Marcelo Percia, 1998, en No todos somos cualquiera (la cuestión política como vacío disciplinario), ensayo.


I.
En 1895, consultado por el doctor Ernest Bloch, Freud recomienda tratamiento para un niño de seis años que sufre pesadillas. El chico sueña que lo persiguen, que cae en un abismo y que lo castigan hasta morir. El padre, un funcionario de la aduana austríaca, no acepta el consejo porque teme que lo acusen de maltratar a su hijo. El muchacho de las pesadillas será conocido como Adolf Hitler. El episodio se difunde en un Congreso Mundial de Neurología celebrado el año pasado en Buenos Aires. Algunos desmesurados creen que la ciencia puede sanar al mundo. Tal vez el holocausto, piensan, se hubiera evitado de haber atendido a tiempo a ese chico. La indicación de Freud, suponen, pudo cambiar la historia.

II.
Un informe de los psiquiatras de la Corte Suprema de Justicia concluye que Alfredo Astiz no es un enfermo mental. Los especialistas argentinos encuentran rasgos esquizoides, paranoides, perversos y depresivos en el imputado. Dicen que tests de personalidad revelan que Astiz experimenta placer ante el dolor ajeno. Afirman que esa característica es común a muchos torturadores.

III.
El 15 de enero de 1973 se estrena en el teatro Payró de Buenos Aires El señor Galíndez de Eduardo Pavlovsky. Una dramática testimonial del terrorismo de Estado en la Argentina. La obra relata espesuras existenciales que desbordan las psicologías. Pone en escena lugares comunes del horror. Acciones familiares (esperar a alguien, limpiar una mesa, barrer el piso, tender una cama, ir al baño, ordenar papeles, hacer gimnasia, leer una revista). Impaciencias y movimientos apaciguadores. Opiniones generales sobre cómo se pierde el romanticismo, sobre el sabor de la intimidad o sobre la inconstancia de la juventud. Imágenes cotidianas: tapas de revistas con actrices y modelos, fotos de futbolistas y boxeadores. Cosas que pasan en la proximidad de los cuerpos que esperan: exasperaciones, acercamientos, rechazos, confusiones, violencias. Sorpresivas confidencias. Especulaciones sobre qué quiso decir (de verdad) el otro. Sentencias y enseñanzas que hablan con la voz de la experiencia. Momentos en los que es inútil hablar. Conversaciones agrietadas por sospechas y desconfianzas. Gestos inocentes y divertidos. De pronto un hombre habla con la mujer por teléfono. Pregunta por su hija: si la abrigó o si repasó las tablas de multiplicar. (Hola, Rosi, el papi habla. ¿Cómo le va a la muñequita? ¿Me querés mucho? Y cómo no te voy a querer si soy tu papi. Bueno, hacé los deberes y obedecela a la mami. Sí, mi vida, sí. Chau, tesoro.). Le manda besos. No quiere que la suegra se meta en su casa. No recuerda dónde puso la boleta de la luz. Se enoja cuando lo celan. Cosas que pasan. Movimientos colgados de nada. Cabos sueltos. Datos imprecisos, casi innecesarios. Automatismos de chicos que se defienden. Que se sienten jodidos por un extraño. Rebeldías que se muerden la lengua cuando hablan con la autoridad. Pequeñas costumbres y minucias. Hazañas miserables. Expresiones disparatadas, ocurrentes, absurdas. Modales de pibes de barrio que respetan a sus mayores. Obsecuentes que reciben, por teléfono, órdenes de Galíndez (Hola. Sí, señor. ¿Cómo le va a usted, señor? Muy bien, muchas gracias señor. Pierda cuidado señor. ¿Cómo? Sí, señor estoy escuchando. Perfecto, señor. Sí, señor...y bueno, nuestra misión es esperar, señor. Comprendido, señor. ¡Entendido! ¡A sus órdenes, señor!). Nerviosismo de cuerpos a punto de estallar. Delirantes que laburan para Galíndez aunque nunca le vieron la cara. Desesperados que intuyen que no son imprescindibles. Que temen perder su protección. Que saben que cualquier sacudida de las circunstancias puede hacer también de ellos hombres muertos. Esclavos de leyes mafiosas. Dependientes de la fragilidad e inestabilidad de sus pactos. Ambiciosos que luchan por progresar. Hijos de puta que tienen miedo. Que están muertos de miedo.

