugar sin contexto. Y todo remite a un exterior nunca presente en sí mismo, a un tiempo ya ausente, a un pasado sin retorno, a un futuro que nunca llega. Reducido a la experiencia de la ficción.
Para la concepción agustiniana del lenguaje, las palabras significan estando en lugar de las cosas (y están en la mente, donde las cosas pasan a ser ideas). Pascal señaló que la figura es la presencia en ausencia. La escritura, práctica de una ausencia. Escribir para desaparecer, para acercarse a la desaparición.
Un filósofo, dice Blanchot a partir de Bataille, es alguien que tiene miedo. Ya fuera del cielo cartesiano, en el infierno de los campos, aquí, cerca de Esma, ese temblor, esta náusea. Un murmullo del silencio, una densidad del vacío; por allí deambulan existencias sin ser que aún acompañan miméticamente a la desaparición (existencia sin existentes). El desastre tomó sentido (imposición de un no-sentido) y tomó cuerpos.
De la luz excesiva sólo queda lo auténtico: la ceniza, señaló Walter Benjamín. Esa luz: imágenes del exterminio y el kitsch del holocausto, mucho más que la oscuridad. (Primo Levi calificó a las poesías de Celan, salvo “Fuga de muerte”, como oscuridad estetizante, ya hastiado de elogios que hablan de que esos textos “suenan en el límite de lo inefable”, cansado de “densos empastes magmáticos” y de “denegaciones semánticas”.) Ceniza, no cultivo de la nada, no acompañamiento mimético de la desaparición, huecos, agujeros de la experiencia.

Los periódicos, las revistas de actualidad me hacen oír, cuando las abro, la indiferencia del porvenir, del mismo modo que se oye el ruido del mar cuando se acercan a la oreja algunas caracolas.
Maurice Blanchot, “Falsos pasos”

*

Ver al lenguaje como una jaula, una visión exterior. No ver al yo, inobservable (el sujeto no puede observarse en ninguna parte del mundo; el yo no es un objeto). Las reglas no son suficientes para establecer la práctica de respeto a los sujetos; también se necesitan ejemplos. Nuestras reglas dejan alternativas abiertas y la práctica debe hablar por sí misma. (Lejos de los ejemplos, bajo la insuficiencia de las reglas, en la creencia de la elusividad absoluta, haciendo desaparecer; tomando posesión de uno y otro, determinando su inexistencia, deshaciendo su materialidad e identidad, sellando la imposibilidad de conocer las propiedades de sus experiencias, bloqueando cualquier posibilidad de conocer las experiencias de los desaparecidos. Desaparición, experiencia privada, identificación privada. Fenomenología dictatorial, desaparición incomunicable desde cualquier lenguaje privado. Privado, en el lenguaje público, sin conciencia. El final de la tierra no está más lejos que allí, donde se inicia la desaparición. El campo, no de rebaño, de desaparición, infraestructura social. Ese espacio aún define.)

*

Una perspectiva local donde las experiencias no se describen como algo dentro de nuestra cabeza. Y esa descripción subroga a su referencia, de la misma manera que los signos proposicionales representan a sus sentidos. Tal vez no más que quimeras que distraen a los desdichados del placer de la tristeza
El blanco, ese ardor; lo negro como llagas, elementos simples, átomos como sentido sin necesidad de recurrir al principio de contexto. Quimeras que alivian a los desdichados del obstáculo semántico, del apego a las palabras.
Disputas sobre la legitimidad de las imágenes que empleamos para describir cómo habla del mundo el lenguaje. Quimeras que distraen a los desdichados del agobio de la turbación.
Filosofía, tristeza resignada. Entrevé a través de un cristal oscuro, representa el proceso de autodestrucción (qué necesario, qué difícil tachar una palabra, una expresión ya enunciada), socava, labra hasta el aliento, comprime lo sentido, reduce al máximo la percepción hasta que la conciencia se disuelve (no por las fáciles identificaciones; no por lo completamente otro).
Desde la más impura idolatría (imágenes en films y fotografías; también en pinturas lingüísticas) se puede alcanzar la contención absoluta, la desilusión de saberse autor, el sonido que crea el silencio, el punto de vista en reposo, la actitud pasiva (actitud estética por excelencia). ¿Quién ha mirado con tanta pasión hastiada?

*

Con los oídos embrutecidos, tal vez un sonido cree el silencio. Un momento donde cese la expresión. Y yo, y yo, y yo, y a mí, y mis. Rigor, preocupación por la brevedad, por la economía expresiva; captar lo contenido, limitar el campo de visión para hacerlo más profundo, para observar y atender, contemplar y escuchar para deshacerse de este papel envolvente de vacío.



IV
Doscientos años


De un centenario a otro

Nada. En esto, ni mi Stevenson ni mi Sterne me daban claridad. Tampoco la diaria conversación con gentes de moral frívola. Y cada mañana, en la Facultad, en vez de encontrar a un maestro, a un hombre cuya función es enseñar, encontraba a un señor o a varios, abogados, cuya obligación presupuestaria era “enseñar”. Hombres vacuos, petulantes y grises, sin sentido auténtico de la vida, algunos de los cuales, en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, hacían mofa ridícula de su propia asignatura, prefiriendo a otra cosa menos miserable y más decente exhibir ante los estudiantes el airecillo de un trivial ingenio burgués. Y de estos hombres, yo me acuerdo, no me olvido. He visto a algunos de ellos tener después mando en el país, levantar sobre tantas cabezas de buena voluntad su perspicacia cínica de medradores, demagogos y políticos. Y he sentido entonces, con terror, con miedo de verificarlo, que el país que los llamaba podía parecerse a ellos.
Eduardo Mallea, “Historia de una pasión argentina”

Como si el cambio sólo fuera real en las películas norteamericanas, mientras que el paisaje exterior y el universo interior quedan, acá, moviéndose en la misma y cíclica dirección. Soñar, bailar, mientras se rechaza al semejante. Todos tocados en la mancha de las conciencias paralizadas, y cuando queda la compasión y el desprecio ya nadie se toca. Y luego explotar: ¿cómo convertir el resentimiento en justicia? Se extiende el esperpento en la marcha de seres que arrastran miseria.
Desde la habitación visual un muro impide percibir la alteridad, anula la alteridad física y temporal, suprime la alteridad del pasado respecto al presente (y en esta alteridad, hasta la velocidad de la luz dejaría de ser constante). Produciendo ficciones (eso que hace del lenguaje el supremo peligro) con vehemencia ontológica, sucumbiendo a la atracción de las soluciones, ante la gravedad de la ideación (paliativo para el ansia de decepción). Produciendo crisis (por la incapacidad crónica para trazar y mantener una política fiscal razonable, por la sobrevaluación cambiaria, por el cese del financiamiento y del ingreso de capitales, por el sobreendeudamiento, por la ruptura del pacto fiscal de parte del mismo fisco que permite la evasión de los grandes contribuyentes, por la subordinación de las reglas generales a los intereses personales de políticos, banqueros y empresarios, por la inoperancia política, por las profecías negativas autocumplidas, por la desatención colectiva, por la racionalidad utilitaria y egoísta, por las raíces y la costumbre antropófaga), a la deriva, sin horizonte, quemando el parqué, consumiendo las reservas, contando chismes, en torno a la basura.
Sin el camino cartesiano y el método para la inspección del horizonte desde un comienzo puro y primero, el comienzo que no tiene tras de sí otro inicio. Con mutilación y una fiebre casi imposible de articular, en esta desesperanza, en el hambre, humillados, desesperados y desalentados. Luego de dormir en vagos bienestares se percibe el extravío. Antes silenciado, el extravío persistente –como el mutismo, camino del no reflexionar-; sólo cesa ante una esperanza siempre más débil y efímera que la pasada, cada vez más infundada. Cerca del bicentenario, sin fiestas ni euforia, es armonioso el lamento.

