De Fernando Reati: De torturas y vejaciones como un arte nacional, 2003
Sobre "Auschwitz" de Gustavo Nielsen y "La mujer en cuestión" de María Teresa Andruetto, entre otros.

Según la sabiduría popular, un eficaz remedio para sacarse de la cabeza una frase o melodía pegajosa consiste en decirle la frase o tararear la melodía a otra persona, con lo cual el afectado se libra de esa obsesión, que pasa así a la infortunada víctima que queda ahora presa de ella hasta hacer lo mismo con un tercero. Esta noción intuitiva de que una obsesión se quita de la cabeza por medio de verbalizarla (repetida a menudo con efecto cómico en películas y series televisivas), aparece también en el cuento de Borges “El milagro secreto”—de manera, claro está, más filosófica—cuando Jaromir Hladík imagina centenares de muertes posibles mientras espera aterrorizado su fusilamiento a manos de los nazis, y comprende que la mejor manera de exorcisar el temor es prever el horror en todos sus detalles: “con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces...” No otra cosa es al fin de cuentas la práctica terapéutica para casos de violencia doméstica o abuso sexual que consiste en verbalizar las fantasías para que no se conviertan en realidad, o incluso la confesión cristiana de los malos pensamientos para anticiparse al pecado e idealmente conjurarlo.
Estas magias o conjuros vienen a cuento frente a Auschwitz (2004), una extraña y reciente novela del argentino Gustavo Nielsen que elude toda clasificación habitual. Perteneciente a ese grupo de escritores como César Aira, Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Rodrigo Fresán que optan en sus relatos por la no referencialidad y la expansión de lo verosímil hasta extremos desopilantes (ya casi un lugar común en la crítica referida a ellos), Nielsen narra el encuentro con extraterrestres de Berto, un porteño que se considera a sí mismo “típico”. Hijo de padre gallego y madre italiana, machista y fanfarrón, Don Juan empedernido que a los cuarenta años tiene como ocupación central acostarse con cuanta mujer se le cruce en el camino, Berto es además un “nazi de juguete” (17) que desprecia por igual a judíos e hindúes, paraguayos y cabecitas negras, chinos y “ponjas”, gays y discapacitados. Cuando en una de sus repetidas noches de conquista se acuesta con una judía de apellido Auschwitz, su desprecio hacia la raza inferior magnifica el placer que siente porque en el encuentro sexual, lleno de agresiones e insultos contra la mujer, escenifica sus odios y prejuicios. Pero para su sorpresa pasa de cazador a cazado cuando descubre a la mañana siguiente que Auschwitz ha ocultado en el congelador el preservativo con los restos de su semen, algo que lo llena de zozobra y humillación. De aquí en más, los siguientes capítulos describen las absurdas elucubraciones de Berto hasta llegar a la sorprendente verdad: Auschwitz es parte de una invasión de seres interplanetarios que se apropian de espermatozoides humanos para procrear una raza mixta, mitad humana y mitad extraterrestre, que terminará por dominar la Tierra.
Cuando Berto descubre que Auschwitz convive con un extraño niño, lo secuestra para obligarla a devolverle el semen robado, con lo cual comienza una escena que ocupa el centro de la novela y me interesa aquí destacar. En su departamento de soltero y con el niño amarrado a una cama, Berto se convierte de pronto en un monstruo que veja y tortura sin freno moral alguno:
Tomó dos yilés y las paseó débilmente por el torso infantil. Las hundió más al llegar a los pezones planos, hasta extraérselos [...] Le hundió un tenedor en cada pezón descarnado. Revolvió con ambas manos. Vio las dos pulpas que se estaban formando, su obra [...] Con el tramontina se instaló sobre el hombro izquierdo, para aserrarlo [...] Comenzó a grabar su nombre sobre la panza del niño. La brasa dejaba la marca, pero al niño no le dolía [...] Desarmó la tijera y le clavó la punta en distintos lugares del pecho, para ver cómo saltaban las fuentecitas rojas [...] Tiró del tabique nasal con la pinza pico de loro hasta astillar el cartílago, que quedó expuesto, y como a Berto no le gustaban las exposiciones, se lo volvió a hundir a martillazos [...] Ya le había clavado agujas, clavos de vidriero y escarbadientes partidos debajo de las uñas de las manitos [...] buscó una sierrita de calar, le serruchó dos dedos de la mano izquierda, le metió uno en la oreja ausente y otro... [...] Rompió una botella a martillazos y dedicó parte de la noche a hundir vidrios entre los dedos que todavía se mantenían pegados... (77-95)