IV.
Los responsables de actos de terrorismo de Estado en la Argentina deben ser procesados y condenados. No necesito argumentar razones psicológicas o psicoanalíticas para justificar esta afirmación (no se trata de decir que hay que recordar para no repetir, elaborar para no sufrir, o que un pasado traumático se cierne como pesadilla en el presente). No hablo en nombre de las humanociencias. Expreso una voluntad. Eso es todo. No necesito peritajes psiquiátricos ni psicológicos para constatar una supuesta inclinación al horror que, tal vez, podría hallarse en cualquiera de nosotros.

Me parece necesario (volver a) situar los hechos de terrorismo de Estado como parte de la racionalidad del capitalismo en la Argentina. Los saberes que explican el mal como monstruosidad personal o patología moral tienen, al cabo, un efecto encubridor. Sustraen de la discusión el problema de la funcionalidad política de la barbarie.

¿Cómo son los torturadores de la obra de Pavlovsky? Son hombres comunes: padres, hijos, maridos, empleados, trabajadores. Pero que sean personas como todos ¿significa que cualquiera puede ser un torturador? ¿Que la mayoría tenemos un costado perverso que desconocemos? ¿Que, dadas las circunstancias, ninguno resistiría la tentación de violar un cuerpo indefenso? ¿Que el mal gobierna en la intimidad del deseo? ¿Que la civilización es una sofisticada barrera de contención para el descontrol pulsional? ¿Que, incluso, las personas más buenas y solidarias son malvados travestidos? ¿Que el bien es sublimación del mal? ¿O que hasta perdedores, tristes, melancólicos (inofensivos socialmente) son sádicos atemperados que ejercitan la violencia contra sí mismos?

La igualación de todos ante el mal (ya sea como tendencia pulsional o formación de goce) es discutible. Propaga una difusión de principios universales y homogéneos. Un reinado indistinto y general. Un apartado moral en el que todos somos, en potencia, culpables. Por mi parte, insisto en plantear el problema de la subjetividad como espacio político de una pregunta: ¿por qué no todos somos cualquiera?

V.
Recuerdo un relato de Franz Kafka que se llama En la colonia penitenciaria. Transcurre en una isla de seguridad y disciplina severas. Un extranjero es invitado a presenciar la ejecución de un hombre condenado por desobedecer e insultar a un superior. El castigo consiste en inscribir sobre su cuerpo la disposición que él mismo violó. Por ejemplo: “Honra a tus superiores”. El detenido no sabe que ha sido procesado ni tuvo oportunidad de defensa.

En un valle desierto, el oficial y el extranjero hablan junto a la máquina inventada para la ejecución. La descripción del aparato ocupa casi toda la narración. También están presentes un soldado y el condenado. El procedimiento de castigo no cuenta (ahora) con muchos partidarios en la colonia. El oficial explica el funcionamiento del artefacto vestido con un estrecho uniforme de gala cargado de charreteras y adornos. Hace mucho calor y respira fatigado. Sube escaleras, examina piezas, revisa engranajes, ajusta tornillos. Cada tanto se lava las manos. Todo lo hace con cuidado. Recuerda que, en tiempos del antiguo comandante (quién diseñó y construyó la máquina) la colonia era una organización ejemplar.

Muestra orgulloso el aparato. La Cama cubierta de algodón sobre la que se coloca al condenado. Las correas para atar pies, manos o sujetar el cuello. Una mordaza para que la víctima no grite ni se muerda la lengua. El mecanismo, conectado a una batería eléctrica, que realiza imperceptibles y rápidas vibraciones. Las oscilaciones calculadas y sincronizadas con los movimientos de la Rastra: un dispositivo de agujas que rasgan el cuerpo estremecido del condenado ( “unas sirven para escribir y otras, más cortas, arrojan agua para lavar la sangre y mantener limpia la inscripción.”). Por último, el Diseñador que dirige y regula el movimiento de las agujas de acuerdo a la inscripción de cada sentencia.

En la lógica de En la colonia penitenciaria no se persigue la confesión del inculpado. O su examen de conciencia. Ni el arrepentimiento. Tampoco alcanza con tatuar la ley sobre su cuerpo. Se pretende ir hasta lo más hondo: hacer hablar al alma con las palabras del poder.