(Cerca de centenario, Antonio de Tomaso -en Revista “Nosotros”, 1913, incluido en Leumann, Borges, Martínez Estrada, “Martín Fierro y su crítica, antología”, Selección, prólogo y notas de María Teresa Gramuglio y Beatriz Sarlo, CEAL, Buenos Aires, 1980, p. 39- dijo que el Martín Fierro no resonaba para los argentinos, “porque las ideas y sentimientos de hoy han cambiado fundamentalmente con las transformaciones habidas en el país: la consolidación de la propiedad y de la autoridad, el preciso deslinde de los campos, la mejor organización de las policías, el desarrollo de la palabra escrita y de las comunicaciones, el colosal desenvolvimiento de la agricultura, actividad tranquila, tenaz y estable, el oleaje inmigratorio que se ha transvasado en el cuerpo del país, etc. De intento he mencionado cada uno de estos hechos. ¿Qué pueden ser para los argentinos de hoy, aun para los criollos típicos -¡tan pocos!- que haya en la campaña, para los descendientes directos de Martín Fierro o de Cruz, la ‘partida’, el ‘contingente’, el ‘entrevero con la polecía’, el comandante o juez de paz que requiebra y quita la mujer al paisano, la ‘indiada’ y todos esos hechos que forman el telar en que se teje la vida del gaucho legendario, su puñal y su caballo? Todo eso pertenece a un mundo que se va, que tiene que irse, si es que todavía existen algunos de esos rasgos, en las regiones más bárbaras y desgraciadas del país”.)

Geografía rígida, seres llenos de noche y apenas educados, sin siquiera el recuerdo de un hogar cálido, a merced de líneas de fuerza y siempre en el fracaso. Intelectuales que una y otra vez adhieren a esas mismas líneas de fuerza con la ilusión de orientarlas; que una y otra vez fracasan, como fracasó Alberdi, como fracasan los economistas egresados de las renombradas universidades norteamericanas, como fracasan los que desde izquierda o derecha adhirieren a la fuerza del peronismo para orientarlo y así orientar el país. Geografía del uso faccioso del poder estatal, del quiebre del orden político, del personalismo como rasgo de los movimientos políticos desde siempre, de la retórica vacía y las tibias aspiraciones. Seres todos con capacidad limitadísima de reacción, oscilan entre la pasividad indiferente y resignada o la furia despectiva, destructiva, autodemoledora. Y siempre la misma petulancia de la clase media (aun pasados los breves momentos de prosperidad). Y los dirigentes tradicionales, una y otra vez, regresan, manipulando el ingenuo nacionalismo (hoy herido). Y las actitudes políticas opuestas se derrumban por su propia debilidad. Y el país termina pareciéndose a ellos, a esos cándidos siniestros. Y la cultura de esas capas medias, una ficción de refinamiento. Y caen y se suceden las modernizaciones conservadoras que siempre hicieron posible la supervivencia de los privilegios.
Y la ficción de la pura negatividad de la realidad que nos habita; negatividad a ser dominada, nunca dominada y frecuentemente aceptada en bloque, renunciando a cualquier transformación. Ineficaces las verdades de los grupúsculos ilustrados; eso informe llamado realidad siempre se desborda. Y siempre un colectivo que, como ya hace mucho lo advirtiera Tulio Halperín Donghi, mantiene una ingenuidad infinita, como la tenía cuando del desamparo rural llegó y recibió algunos beneficios de la vida urbana. La eficacia del grupo dominante atrae. Y tanta mansedumbre de millones de ciudadanos, sedados con apenas la voz que transmite dosis de nacionalismo moralista, que endulza un pasado también amargo. Siempre una existencia que es borrador de otro destino mejor.
Más amenazas que optimismo en los umbrales del segundo centenario. Sin acumulación de experiencias y de saberes, cada generación contra la otra. (Desaparecidos durante la dictadura; jubilados sin derechos después; y ahora los chicos –ya que, como advirtió Ezequiel Martínez Estrada del Martín Fierro, la paternidad espiritual desaparece y los hijos son siempre huérfanos.) Sin ideas, los ideales cada vez más vaporosos. En esta adolescencia mental, en este espacio culturalmente vacío, en una Argentina de máscaras, propensa a la circularidad repetitiva, a un fatalismo telúrico.
Eco de Raúl Scalabrini Ortiz en la habitación sonora: Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron, falsas las creencias económicas que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran. Pero sin esperanza de alcanzar la predicada virginidad mental, simulando y disimulando. Habitación desnuda, Argentina /doscientos años de qué sirvió/ tanta gloria, tanto fútbol/ tanto vaciamiento, tanto vacío. El desierto avanza. La noche y el frío apenas ayudan a sumar fuerzas y resistir el desalojo. Ante los ojos, ante el enojo de multitudes alojadas en distintas habitaciones, todo se vacía. La desaparición prosigue.


El empleo del tiempo

La fecundidad espontánea de la Naturaleza no sólo ha hecho al hombre confiado en la buena estrella y en la amistad influyente, sino que lo ha incapacitado para organizar sobre un plan industrial la explotación de su actividad de pueblo soberano.
Ezequiel Martínez Estrada, “La cabeza de Goliat”

En plena fiebre del dólar percibir a la Argentina raigal, su sin sentido, el absurdo. Advertir la amenaza. El país y la ciudad, los recursos naturales y culturales, rápidamente destruidos, como si sólo hubieran tenido existencia en la sugestión (Murena señaló que se trataba, en el caso de nuestra ciudad, de una construcción mortífera porque hace mucho que abandonamos la ciudad interior). En manos del azar, con multitudes heterogéneas que hacen lo único inmutable: crear series, series que se suceden careciendo de un sentido totalizador, careciendo aun de sentido fragmentario, sin interés por el cultivo y la edificación. En la línea contable, en rojos patacones; en la línea de la lucha por la vida, sin polis, por políticos y policías. Todo está más atrasado de lo que estaba. Todo arrasado.
¿Habrá sido, como sospechó Alberdi, que la educación, la educación superior, fue una de las causas del empobrecimiento permanente de Argentina, por la dirección que ella da al empleo que sus habitantes hacen de su tiempo y de sus actividades? No se logró que echara raíces una cultura fundada en el valor del trabajo. Ajenos al esfuerzo y a la atención, huyendo del sudor, en el goce embotado, tras el instante evasivo o especulativo, sin esas nuevas costumbres, como llamaba Alberdi al resultado de la lección muda del ejemplo que surge del silencio fecundo de la vida privada. Todos los aparatos ideológicos en crisis, por comenzar la familia, el hogar doméstico descompuesto y en general inexistente, y también la educación primaria que a lo sumo se reduce en una comida por cada día hábil, en los escasos meses de un ciclo lectivo sin libros y con simulación de utilización de nuevas tecnologías. La universidad, tan querida, casi reducida a entretenimiento, a mero consumo de energía.
Buenos Aires, en el final del aire. Quien lo respire de ello muere. Con los sentidos atrofiados. No es saciedad; eso se cura con variedad. Es embrutecimiento, y la atención requiere comprimir lo sentido, reducir al máximo la percepción sensitiva hasta que la conciencia despierte, y esto no se logra por las fáciles identificaciones ni por lo completamente otro.
Como si el final de la tierra no estuviera más lejos que allí donde acaba un arma, o allí donde termina el valor de un billete. De una quimera a otra, a la caza de vidas y de bienes, destruyendo, representando a cada paso el monstruo despótico que uno y otro, que cada uno venimos a representar en este simulacro de orden social en el que nunca nadie confió plenamente. Sin la costumbre de seguir reglas, de compartir reglas, con normas pisoteadas por unos en contra de otros, y otros que reclaman lo inverso para hacer lo mismo, sin conmiseración, sin intercambio de emociones.

(Una normatividad fundada en la hostilidad, en diferenciar al amigo del enemigo. Otra, muy diferente, fundada en la hospitalidad. Ismail Kadaré, en “Abril quebrado”, expone la ancestral y coherente costumbre albanesa que carga de obligaciones a quien el azar le presenta un huésped en su portal; entre esas obligaciones está la de vengar al amigo asesinado dentro del espacio del pueblo en el que debía de ser protegido por su anfitrión. La venganza -más que autorizada, obligada- es proseguida hasta la aniquilación de familias vecinas. Y todo, en origen, por la hospitalidad. O más, por el apego a las reglas.)


1976, el origen

Nada de política: estoy empachado con ella. Me da náuseas cuanto veo y oigo. No es poco alivio poder distraerse, apartarse la vista de tanta inmundicia y sangre, haciendo excursiones poéticas. Después de haber renunciado por tanto tiempo a la poesía, estoy casi tentado por desahogo, por desesperación, por no sé qué … a engolfarme todo entero en ese mundo ideal. Vale más eso que revolcarse en la pocilga, blasfemando y gruñendo, como uno de tantos puercos.
Esteban Echeverría, Carta a Alberdi

Desde ese origen de esta crisis cada vez mayor no se advierten ni la inteligencia ni ese “argentino que se levanta” de Mallea, ese argentino invisible que aspira a otro destino para el país. Unos, dentro del desierto metafísico y presos de la angustia, poseídos por un vaporoso “espíritu de la tierra”. Otros, en el camino ya transitado, mirando con ojos desvelados, estancados o estacados. Todos sin brújula política, bajo las nubes del cansancio, de un hartazgo derivado de la fraternidad de la sociedad política en contra de la sociedad civil. La política esa los hermana en el crimen, prosiguiendo el camino abierto en el 76. ¿Cambio de valores? Nadie se suicida como en la década del 30. El Poder Judicial ineficaz como bajo la dictadura. Legisladores y gobernantes como costos que derraman palabras vacías.
Y más, cada vez más cajas negras acumuladas en cajas inmensas. Cajas que se derrumban, que guardan a generaciones divorciadas entre sí. Acumulación, en las cajas, de las mismas esperanzas, las mismas pasiones, las mismas frustraciones, la misma superstición, el mismo retardo de nuestros ciclos. Resignación estoica para la muerte violenta. El crimen no ha dejado de bailar tango, ese espectro triste. Y cada día, menos trabajo, menos riqueza. Resignación, decadencia de ilusiones y de falsos destinos de grandeza.

En mi país y fuera de él hay muchos hombres patriotas que están creyendo todavía, que la edad de oro de la República Argentina está en el pasado, no en el porvenir.
Esteban Echeverría, Carta a De Angelis


¿Cómo puede el pez cansarse del agua?

Una detención cuando todo estaba tan pulido. Lo rústico parecía en vías de extinción. Sin embargo, como todo pasado, ese muestra una aridez que se agudiza con la percepción del presente. Y siempre la espera de la novedad, mientras las experiencias permanecen desunidas como si no compartieran nada.
Y dejado eso así, abandonado por la desaparición del trabajo en el campo del ruido. ¿Cumbia donde había rock? Sin diferencia, es todo ruido que ausenta al silencio activo, audible, ecléctico. Sin ese silencio tan necesario y capaz de implicar aun a los no presentes, capaz de evocar a los que fueron hechos indescifrables al ser arrojados debajo de este, otra vez, presente penoso que era, con ellos, futuro.
Disparidad. En una esquizofrenia espiritual, bajo la aguda sensación de dos mundos opuestos. Un mundo de causas, otro de culpas. En este, sin sujetos responsables, sin acciones y actividades con consecuencias.
¿Verdad y belleza? A veces grises impurezas, conjuntos vacíos, nebulosos. Precisión. Precisión aún sabiendo que raramente la experiencia alcanzará una forma expresiva plena. Precisión, acción finalmente decisiva. Pero privados de la verdad y de la belleza, por la verdad y la belleza del mercado. Oscurecidos por palabras que no dejan ver, como hechizados, bajo una propensión. (De la misma naturaleza que la propensión que dio a luz el mercado. ¿Propensión al trueque, la permuta y el intercambio de una cosa por otra? ¿Propensión o norma? Imposición artificial que ejerció la fuerza para vencer oposiciones, que cedió en parte a “contramovimientos colectivistas” que desarrollaron una gran transformación fundada en la defensa de intereses sociales básicos, en la reorganización política y en la autonomía de las personas -estado de derecho.) Y sin contramovimientos. Eficaz imposición de esta propensión al fracaso que desarrolla la desesperación egoísta por escapar, por correr por delante de los otros, por pasar por encima de los otros; propensión a estrellarse. (Propensión decenal. En los años veinte, describió Karl Polanyi, “el pago de la deuda externa y el retorno a monedas estables se veía como la piedra angular; ningún sufrimiento privado, ninguna infracción a la soberanía estatal se veían como un sacrificio demasiado grande en vista a la recuperación de la estabilización monetaria”. Pero en los treinta, se hicieron moneda corriente el repudio de las deudas internacionales y las doctrinas del liberalismo económico. Otra vez igual, desde los noventa. El ciclo de cambios en los ejes de la política económica como el péndulo que mueve al estado y a la sociedad de un extremo a otro, volviendo siempre con más peso, con menos energía, con más dolor.) Más precisión. Testigos del dolor, millones de conciencias son testigos, como si no fueran cuerpos-consciencias involucradas en este mundo, como si este mundo no fuera imputable a todas ellas. Precisión: una extensión despoblada de responsabilidad. Precisión: un léxico pobre y una inteligencia torpe habían de ennegrecer el cielo, el horizonte y las aguas. Todo ha perdido el color. Y el retorno de lo mismo siempre es dolor, más dolor.

La propiedad sobre las cosas, la autoridad sobre los hombres, las relaciones entre los habitantes, el tráfico de las mercaderías, la familia, estaban sujetas a imprevistos cambios, como plantas recién transplantadas que podían prender o morir.
Ezequiel Martínez Estrada, “Radiografía de la pampa”

De la conquista a hoy, ya más que ese 1933 en que E. M. E. culmina su Radiografía, siempre pasar, extraer riqueza, hurtar y partir. De los aviones se descargó el dinero que se lavó o se gastó en viajes y consoladores electrónicos. Salió multiplicado, más sucio, sigiloso y clandestino, con ceros agregados a la deuda del país. Y la mayoría, como los indígenas en el pasado, rendidos, a los pies de delincuentes, sometidos a sus exigencias, secuestrados antes del secuestro, desaparecidos después de no desaparecer. Todos barbarizados en una escala de valores apócrifos, marchando atrás de dólares, atrás de vidrios de pantallas, sumisos, evasivos, conservando sólo aquello que exigía menos inteligencia para conservar huecos unidimensionales. Siempre, la borrachera con sangre humeante. Siempre, la imposición de imprevistos cambios. Siempre, el dolor y la barbarie en crecimiento. Si hasta la lucha contra la barbarie ha sido convertida en ocasión para extender el desierto de la brutalidad.


Hunos argentinos

... ya no eran perros, sino chacales. Fue preciso organizar expediciones militares para combatirlos. En pocos años retrogradaron centenares de siglos.
E. M. E., “R. …”

¿Nuda vida? Todavía en el desencanto que lleva a destruir todo aquello en lo que se confió. Entre el rencor y la resignación, los hijos heredan decepciones. Errantes, de una decepción a otra, en el embrutecimiento, en la miseria observada y cuantificada. Nuevamente, el vestido legal sobre maniquíes apiñados, sobre materia inadvertida. ¿Identidad? Identidad de señores embotados, de siervos a quienes la angustia y la explotación no les provoca ninguna voluntad de cambio, ninguna reflexión. Sólo picardía, sensualismo hedonista primitivo. De la boca al oído se contagia la desconfianza y la angustia. Escombros, inmensa fábrica de escombros. Se forjan escombros sobre escombros. Y siempre un recomienzo (refinalizando, también siempre).
Saqueos que reviven saqueos, esos saqueos que estaban en cada acción de las guerras civiles posteriores a la Independencia. Soldados que saquearon: el general Paz recuerda a unos; los familiares de desaparecidos recuerdan a otros. Policías que saquean. Hijos de la barbarie que cultivan la barbarie. Hijos, entonces, sin infancia ni juventud; hijos del empobrecimiento de la sociedad, hijos del enriquecimiento de unos pocos.
1982 fue el final de las disputas armadas, pero el ciclo de violencia –que se condensa en esa cifra, 1976- se prolonga en la economía, la política y el derecho, y afecta directamente a la mayoría de la población. Tras celdas de desesperación e indignación, bajo la sensación de riesgo (las disputas armadas ya no son para tomar el poder, sino que se dan dentro de una sociedad civil que se consume como en un eterno retornar al estado de naturaleza), bajo la arbitrariedad, bajo la soberanía del atraso. Es la pobreza arrojada con la que se cubre el país.
Aislándose en el aislamiento, con vocación de improvisar, sin gestar ficciones capaces de construir otra realidad, todo se desvanece en el estruendo de las palabras. Se abandona bajo la certidumbre de la derrota. Se abandona la comunidad de los humillados, y el contacto se reduce a la humillación.