El oficial exhibe diseños preparados por el antiguo comandante. Planos llenos de líneas indescifrables. Las inscripciones ocupan sólo una franja del total de la superficie. El resto está cubierto con hermosos adornos. El procedimiento dura doce horas. Cuando el condenado traspasa la experiencia del dolor, comienza a descifrar el secreto (“estira los labios hacia afuera como si escuchara”).

El oficial se disculpa por el chirrido espantoso de una rueda. Explica que el nuevo comandante redujo las partidas de mantenimiento. Cada tanto se rompe o descompone algo. Los repuestos no se consiguen, llegan tarde o son de mala calidad. Incluso, al no cumplirse la norma de ayuno, los condenados dejan la máquina peor que una pocilga. A veces, la sangre y excrementos humanos afean la visión de la sentencia o la ensucian.

VI.
No expongo la historia como símbolo de injusticias, ni como muestra de inhumanidad o como parábola de que el poder inscribe sus intereses y normativas en los cuerpos de los débiles. Tampoco como ilustración del dicho “la letra con sangre entra”. No busco metáforas brutales para volver a denunciar el terrorismo de Estado en la Argentina. No conviene abusar de las alegorías. Entre otras cosas, por la estrechez de los simbolismos y la ingenuidad de los paralelos. Las simplificaciones gustan de apariencias unívocas y de correspondencias perfectas. Me intereso por la ficción como relato de un singular. Como narrativa que resiste la tentación de lo general, de lo homogéneo o de la interpretación disciplinaria.

Tanto En la colonia penitenciaria como El señor Galíndez me sorprenden por cómo la racionalidad participa del horror. Cómo traza su ruta entre equívocos, absurdos o lógicas que parecen inofensivas. Cómo, a veces, esa inteligencia realiza sus metas sin estremecerse ante la tortura y la muerte.

Para los protagonistas de El Señor Galíndez o para el oficial de En la Colonia Penitenciaria no es evidente que están haciendo mal. Permanecen inocentes y viven sus actos sin culpa. Lo defectuoso (si existe) aparece desplazado en otra parte: en alguien que cambia las órdenes haciéndose pasar por Galíndez o en el nuevo comandante que no entiende la estética del procedimiento.

VII.
Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963) observa que uno de los responsables de asesinar a millones de seres humanos, no parece un hombre malo. Es un burócrata obstinado en hacer correctamente su trabajo. Una criatura meticulosa que no manifiesta odio personal contra sus víctimas. Ni goza, enfermizo, con el sufrimiento de los condenados. Interpreta y satisface a sus superiores. No es un monstruo. Dirige uno de los más atroces programas de exterminio de la historia de la humanidad, como si administrara una oficina de correos. Hannah Arendt llama banalidad del mal a esa práctica común y rutinaria del horror. Al empeñoso deseo de obedecer y cumplir órdenes. Sin importar el precio. Sin dudas ni remordimientos.

VIII.
Nada asegura que los criterios diagnósticos en uso entre psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas sean más confiables que las conclusiones de Cesare Lombroso. Un médico carcelario (inspector de manicomios y experto en psiquiatría, ciencia penitenciaria y medicina legal) que a fines del siglo XIX identifica la suma de rasgos morfológicos que delatan la presencia del mal. Según Lombroso el gusto por el horror es un resto de nuestra herencia animal. Los criminales son criaturas gobernadas por instintos primitivos. Para apoyar su argumento, recuerda que entre animales la crueldad es moneda corriente. Presenta ejemplos: el de una hormiga cuya furia homicida la impulsa a matar y despedazar a una pulga; o el de una cigüeña que, junto con su amante, asesina a su marido; o el de unos castores que se asocian para matar a un vecino solitario; o el de una hormiga macho que, como no tiene acceso a las hembras reproductoras, viola a una obrera hasta provocarle la muerte en medio de atroces dolores.

Lombroso está convencido de que el mal por el mal puede ser detectado en forma precoz. Un gran número de signos físicos y morales distinguen a los criminales de las personas honradas. Compara cerebros y cráneos de acuerdo a sus tamaños. El diámetro de las mandíbulas, la espesura y el color de los cabellos, el tipo y las formas de las barbas, la palidez y tersura de los rostros. Alerta que los homicidas tienen manos gruesas y cortas. Los ladrones y salteadores de caminos desarrollan dedos largos. Los estafadores son zurdos e inteligentes. Los abusadores de menores tienen talla pequeña y peso abultado. Los autores de heridas se apasionan por el juego. Los insanos son casi siempre alcohólicos. Muchos criminales temen a Dios. Los ladrones son poco religiosos. Los incendiarios casi todos locos. Los homicidas nunca totalmente calvos. Los violadores de mujeres vírgenes exhiben narices protuberantes. Los hombres honrados tienen la nariz con forma de pico ganchudo, ya ondulosa, mejor larga, de mediana longitud, con base muy frecuentemente baja, en casi ningún caso desviada. Los degenerados presentan las orejas separadas de la cabeza. Los sometedores de niños o niñas llevan una arruga especial en la frente que denuncia la marca del vicio. Las personas rectas y probas despiden secreciones menos ácidas. Los hombres y mujeres infames carecen de gusto. Los criminales tienen el paso izquierdo muchos más largo que el derecho. Casi todos los reos comunican sus pensamientos por medios de señales. Los homicidas y ladrones poseen un lenguaje con cuarenta y ocho gestos innatos. Los desenfrenados tienen debilidad por los tatuajes. Los violadores tapizan su piel con signos obscenos y jactanciosos. (Lombroso comenta el caso de un condenado que llama su atención. Un hombre que lleva la historia de sus crímenes grabada sobre su cuerpo. Un sujeto sin moral que exhibe, en la piel, la lista de sus amantes. Y escribe lo que sigue: “Junto a éstas figuras y al lado de otras que el respeto al público me prohibe citar, veíase con sorpresa el diseño de una tumba con este epíteto: ‘A mi querido padre’. ¡Extrañas contradicciones del espíritu humano!”).

Pero una de las rarezas más notables de los criminales de Lombroso es la resistencia al dolor. Cita el caso de un ladrón que se deja amputar una pierna sin gritar, entreteniéndose después en jugar con el pedazo cortado. O el de un asesino que, terminada su condena, ruega que le permitan continuar en prisión; y que viendo rechazado su pedido se desgarra (con el mango de una cuchara) sin expresar malestar. O el de un condenado que antes de ser decapitado, es atenazado en ocho lugares diferentes, sufriendo esos tormentos sin quejarse. Lombroso considera que esa analgesia explica la insensibilidad moral y la indiferencia por la vida de un semejante. Razona que cuando vemos sufrir a otra persona evocamos, ayudados por la memoria, sentimientos similares. La identificación es el móvil de la compasión. Pero cuando no hay sensibilidad tampoco hay compasión.
IX.
No se trata de ridiculizar las teorías de la escuela italiana de Cesare Lombroso. O de aprovechar su lado cómico cien años después. El conjunto de signos que, según Lombroso, delatan secretos del alma humana configuran un mamarracho totalizador. Pero no conviene desairar ese proyecto cientificista. Creo que sobrevive, aunque bajo formas más sutiles, en muchas de nuestras ideas. No es que el mapeo de la antropología criminal esté mal hecho o que sus datos no sean confiables. Tampoco me parece que estemos a salvo del ridículo con aplicaciones psicosociológicas. O con diagnósticos hechos con palabras freudianas.

X.
Circula entre mis colegas una especie de bestiario psiquiátrico internacional que colecciona fábulas (que designa como observaciones empíricas) de miles de criaturas sufrientes. Un compendio clínico que se usa como manual de fácil y rápido manejo. Una taxonomía de los comportamientos de hombres y mujeres que se sienten tristes, ansiosos, aterrorizados, deprimidos, dependientes, impulsivos, insomnes, desorganizados, inseguros, distraídos, irritables, desmemoriados. Un listado de rasgos que hacen distinción en una multitud de pacientes. Una concertación diagnóstica flexible en la que, de alguna manera, encajamos todos. Una bolsa ejemplar en la que entra un poco de todo pero no mucho de cualquier cosa. Un asunto de igualaciones diagnósticas y estadísticas. Un breviario de reacciones que silencian eso inclasificable que en cada uno hace diferencia. Un espectáculo de fijezas que hace olvidar lo que en cada cual provoca sentido. Colecciones de lugares comunes y homogéneos que alisan pasiones que son irregulares. Tal vez, la pregunta por lo singular restituya lo accidental e indecidible. Las arrugas caprichosas de la subjetividad. También la necesidad de pensar la cuestión política como vacío disciplinario.