Nunca se comprenderá bien la psicología del gaucho, ni el alma de las multitudes anárquicas argentinas, sino no se piensa en la psicología del hijo humillado, en lo que un complejo de inferioridad irritado por la ignorancia puede llegar a producir en un medio propicio a la violencia y al capricho.
E.M.E., “R. …”


Se anonadó a sí mismo

Supongamos ahora que esta mutilación irremediable sea obra misma del torturado. Seguramente, no tendréis aún más que una idea muy burda del remordimiento: en efecto, el remordimiento es un sufrimiento del alma y no de la carne, pero habréis comprendido la calidad particular de desesperación que se agrega, para el escrupuloso, a la irreversibilidad de su mala acción. Algo irreparable va a existir por mi culpa; aquí la complicación proviene de este acto positivo de mi libertad que rompe una continuidad ya irreversible por toda clase empresas sin retorno. Todo un mito de la Curación va a constituirse en nosotros en torno de la necesidad nostálgica de compensar, de deshacer y de nivelar.
Vladimir Jankélévitch, “La mala conciencia”

Sujetos pasivos de aquello de lo que fuimos espectadores, en la semi-conciencia y con la marca del dolor -la impotencia- sufriendo, única manera que tiene la conciencia para actuar sobre este pasado. Y sufrir, como lo señaló Paul Valéry, es dar a algo una atención extrema. No hay manera agradable de sentir la desaparición. La conciencia dolorosa es apasionada, no es una conciencia intelectual (conciencia espectadora, que contempla desde la máxima distancia hasta a la miseria extrema y al dolor mayor), no siempre llega a ser una conciencia para sí (sólo se logra a través de otra conciencia). No es ésta la conciencia de la clase media argentina (en la conciencia de la clase media su amor propio se apoya sobre la conciencia de ser la representante general de la mediocridad filistea de todas las otras clases, y vive de la conservación de todas las mezquindades; y vive en el temor, y pide seguridad. No está vuelta hacia el pasado, por eso no siente remordimiento. Es una mala conciencia que quisiera salir de sí, pero sólo a ella misma encuentra, que siente repulsión, pero que no puede alejarse de su propia imagen. No siente remordimiento, pero no puede evitar la inquietud ante los problemas que rebotan y vuelven una y otra vez sobre su desgracia. No tiene la consolación del saber, por eso no pueden fijar la inquietud en las cosas. Se repliega sobre sí, pero no disipa su agitación estéril. Crea una imagen ilusoria de su pasado, y aniquila la posibilidad de remordimiento, y alimenta una vergonzosa nostalgia. No. No hay remordimiento. No se odian a sí mismos). ¿Quién se halla preso por el sufrimiento puro, por la enfermedad desesperada? El remordimiento es la falta misma. No es arrepentirse (ello es siempre posar un poco: la mala conciencia complaciente saborea su desesperación como un espectáculo, coquetea ante un espejo, dice Jankélévitch). Es estar, existir ante lo que no puede alcanzar un pensamiento de regeneración, ante la
obra imposible de deshacer, ante la desaparición que prosigue. ¿El olvido como remedio? Si el vacío, los huecos son la condición misma de la memoria. Tal vez la maduración de la desdicha. Pero si siempre es minimizarse y dejar que se atraviese el umbral de la nada. El dolor no es un remedio. El remordimiento dice demasiado tarde aquello que no habría que haber hecho. El remordimiento no dirige toda la conciencia, sin embargo es un síntoma de curación, es vivir en la conciencia el sufrimiento de no haber sufrido, de no haber impedido. El remordimiento asfixia, está en la desaparición, es la conciencia de lo irrevocable de la desaparición, es la imposibilidad de deshacerla. No es una miniaturización de ese pasado, es la desaparición misma. No es una representación; no es un regreso al pasado. Nunca desapareció, la falta siempre en presente. No desaparece la falta, pero los individuos desaparecidos fueron dejados en el umbral de la ausencia y de la inexistencia. ¿Cómo decirlo diáfanamente si ya hasta las palabras son controladas por el mercado, si la responsabilidad sigue desapareciendo, si el discurso del liberalismo económico ha eclipsado al pensamiento político?
Los vicios privados no han sido virtudes públicas. La educación pública no ha sido fuente de ciudadanos virtuosos. Obedientes ante el soberano y crueles ante el semejante, la desaparición es el paso más radical en la historia de los argentinos. Es, también, un extraño hápax: no ha tenido, se podría pensar, más que una ocurrencia, y sin embargo todo el pasado, este presente y aun el futuro están marcados por la desaparición. Y sobre esta desaparición se sustenta Argentina. Oculto el sustento, la desaparición todo lo arrastra, y hasta enterrará a los que viven –y que quizás sean los únicos seres que sientan como vivos- bajo la dolorosa estrella del remordimiento.


Atolondrados

Hijos o nietos de inmigrantes rencorosos –estos, desprovistos de valoración social y de carrera política, pero con la adecuada ambición de respetabilidad para llegar a ser “empleados” de clase media-, carecíamos de la alcurnia de las “varias generaciones de argentinos” por detrás; así como tampoco poseíamos, por un lado, la paciencia, la fraternidad y la lucha obrera, y, por el otro, la violencia y el tremebundo humus del lumpenaje. Dotados, por el azar feliz de lecturas novelescas, de cierta perspicacia y delicadeza…
Carlos Correas, “La operación Masotta”

Sucumbiendo al horror que nos inspiramos, enterrados en el provincialismo intelectual -que nuestra propia acción de enterrar ocultaba-, dejando que la frivolidad y la corrupción reinaran en los 90 quizás como manera de olvidar los fracasos de esa década previa en la que los hoy cuarentones serviles pasamos los veinte. De Malvinas a la economía de guerra, de la salida militar a la hiperinflación: todo preparó lo que vendría. Y pasamos imperturbables, entre el crimen y la limosna; insensibles, bajo algo impenetrable; corteses hasta el absurdo; atolondrados.
Tal vez César Aira haya sido el novelista de los noventa: utilizó en sus relatos la maniobra de dar a entender que tenía algo difícil que expresar, para tomar un camino indirecto, demasiado complicado para no ser cierto; pero se trata –como lo confiesan algunos de sus personajes-- de mentir con la verdad (y viceversa): mentir con la verdad y viceversa: tal el gesto de los noventa. Una ironía superficial, autocomplaciente, pasatista. Y un desenlace precipitado. (Diciembre de 2001 y el enero siguiente son equivalentes a los finales de la casi totalidad de novelas de Aira escritas a partir de “La liebre”.) Un final gratuito, una agitación insensata.
Siempre la desaparición como sostén, como avance, pero sólo un loco podría adoptar lo real de esta realidad. Persistiendo, entonces, en la inocencia: ahorristas inocentes, turistas inocentes, empresarios inocentes, banqueros inocentes, políticos inocentes, empleados y gremialistas inocentes, docentes inocentes, curas inocentes, policías inocentes. Ideas, prédicas inocentes: discursivas y reflexivas, afirmativas; deshaciendo lo equívoco, lo sospechoso, lo polivalente, lo exasperante; haciendo sentir que algo definido puede hacerse: así se descendió a la fraseología, la mutilación, la unilateralidad, la repetición, el entristecimiento; así se transformó el ímpetu en hastío. En libros, periódicos y aulas el entendimiento se escindió de los afectos. De libros, nuestra delicadeza que choca tanto con la crueldad, que se parece tanto al embrutecimiento.