Comento (con algunos retoques) la sumatoria de características que exhibe el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, el DSM IV, de la American Psychiatric Association, para trastornos obsesivos-compulsivos de la personalidad. Los torturadores de Pavlovsky, el oficial de Kafka, o la banalidad de Eichmann pueden incluirse en los dominios fiables de ese casillero. Son gente preocupada por el orden, la perfección y el control de sí mismos y de los otros. Personas poco flexibles y casi nunca espontáneas. Exageradas con las reglas, detalles triviales, protocolos y horarios. Interesadas más en los aspectos formales que en los objetivos de la actividad que llevan adelante. Contrariadas cuando las rutinas son alteradas por retrasos y otros inconvenientes. Tienen dedicación excesiva y mucha concentración en su trabajo. No se toman una tarde para descansar, un fin de semana para distraerse o un momento para relajarse. Hacen su tarea con mucho cuidado y organización. Son respetuosas de la autoridad. Cumplen las normas al pie de la letra. No les gusta delegar. Insisten en que todo se haga a su manera. Dan instrucciones pormenorizadas sobre cómo se tiene que hacer cada cosa. Suelen ser avaras y egoístas. Temen catástrofes futuras. Con frecuencia son hostiles y agresivas. Viven sumergidas en una sensación de urgencia.

XI.
A fines de la década del setenta, trabajo como psicólogo en el Centro de Salud Nº3 de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Una compañera me recomienda para coordinar grupos de adolescentes con problemas vocacionales. Me permiten ingresar al Servicio de Psiquiatría Preventiva. Pero, al tiempo, el jefe del Servicio opina que no tiene sentido que chicas y chicos hablen de lo que les pasa en voz alta sin plan ni conducción. Decide aplicar entre los consultantes el Test de Szondi. Una prueba ideada por un médico húngaro obsesionado por la incidencia de la dinámica instintiva en el destino de la gente.

A diferencia de otros tests proyectivos que se proponen deducir fuentes ocultas de nuestros actos a través de láminas de manchas o de escenas dibujadas, Szondi elige investigar con fotografías de enfermos mentales. Busca activar impulsos que hacen guarida en zonas sombrías e indecibles del alma. Quiere espiar el campo de batalla vivo de la herencia. Visitar comarcas que combaten en cada uno de nosotros.

Según Szondi las formaciones de carácter o las tendencias profesionales son resultado de complejas pulseadas en la mesa del alma. Incluso cree que los individuos insanos son criaturas que padecen una sobredosis instintiva inmanejable. Dice que su prueba permite pronosticar el destino. Predecir amores, trabajos, amigos, enfermedades, la muerte. Agrupa 48 fotografías en seis series de ocho imágenes cada una. Cada serie contiene figuras representativas de un factor instintivo. Son imágenes seleccionadas entre miles de enfermos mentales: hermafroditas, asesinos sádicos, epilépticos genuinos, histéricos, esquizofrénicos catatónicos, esquizofrénicos paranoicos, depresivos melancólicos y maniáticos. Los retratos, en gran parte extraídos de libros de psiquiatría de principios de siglo, corresponden a personas de diferentes países.

Recuerdo la sala en penumbras. El jefe del Servicio dice: “voy a mostrarles unas fotografías. Mírenlas y elijan la de la persona que consideren más simpática. Opten pronto, sin pensar mucho”. Un proyector expone, enseguida, la primer serie de ocho fotografías. El clima es íntimo, casi secreto. Los chicos tienen que consignar sus elecciones en un formulario. Imágenes que actúan, según Szondi, como un despertador de pesadillas instintivas. Al rato, pide otra, también, simpática y, más tarde, dos antipáticas. El jefe del Servicio lamenta no seguir las indicaciones de Szondi al pie de la letra: aplicar la prueba por lo menos diez veces. Pocos chicos sobreviven a la segunda toma. Pero, a pesar de obstáculos e impurezas, saca conclusiones: una vez expuso que, según sus cálculos, una jovencita presentaba tendencias masoquistas; pero que, sus exigencias sádicas, se encontraban (por suerte) bien sublimadas. Y que, por lo tanto, era conveniente (a fin de completar una correcta canalización pulsional) recomendarle que se desempeñe como niñera, o tal vez como pediatra o, incluso, como psicóloga infantil. Detectaba, además, en la muchacha signos inequívocos de frigidez, pero por cuestiones éticas mantenía el dato en reserva. Otra vez encontró en un chico, que se había burlado del test en forma agresiva, los signos de Cain. Dijo que el muchacho juntaba odio y que sus elecciones denunciaban rasgos latentes de homosexualidad anal.