V
Ensayo y ficción


Intuición y mitología en Martínez Estrada

Quien, soñando, dijera “sueño”, por mucho que hablara de un modo inteligible, no tendría más razón que si dijera en sueños “llueve” cuando está lloviendo en realidad. Aunque su sueño estuviera en realidad relacionado con el ruido de la lluvia.
Ludwig Wittgenstein, “Sobre la certeza”

De pura retórica y gratuidad son acusados los ensayos, de hundirse en sentimientos y dejar la razón vacía, que conmueven sin construir nada. Aunque sus palabras estuvieran relacionadas con el mundo. El ensayo, desierto que rodea al saber y se le insinúa en sus entrañas hasta vaciarlo de certeza. Si logra mostrar lo visceral como arena que se escurre, jamás podrá desplegarse desde esa misma fuente desnudada; consecuentemente, no buscará un fundamento para el vacío que halla en las tinieblas de las certezas. ¿Acaso sería pertinente reprochárselo, reducirlo a la más abominable literatura o, peor, a forma hueca de racionalidad, a morada de la sensibilidad y refugio de la contemplación pasiva? Como si fuera posible construirlo tan cerrado en sí y a la vez con el extraño poder de fascinar desde una ilusión que asfixia al conocimiento de la sociedad en la trama de la eterna repetición, a la vida en el destino, a las fuerzas que pugnan en fatalidad regresiva o estados de ánimo. No, no es atracción ciega; cuenta con una capacidad de atención y de narración, pero ciertamente esa capacidad que sólo se concreta en escasos ensayos. Por eso poco vale el hablar en general.
Juzgado por desviada ficción que se cierra al despliegue de la historia y la sociología, por mera comprensión esencialista que nada explica, Gino Germani, héroe modernizador del conocimiento social en el país, desde la revista Confirmado del 16 de julio de 1965, sentenció: “Hice un análisis de toda la obra de Martínez Estrada para ver que había en ella de rescatable. No hay casi nada.” Juan José Sebreli, en “Martínez Estrada. Una rebelión inútil” (Catálogos editora, Buenos Aires, 1986), señala que “las idas de Martínez Estrada no eran sino metáforas y exclamaciones.” Intuitivismo lírico, irracionalismo telúrico, fatalismo spengleriano, mesianismo apocalíptico, novelista frustrado, tales las tachas que le formula Sebreli desde una retórica del rigor que excluye del discurso racional a todo lo que huele a poesía, ficción y expresión. La pestilencia del ensayo, ficción que además de no explicar oscurece.
H. A. Murena señala que Martínez Estrada se esforzó por superar maniqueísmos y buscó las raíces de los problemas argentinos en toda la comunidad. En respuesta, Sebreli señala que así se diluyen y dispersan las responsabilidades por los males argentinos, favoreciendo a la clase dirigente. Emergente del neorromanticismo que suele brotar de las crisis, Martínez Estrada, en el severo juicio de Sebreli, “era un novelista que optó por el pensamiento, que intentó dar forma lógica a lo que no eran sino mitos, definir conceptualmente lo que no eran sino alegorías, presentar como si fueran cosas y hechos lo que no eran sino símbolos y metáforas” (op. cit., p. 18). Wittgenstein y todo lo que después sucedió en la filosofía contemporánea, podrían invertir la crítica, hacerla implosionar; pero ahora no se trata de esa cuestión sino de volver , como se vuelve frecuentemente, sobre la obra de E.M.E., volver a ella para interpelar este, otro presente de miseria, de desierto de ideas, de pobreza simbólica, para reconocerlo desde aquellas imágenes ajustadas, para interpelar de nuevo el por qué.
Entretanto, la pampa se pobló y su riqueza pasó a ser cada vez más finita; el trabajo, la producción de valor, volvió a estar tan ausente como en el comienzo. Y a la miseria se le oponen rejas, exclusión, vigilancia. Un rasgo de miseria teórica en la práctica intelectual: las fronteras entre géneros, las vigilancias y marginaciones; la exclusión del ensayo en nombre de la ciencia. Ceguera ante la narratividad, ante las ficciones que utilizan las teorías científicas, oscuridad que ahoga la curiosidad ociosa (Thorstein Veblen), que obtura la eficacia de la coherencia dramática. Es cierto: la coherencia dramática se ha ido enriqueciendo con mayores y mejores fuentes y análisis; es cierto que el estilo de narración tiende a ser impersonal. Pero se olvida, se oculta o irrita que la barbarie del ensayista pueda consistir en oponerse a la civilización de la conveniencia, a la imposición técnica, a la autoridad constituida, al fetichismo del hecho; e invocando a la ciencia -invocación pragmática de una figura retórica-, se deposita el ensayo en el archivo del gulag, se etiqueta a la complejidad de un relato con un exabrupto: puro intuicionismo.
El ensayo, como la ciencia y la novela, puede ser menos antropomórfico, más opaco. Pero en la ciencia, como en el ensayo, aún anida la capacidad de hacer mitos. E.M.E. es un hacedor de mitos, pero sus hábitos de narración difieren de la mentalidad pragmática que asocia el saber a una posible causa de cambio, que representa al cientista junto al ingeniero o al revolucionario. El ensayista es un artesano, y bastante desinteresado. Como el científico, no crea más que teorías sabiendo poco de cursos de acción. Como el novelista, escribe ficciones, ficciones independientes del realismo –o antirrealismo- semántico, ontológico o fingido que filosóficamente la narración adopte. Interesados sí, ingenieros y abogados toman en sus manos el conocimientos de medios y de fines, y sobre ficciones y mitos edifican todo un mundo. Si el ensayo, que trata de ser inhibido o que termina extraviado según esa misma perspectiva pragmática, concentra espíritu escéptico y subvierte la uniformidad de las prácticas de representación, ese ensayo sólo por una bula papal podría ser excluido de aquello que usualmente se llama conocimiento.


“Para todos pan, para todos rosas”, escribió Paul Eluard (Sobre “La teoría de las ficciones” de E. Marí)

Mentitas. Bajo el aire de las ausencias, en el olvido del olvido transcurre la tristeza de las generaciones sin maestro. Y sin maestros, ¿cómo evitar que Wittgenstein o Foucault no sean cada vez más pobres, cómo evitarlo en las aulas de Sociología, cómo evitarlo año tras año, sin libros, apenas con fotocopias cada vez más desteñidas, en espacios insuficientes, cómo evitarlo en una sociedad en la que millones de personas carecen de sustento? Sin maestros, sin el sustento simbólico, la miseria que es el presente se proyecta hacia delante. Bajo el aire de las ausencias crece, entonces, la responsabilidad.
La sintaxis de Marí está llena de rupturas y estiramientos provocados por entusiasmos y bocanadas de aire fresco, por el deshacerse de prejuicios y estancamientos con un gesto siempre juvenil. No hay espíritu burocrático, no hay rendición institucional. Reivindicaba a Wittgenstein, mientras se enfrentaba a los académicos que aprisionaban a la filosofía, que enjaulaban al pensamiento, que con alambre de púa delimitaban las áreas del saber y consagraban la apropiación del territorio y parecían empeñados en destinar todos los recursos a la esterilidad. Recordaba la acusación de Zola, mientras la pasividad y la indiferencia eran modos de hacerse presente la miseria. Pensador público, las clases de Marí no eran un capítulo diferente a sus investigaciones, a sus inquietudes. En el escritorio, en las aulas, también en el café: siempre una similar agitación intelectual, siempre el mismo rechazo a las imposturas. Escribía suponiendo libertad. Leía y pensaba ejerciendo libertad. Toda su filosofía es una impugnación de los límites.
Tristeza por la falta de un maestro, sí. Pero hay vida en sus intervenciones, en sus textos teóricos refinados, orientados por el placer de escribir dialogando con ficciones, en la deriva de ideas, en la fuga temática, en el mar de olas sutiles que se mueven apenas un lector abre uno de sus libros.
El libro de la sociedad argentina habría que leerlo con los caracteres simbólicos de lo atroz y de lo desesperante, escribió Marí. Desespera el presente, atroz. Y cuando la esperanza se reduce a la venta de mentitas, un libro, la lectura, el trabajo y la acción del pensamiento nos pueden dar otro sabor, nos pueden acercar un horizonte perdido

Persa. La materialidad de las ficciones, un mundo en trance de formarse, un pestilente aliento. Ficción, disparidad, no mera duplicación, diferencia que amplía las experiencias emocionales, que puede –aunque no siempre lo logre, aunque no siempre lo persiga- rechazar la empatía que apresa y confunde. La materialidad que se esconde, la fricción lubricada por fuerzas ficticias, que deja huellas invisibles, que tal vez abra otro sendero para que prosigan por un camino diversificado los replicadores, removiendo –o trasladando- una realidad de descontento.
Harald Weinrich recuerda, en el prólogo del libro de Enrique Marí “La teoría de las ficciones” (Eudeba, Buenos Aires, 2002), que en el azar cifra Lucrecio el desvío de las rigurosas trayectorias de los átomos, un accidente del cual -según el poema filosófico “De rerum natura”- nace la progresiva complejidad del mundo. Obra en progresión, como gotas opacas que traslucen diferencias que se agregan al mundo, que lo expanden o lo hacen más profundo. En un abrir la mirada, en una indagación sobre los límites de la conciencia, el goteo semeja un océano inabrazable; en la obra que lo representa se contiene en fragmento, en fragilidad que suda una gota contingente, impredecible, improbable. En la progresión, desde el cuerpo se forma, nace y se hace lo incorpóreo, como el esbozo que deviene en obra, como una gota fantástica, como un fantasma que pegotea y hace cosas con otras gotas.

Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones –pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.
Paul Valéry, Prefacio a las “Cartas Persas”

La acción de presencia de cosas ausentes es posible mostrarla, pero gusta de la ocultación. El fantasma queda oscurecido, y cual fluido que invocando la razón se cosifica, el artificio fantástico se naturaliza, y la ficción, producto de la imaginación, se deniega. Se llega, en el sendero que ya no percibe el camino que abre, al artificio de construir naturaleza, y a pesar de los saberes y espejos disponibles, no se observa lo que se hace. Tal vez porque requiere un desdoblamiento, un salirse de uno mismo, una tarea que se descarta con premura por todas las imposibilidades implicadas. (“-¿Cómo se puede ser persa? La respuesta es una nueva pregunta: ¿Cómo se puede ser lo que se es? Apenas se formula ésta en nuestra mente, cuando nos hace salir de nosotros mismos ... El asombro de ser alguien, el ridículo de toda figura y existencias particulares, el efecto crítico del desdoblamiento de nuestros actos, de nuestras creencias, de nuestras personas se reproducen en seguida; todo lo que es social se torna carnavalesco; todo lo que es humano se hace demasiado humano, se convierte en singularidad, demencia, mecanismo, necedad ... Las leyes, la religión, la costumbre, el atuendo, la peluca, la espada, las creencias –todo parece curiosidad, mascarada-, cosa de feria o de museo ...”, continuó Paul Valéry en su Prefacio a las “Cartas Persas”. Para obtener esa perspectiva y ese poderosos asombro, los llamados estudios culturales han debido madurar largo tiempo. Como de visitante en su propia cultura, como para desconcertar sus ideas y sorprenderse de lo que hacen sus políticos, magistrados, e intelectuales; como para mostrar la fragilidad de la más sólida construcción política, como fantasma que destila gotas que cazan fantasmas, la obra del profesor de Yale Paul Kahn, “El análisis cultural del derecho” -Gedisa, Barcelona, 2001-, señala que el estado de derecho es un producto de la imaginación, es “substancialmente una cultura de textos”.)
Esta misma opacidad de las ficciones, así como de su fuerza performativa, es el objeto imposible de asentar y de asir que tematiza Marí en su última obra, terminada meses antes de su muerte. Por tal imposibilidad de totalización el texto es fragmentario, pero cada fragmento ejemplifica un mundo. Un mundo se compone de gotas preciosas: más que literatura y realidad, el péndulo del filósofo construye una puesta en tensión de fragmentos de Zola con otros de Proust, el naturalismo y la evocación, la experiencia y la memoria, y también la verdad y el poder -mejor: el cuestionamiento que desde la verdad se le dirige, debe destinarse al poder; el índice que en dirección acusadora sostendrá una subjetividad que hará de la fantasía su divisa: el intelectual. En la segunda parte de la obra de Marí, entre gotas ya de sentidos proposicionales, el mundo, el pensamiento y el lenguaje se mueven en la sucesión envolvente y sutil de los textos de Wittgenstein, y la crítica se dibuja como la ficticia navaja que troza y disuelve confusiones, como la pluma que, con eficacia simbólica, libera de embrujos. En el tercer segmento, el derecho, y su compleja trama de ficciones articulada con profundidad ya por los romanos, muestra la capacidad del artificio en manos de instituciones –manos, por cierto, también ficticias. Un realismo romántico recorre el texto, emerge con Herder, con el puente entre la teoría del derecho y la literatura (comprendiendo también, y especialmente, a la teoría literaria), esas islas que ejemplifican la escisión entre la ciencia y la poesía, la técnica y el arte, y concluye con la puesta en discusión de las refinadas tesis sobre el realismo de Michel Dummett. En definitiva, son más papeles de filosofía para arrojar al alba, como dijo el poeta, como repetía Marí.
Papeles para arrojar al alba, porque el hacer poético y el filosófico se hallan hermanados por el mismo inútil indagar sobre los sentidos. ¿Para qué la poesía y la filosofía? ¿Para qué ese trabajo de escritura? Para arrojar al alba. Una donación íntegra, desinteresada, desprendida de las alternativas por venir; también una dimensión primera, profunda; también las consecuencias contingentes, improbables de las obras, todo ello al alba. En el alba se rescatan esos papeles cual monumento del abismo que separa al creador de su obra, como ficción y realidad que persiste al creador, a su intención, a su ocaso. En el alba, con los lectores, la filosofía, los papeles, la poesía comienzan a iluminar, perfilan el horizonte, acogen como si la atmósfera, el aire, la respiración también se hicieran con palabras.

Banquete. De “Neopositvismo e ideología” (Eudeba, 1974) a “La teoría de las ficciones” (otra vez Eudeba, pero en este caso con un impulso ajeno al propio interés editorial y con el financiamiento de la Facultad de Derecho de la UBA) es posible hallar continuidades. La política en la ciencia, la ideología y la epistemología configuran, en un viaje a través de los textos de Marí, el primer registro de contacto con prácticas discursivas, representaciones imaginarias e interpelaciones a la filosofía, y tal vez no resulte inverosímil suponer la supervivencia de esas mismas cuestiones en el análisis de las ficciones; ¿acaso de la atmósfera que envuelve la interrogación acerca de la verdad de la ficción no surge el eco de aquellos lejanos debates estructuralistas sobre la relación que mantienen ciencia, verdad e ideología? Cambian acentos, desaparece la necesidad de impugnar al positivismo (una necesidad vinculada a la inserción institucional, ya que los espacios académicos de la UBA en las áreas de Epistemología y Filosofía del Derecho han estado hegemonizados por filósofos positivistas), y sus proyectadas reconstrucciones (como el programa formulado en “Elementos para una epistemología comparada” -Punto Sur, 1989) van adquiriendo la forma de un pluralismo perspectivista. Aparecen continuidades, como la mirada exótica que dirige a la filosofía analítica –exotismo presente desde “Neopositivismo…”, mientras que la cuestión de la verdad en la filosofía, las ficciones ya en el discurso jurídico, y la condición cognitiva de la literatura, recorren sus diversos papeles de filosofía.
“La teoría de las ficciones” parece reclamar una lectura desde “El Banquete de Platón” (Biblos, 2001), el anterior libro de Marí: ¿acaso no es ésta otra historia del control de los discursos, en este caso del control de la narración, del dispositivo que regula la historia como relato?; ¿acaso su último texto no es, como el discurso de Diótima sobre el amor, una narración sobre la ficción?; ¿y no es la ficción una matriz narrativa y también una máquina que produce efectos de sujeción y también de expansión? Sin esencialismos, con cierto funcionalismo, atrás de un cómo, sea referido al discurso filosófico -y el Banquete es su ejemplar-, sea enfocado a las ficciones.

Sucede que en toda descripción hay implícito un relato: el del viaje que debió hacer el autor para encontrarse frente al objeto que describe.
Cesar Aira, “Copi”

No desde la estética de la negatividad que dominó en los ochenta, sin ironía posmoderna, sin liviandad, fuera de la moda y los etiquetamientos, pero sin abolición de la distancia crítica, sin cesar de buscar intersticios para criticar dogmatismos, sin cesar en el ejercicio de la torsión que hace opaco el cristal de observación y así aclara. Hay espíritu de ensayo en sus trabajos; también lo hay en su tesis doctoral, tanto en el tema –tematiza una región en gran medida ignorada por los estudios ius filosóficos-, como en la forma –su estilo no se sujetó a la estandarización institucional. Quizás alguno sienta hoy, ante los textos de Marí, el mal gusto del buen gusto, poseído por el deleite refinado que sobre el mal gusto reclama el camp. Pero esa apreciación deviene en banal apenas se perciba que hay algo en los de Marí de eso que confiesa Maldoror, el deseo de convertirse en todas las cosas y seguir siendo uno mismo: se convierte en Zola, se une a Wittgenstein, entra y sale del derecho, y es Marí, lo es en la cita extensa, en el choque de teorías y en los finales sin moraleja. ¿Acaso el final no es un tópico textual? Y siguen los relatos del final.
Ficciones: cuando los sentimientos se vuelven algo, cuando lo invisible se hace visible, cuando se revela la insatisfacción con lo que es. Entre lo real y la imaginario, desde la indeterminación, la ficción interroga a la facticidad, lucha contra la entropía, percibe al yo como otro y viceversa, empuja la no-significación, hace chocar contra la fragilidad de los límites, muestra nombres sin cosas. Pero la tentación de brindar por las ficciones decae, tal vez quede en un cementerio de entusiasmos si la asociamos nada más que al humanismo literario y a su producto más trabajado: naciones edificadas por la eficacia de unas lecturas compartidas por el público de lectores. La novela del estado se ha hecho frívola, como es frívola la reforma constitucional de 1994, narrando infinitos derechos para una población devastada, tan sólo para que el soberano extienda su tiempo de soberanía, tan sólo a cambio de nuevos organismos que nada corrigen, que nada mejoran. Está en crisis la eficacia de la ficción, está en crisis la nación literaria, diagnosticó Peter Sloterdijk, pronosticando cambios en las normas del parque humano. ¿Pero no se trata de una sucesión de ficciones, y al final de la novela del estado le seguirá el relato de la ciencia y la tecnología, como al montaje del poder soberano los efectos del biopoder?
Sí, hay afirmación de la potencia de la escritura, de la eficacia de las narraciones. La literatura, la filosofía y el derecho actúan como máquinas de contar relatos, de producir ficciones, de hacer creer y de hacer extraño lo habitual. Hay reafirmación de la eficacia de la escritura: por los textos seguimos conversando con Enrique Marí.


La presencia del olor ausente

Tal vez no más que otro contenido metafórico de tipo sensorial. Pero tal vez, como con ojos y oídos, con el olfato se acceda a la representación y a la teoría, y hasta se choque con lo intolerable. Sentido que para Kant era inútil en los registros estético y epistémico,

el olfato es aquel de nuestros sentidos que está más cerca del aura; el más adaptado a darnos de ella una idea o una representación. Las alucinaciones del olfato son las más raras y las profundas de todas.
Léon Daudet, “La melancolía”

Obra de la química, obra de la configuración sensorial, obra de la educación, los olores se presentan sin ilación. ¿Será posible sentir un olor que no se pueda describir? ¿Cómo describir el matiz exacto de este aroma que se percibe? Y luego, ¿será posible una reconstrucción del olor percibido, hasta hacer, a la manera del “Tractatus”, una teoría olfativa de la verdad, o hasta rozar el olor de la desaparición, hasta recuperar el olor no sentido y también desaparecido?


Al rango de una cosa

Cuerpo-máquina, cuerpo-materia informe, cera tallada tanto para la representación filosófica y la concepción médica moderna de los cuerpos, como para la técnica política que conformó el disciplinamiento escolar, militar y hospitalario para el control, corrección, sanción y orientación de los cuerpos. Disciplinamiento concebido como capaz hasta de tachar, borrar al cuerpo, hacerlo desaparecer, y con él se pretende hacer desaparecer todos sus fluidos, todos sus olores y producciones, toda su materialidad. Queda un fantasma del borramiento, de la opresión del cuerpo hasta la nada (nihilismo: puente entre el poder soberano que ejerce las técnicas disciplinarias con el biopoder).
Ensomatosis, caída en el cuerpo, diagnóstica Platón, dice David Le Breton (en “Antropología del cuerpo y modernidad”, Nueva Visión, Buenos Aires, 2002); y caen sobre los cuerpos guiados por un ingenuo materialismo reductivista, así guían el proceso de reducción a la nada, como si haciendo desaparecer cuerpos desaparecieran ideas, obras, sentimientos, sensaciones.
El sentido del olor, que primariamente posibilita que un bebé reconozca y se entregue confiado al olor de su madre que persiste en una almohada o en un abrigo, es como un fantasma. El ritual de borramiento extremo y radical configurado por la desaparición persigue el mayor distanciamiento concebible con los cuerpos, el mayor voluntarismo técnico contra los cuerpos: ocultar la desaparición, desaparecer al desaparecido, ocultar al desaparecedor, desaparecer las responsabilidades. Desaparición, irresponsabilidad, olvido; todo desapareciendo ante los ojos, todo en silencio silenciado, con una distancia que impide el roce, con un gusto empachado. ¿Y el olor?
En la progresión de la cultura, Freud señaló el desplazamiento del sentido del olfato, ese sentido primero y primitivo:

La función de las sensaciones olfatorias fue asumida por las visuales, que podían ejercer efecto permanente, al contrario de las olfatorias, cuya influencia es intermitente. [...] En cuanto a la atenuación de las sensaciones olfatorias, parece ser, a su vez, una consecuencia de que al distanciarse el hombre de la tierra, incorporándose y adoptando la marcha bípeda, vertical, los órganos genitales quedaron al descubierto y necesitados de protección, con la consecuencia inmediata del pudor. La erección del hombre a la posición vertical se hallaría, pues, en el origen del proceso de la cultura, tan preñado de consecuencias. La concatenación evolutiva pasa por la desvalorización de las sensaciones olfatorias y el aislamiento de la mujer menstruante, al predominio de los estímulos visuales, a la visibilidad de los órganos genitales, luego a la continuidad de la excitación sexual, a la fundación de la familia, llegando con ello al umbral de la cultura humana. ... La tendencia a la limpieza se origina en el impulso a deshacerse de los excrementos que se han tornado desagradables a la percepción sensorial.
Sigmund Feud, “El malestar en la cultura”, 1929, parte IV

Pero el olor de los propios excrementos apenas parece repugnante, y en muchos casos ni siquiera se percibe. Poco se atiende al olor. Mucho se embrutece la capacidad olfativa. Se persigue la limpieza visual. La desaparición es básicamente visual. El olor, en cambio, intermitente, sin hilación, parece ido, retorna, como fantasma, como aura. A veces, cuando se insinúa, se utiliza a la química para limpiar al campo olfativo.
Presuntamente bien abajo en el campo epistémico, el olfato conecta la nariz con la lengua, en un circuito sensorial-simbólico. No es que pueda concebirse a la percepción de un olor como causa de una expresión lingüística; se trata de una metáfora. Se trata de dar cuenta del no experimentar y del no tematizar. Y también de la regresión, de la creación de nada y del aura pestilente de este hacer. ¿Pero es sólo otra metáfora más?
Un relato trata del perfume humano propio, del cual está privado el perfumista más refinado. Es la vida por el olor que le da individualidad. En cambio, en esta negra realidad se trata de millones de mecanismos indiferentes ante la desaparición, ante los olores de cada uno, de cada vida, de cada muerte, de cada herencia, de cada fantasma que, con su olor propio, el viento todavía lleva y trae sin consecuencia alguna más que estos aires de decadencia cada día más pronunciada. Y aquí se registra la alucinación extrema, la más rara y profunda de todas, la persistencia de ese olor fantasmagórico que evoca a la desaparición sin que se le preste atención, como si ya ni siquiera importara la disipación. La apariencia ya se disipó.
Sueño y posibilidades, siempre imágenes. ¿Un sueño con olores? ¿Una pesadilla pestilente? Una estancia que se edificó, y se edifica, con la violencia de la desaparición, y su progresión es amenaza que desrealiza, disipa sentidos, dispersa olores. Imposible desaparición absoluta. El espectro, el olor, esta baires que en la oscuridad es puro tráfico de basura, que a la luz es basura cultural, es podredumbre, aliento pestilente inadvertido.
A través del aire, la impronta de la desaparición: así se conectan fantasía y memoria, fantasmas con saberes. Es un proceso persistente, que registra desviaciones, que a veces considera a un fantasma de la sensación como realidad (déjà vu). El ensayo, con esa despreocupación infantil advertida por Adorno, con su receptividad aún no castrada, es capaz de elevarse al rango de frasco, es frecuente que busque él mismo reducirse a reevocación, a forma inquietante, a objeto que, agigantando lo ínfimo, se minimice, quede suspendido en el umbral de la nulidad y despida algún olor. Fantasma del ensayo, poiesis que hace presente lo ausente a través de la negación. La atención filosófica suele centrarse en la tensión entre voluntad y razón. Esa voluntad es necesaria para pensar, para pasar gracias al pensamiento de la inmadurez a la madurez. La atención filosófica, como crítica, muestra una voluntad de abrir la mirada, los saberes, los sentidos. Interpela a lo útil, al valor de uso, desde el primado del don, siempre con nostalgia por un valor perdido o inalcanzado y, cuando restaura el valor de la inasibilidad y de la negatividad, hace presente lo ausente a través de la apropiación misma de la irrealidad, como lo formula Giorgio Agamben en “Estancias” (Pre-textos, Valencia, 1995). Ya negado el objeto filosófico y abolida, por los virajes de la filosofía, la idea misma de obra filosófica, se acaba por cosificar y mercantilizar la actividad espiritual misma (el pensamiento de Wittgenstein, p.e.). Como arte de la acción, en el ensayo, condensación de prosas poética y filosófica, la sutileza del gesto, gesto como objeto que, producido, mueve el aire, y así a veces –impredecible fragancia- torna inquietante a lo familiar reprimido, se apropia del perfume desaparecido de los sentidos.