Recuerdo que casi todas las imágenes eran feas. Retratos de gente rara. A veces, no distinguía si se trataba de hombres o mujeres. Algunos me despertaban miedo. Otros me ponían triste. Una de las mujeres (la de la letra k de la serie V) me parecía bonita. Una vez me noté parecido al hombre de la serie III que tenía la letra m. Por si acaso, nunca lo mencioné. Tenía bigotes y una sonrisa que me era familiar.

XII.
En ocasión de la sanción de la Ley de Obediencia Debida (1987), tratamos de explicar las razones subjetivas del acatamiento ciego a una autoridad. Intentábamos no caer en lugares comunes: como la exageración de un deber, o el cumplimiento irreflexivo de un encargo irracional, o la presión moral por pertenecer a una institución disciplinada, o la subordinación de almas dóciles y sumisas, o la activación de impulsos crueles, destructores y serviles propios de una supuesta naturaleza humana. Pensábamos que la obediencia criminal no se explica porque un individuo sufre influencias del medio o experimenta impulsos irrefrenables. Incluso advertíamos que psicologías del individuo obediente, o estudios sobre instituciones autoritarias (que analizan la familia, la escuela, la iglesia o el ejército) o teorías sobre patologías sociales de acatamiento, pueden tener efectos despolitizadores.

Pero caíamos en una argumentación (si no peor) por lo menos equivalente. Intuíamos que un modo de reponer el problema político en el centro de las teorías del sujeto era pensar las relaciones entre deseo y poder. Cito un fragmento del razonamiento: “¿Cuáles son las condiciones del sujeto que posibilitan que desee acatar sin límites las exigencias del poder? El que obedece ciegamente se halla poseído por una creencia: reencontrar, a cambio de la sumisión, aquello que le falta. Si el deseo se define por la carencia de objeto, esa falta (constitutiva del sujeto) moviliza la persecución desesperada de algo. Una ausencia que halla sustitutos pasajeros en los objetos cincelados por la historia social. La obediencia ciega es una de las figuras que ofrece el poder para cautivar al deseo. Pero no se trata de un objeto más: es una modalidad de lazo social que produce subjetividad.”

Es cierto, la potencia deseante puede estar al servicio de cualquier cosa (incluso, claro, de la muerte, la tortura y otras formas de crueldad). Pero, al cabo, el argumento es ingenuo. El análisis de los actos de terrorismo de Estado (a pesar de considerar la fascinación por el poder, el amor por la autoridad, el deseo de formar parte de una voluntad superior o la complicidad de intereses) choca contra un resto que resiste las explicaciones disciplinarias. ¿Por qué militares argentinos no dudan de la moralidad de sus crímenes? ¿Por qué, ni siquiera reconocen a esos hechos como criminales? ¿Por qué no lamentan haber hecho lo que hicieron? ¿Por qué desearon hacerlo? El haberlo hecho no sólo es un verosímil moral e ideológico, sino una realización política. No todos (es decir no cualquiera) se hace sujeto de una voluntad así. El horizonte de opciones posibles se resuelve en forma distinta para cada cual. Tal vez el misterio de la diferencia sea terreno de la angustia, pero, también, de la política.

XIII.
La existencia habla muchos idiomas. Algunos extraños e indescifrables. Entre todas esas lenguas, no obstante, aprendemos a vivir. Cada cosa admite más de una interpretación. Vagamos sin contar con verdades absolutas. Es difícil desandar las sendas y trayectos que conducen al establecimiento de una verdad para cada uno. La subjetividad es territorio de consentimientos, sublevaciones e indiferencias.

Cuando un pensamiento intuye (o constata) que el Estado, el Derecho, la Justicia, la Moral, la Ley son convenciones enloquecidas en manos de un enemigo, estalla (otra vez) en angustia, soledad, desierto. Tal vez los saberes disciplinarios son terapéuticas que vienen a asistir a la razón después de la estampida. Calmar la angustia, acompañar la soledad, llenar el desierto. Pero la razón disciplinada, al cabo, parece un alma sobremedicada. Un conjunto de explicaciones planas. El desastre pone a la vista un estado de vértigo, de tensión, de peligro. La asistencia de ese desgarro (cuando no sólo es acción apaciguadora o pensamiento complaciente) necesita interrogarse por las razones políticas de la barbarie. Tal vez esa pregunta sea un modo de crítica. Que no logra ocultar, por momentos, su desorientación.

 

 

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