Si por lo menos un balbuceo

Lo imaginario es aquello que tiende a volverse real, escribió André Breton. Pero acá la renuncia a la imaginación hace que persista una misma realidad, como si ya no hubiera ningún laboratorio de lo posible. En un sentido es falso: hay algunos papeles, pero nacen archivados por esa renuncia; hay ensayos, pero privados, reducidos al solipsismo. Todo reducido a una misma tradición: la de la opresión, la de la crueldad, la de la destrucción. Y sin contrafiguras ideales. La palabra sin aire, sin aliento. La renuncia a hablar del mundo sensible. Y el pensamiento, ya puro espejismo, sin curiosidad, autocomplaciente.
Esta pampa de hoy, con largos ecos que de lejos se confunden, con gauchos de cartón sin derechos, al margen del futuro. ¿Cómo escribir desde este lugar, en contra de esta visión; cómo hacerlo sin caer en la superficialidad de la visión que con la máxima visión desaparece? El lenguaje parece alejarse destruyendo cualquier posible transformación de esta experiencia que es una pesadilla persistente. Todo se disipa y desaparece, menos la violencia, la brutalidad, la miseria; menos la carnicería y el hambre. ¿Cómo no escribir desde el escepticismo que cuestiona cada dicho propio, que corre el riesgo de la autoanulación, que se sucede sin fin ni efecto, en la pura abstracción, en la mayor escisión? ¿Cómo escribir contra toda literatura que no se volvió real porque no tenía ese anhelo, porque era eso mismo -estado, capital, espectáculo y consumo- que se duplicaba y se multiplicaba para vencer, para vender, aun perdiendo batallas entre fantasmas?
Y nada, ni un movimiento brusco se advierte. No hay cuerpo de referencia, no hay movimiento, no hay acción: la retórica mágica anuncia el salto de un punto a otro sin pasar por todos los puntos intermedios. Asumida la pasividad, tomarse a uno como objeto: hurgarse, masturbarse, padecerse, conocerse, re-presentarse; re-presentación que espeja la desaparición, y muestra la re-desaparición. Lo humano socavado, hueco, y se tiene tiempo porque en la detención no hay sensaciones. Quizás se pueda narrar ese umbral, el umbral trabajado con la intensidad del fraude que remite a la destrucción abstracta y al vacío. Desde la impotencia y la inutilidad, ante la fatalidad y la impotencia, tomando consciencia de la nihilidad, y esa consciencia es uno. Hacerse apariencia, ausencia ya no como imposición de la desaparición, como ausencia de uno a partir de la intolerancia que irrealiza el poder del otro sobre uno.
Recomienzo, recuperación de la vida en el pensamiento, reflexión como doblarse hacia atrás, escribiendo un papel otra vez en blanco, otra vez tabula rasa, y comenzar a desear (trascendencia). Sumido en un habitual estado de ausencia, experimentar la observación, multiplicarse como observador, como alguien acabado, una nada que habla, que comienza a disipar las tinieblas. Primero atormenta su aspecto de impotente: no más que un espejismo de lo que ha podido ser, aunque recobra una tentación, la existencia de lo que no existe. Luego, mero montón de harapos cosidos, un intelectual, un sin eje a partir del cual girar, a partir del cual hacer girar. Quizás comience a hilvanar la historia de una caída insignificante, en la cual unos y otros construyeron un inmenso laboratorio para alimentar al monstruo que los devoraría.

El cielo tenía un color que recordaba, inequívocamente, el olor de las almendras amargas.
Stanislaw Witkiewicz, “Las 622 caídas de Bungo o La mujer diabólica”

Y sentir que nada es posible aunque todo esté permitido, y así se evitan experiencias, así se baila en el vacío. Un país retorcido y alocado, que genera una terrible congoja, que genera un amor igualmente retorcido y alocado. Cada uno más miserable que otro, todos limitados a mezquindades, incapaces de dar cuenta de sus propios errores, de sus sentimientos, infinitamente embrollados. Y las ideas, importadas y copiadas, nunca encarnadas, a merced del olvido y la pérdida. El país, entonces, un leprosario, un vacío sin eco, sin recuerdo, sin voluntad de futuro. Como insectos, convencidos de ser ninfómanos, adormecidos, melancólicos, mirando el ombligo mientras mata las propias entrañas.
Puta callejera que aún soportando cosas monstruosas, cayendo una y otra vez, sueña con la intensidad, sigue el sueño blanco de olor celeste. Se pone una máscara, hace literatura a costa de la desgracia y del dolor. Cae, y todo lo vive como abstracto y vacío; sufre, pero siente la caída como provisional. Perversa pasión, descarriada, entregada a la desesperación. En la agonía, desprecio, y cada tanto un estremecimiento, como si el aburrimiento fuera el resto. La pasión bajo la oscuridad se mueve, usando a los conceptos como tumores, a las ideas como caricaturas. Exige la verdad y empuja a la mentira y a la traición, y perdiendo el sentido de la existencia, el límite entre paso y presente, entre realidad y ficción. Mañana: entelequia oscura e insondable. Adormecido, en un vacío que no existe, bajo la dialéctica de la pasión y del rechazo abismal se teje un sentimiento diabólico. ¿Pero no es más que una experiencia literaria, otra ficción? Re-caída en el hartazgo. Pestilente Argentina de cadáveres vivientes, enamorados de la muerte. Y se busca una y otra máscara para cubrir el crimen y la crueldad, el vacío y la superficialidad, obteniendo distracción en la destrucción. La caída adormece, pero cada tanto, un estremecimiento, una repugnancia.
La tensión no se sofoca, ni tampoco cuando se advierte que no queda ningún material a partir del cual crear. ¿Por qué tuvo que suceder esta historia horrible? ¿Acaso no se advertía hasta el hartazgo? Encapsulados, condenados a necesitar un modelo preexistente para acceder a la vida, desde la lejanía de dos siglos, el pasado mira al pasado; la nada se anuda a la caída y el ángulo se hace infinitamente cerrado: es la evolución argentina, el tiempo de gelatina. Y el observador ya no tiene qué observar. La irritación, la opresión y el amor a una olorosa camiseta bicolor. Desprecio y adoración. Ya, cerca de la propia nada, en estado de desintegración. Quizás, desde esta caída, desde la desaparición y la miseria, una gota de voluntad, o de ficción de pasión. Quizás sea seguir, fecundado la nada, intensificando la caída, arrastrando nihilidades. Pero aún se mueve, aunque sólo sea en una cadenciosa sinfonía de monstruosidades; se mueve un país que se despoja, se mueve un espejismo.


 

 

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