Y así por páginas y páginas, en una sucesión de detalles mórbidos y horrorosos que se hacen difíciles de leer. Peor aún, el sadismo de la escena se multiplica por dos agregados que le hacen alcanzar los límites del paroxismo. Uno, que las torturas se acompañan de la creciente excitación sexual de Berto, quien se dispone a violar al niño y para su sorpresa descubre que el pequeño no posee pene ni ano por provenir de otro planeta; ante ello, en una de las escenas más horripilantes del relato Berto simplemente procede a abrir un profundo tajo entre las piernas del niño donde debieran estar sus órganos genitales, para a continuación introducir allí su propio pene y tener, en palabras de la novela, la “experiencia celestial” del mejor orgasmo de su vida (100). El otro agregado es que el niño se ríe y disfruta sin dar señales de dolor o sufrimiento alguno durante la aplicación de las torturas y la violación, en una especie de sublimación de las fantasías sadomasoquistas más perversas de Berto.
Concluidas las torturas y agotado su repertorio de vejaciones, Berto comienza a escarbar en la memoria para recordar en qué libro ha leído ejemplos que le puedan servir de renovadora inspiración, hasta que golpeándose la frente recuerda un conocido “manual de sadismo explicado a los amateurs” (101): el informe Nunca más que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) redactara como prueba de las violaciones a los derechos humanos en el juicio contra las Juntas militares en 1985. Inspirado por la relectura del Nunca más y admirado ante la inventiva de los torturadores profesionales (“¡Qué imaginación, estos milicos!, pensó Berto, mientras se palmeaba la frente. A él no se le hubieran ocurrido ni la quinta parte de las cosas”, 107) se dirige a la ferretería comercial más cercana para adquirir las herramientas que le permitan poner en práctica los tormentos relatados en el informe de la CONADEP, y allí es atendido por un experto empleado que antes de la democracia trabajaba en un “grupo de tareas” de los sitios clandestinos de detención. El humor negro y absurdista de la escena—el empleado le confiesa a Berto que ya no se consiguen verdaderas picanas, y que no le vende la suya porque es un recuerdo de los buenos tiempos—no oculta la intención de Nielsen de destacar tanto la banalidad del mal (en el sentido que le diera al término Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén) encarnada en la figura del ex torturador que le explica casualmente a Berto cómo fabricarse una picana casera, como la coexistencia de víctimas y victimarios en una sociedad que no ha terminado de someter a la justicia a estos últimos.
¿Cómo interpretar este verdadero show del horror que se magnifica por el tratamiento aparentemente humorístico y casual del tema de la tortura? Es posible que su significado comience a develarse cuando, tras deshacerse del cadaver carbonizado del niño a quien ha electrocutado picaneándolo con los cables de un velador, Berto toma un tren suburbano vestido con su elegante ropa importada y su maletín de ejecutivo. Rodeado de otros pasajeros clasemedieros como él, el personaje se pregunta si algo en su mirada lo delata ante los demás como el asesino que realmente es, y la respuesta es por demás reveladora:
¿Estarían leyendo la pregunta en su cabeza, como en una película subtitulada? ¿Cómo empezar a trabajar después de haber vejado a un pibe, después de haberle quebrado las piernas y los brazos, después de haber sentido el crujido de ese cuerpito sobre la rodilla derecha cuando hice palanca para doblarlo al medio? Y la respuesta: Así. La gente bien vestida le sonrió. Berto se sintió gratificado. Le estaban diciendo: “no te hagás problemas, nosotros también guardamos terribles secretos y viajamos apretados en el mismo vagón. Y nos ponemos ropa fina, y somos vecinos sensibles [...] a sonreír, a caminar, a trabajar de nuevo. La ciudad nos espera. Dejaremos la memoria en casa, escondida en los placares, pegoteada contra la mancha de sangre en la pileta del baño, esa mancha que nunca pudimos quitar”. (148)

El contraste entre la mancha indeleble del crimen y el propósito de “dejar la memoria en casa” para que dicho crimen se olvide, simboliza lo que tal vez constituya el núcleo mismo del estado actual de la discusión en Argentina sobre los mecanismos sociales de recuerdo del pasado violento, en una comunidad en cuyo seno se llevaron a cabo múltiples actos de mini-complicidad a través de la pretendida ignorancia, la indiferencia o incluso la parcial justificación ante los crímenes de la dictadura. En efecto, tanto en la ficción como en el ensayo se viene discutiendo ya desde hace algún tiempo el problema de la responsabilidad moral y ética—si bien no jurídica—de buena parte de la sociedad civil en los sucesos de los años 70. Los primeros años de reflexión en democracia fueron difíciles en este sentido, y un buen parámetro de la dificultad para pensar el pasado en términos de responsabilidad colectiva fue la elaboración de la teoría oficial de los “dos demonios” a partir del Nunca más, que al plantear el conflicto como si se hubiera tratado de una lucha bipolar entre fuerzas armadas y fuerzas guerrilleras insurgentes eximió a la sociedad civil de pensarse como un actor más de la violencia. Es recién en la última década que comienzan a estudiarse las mini-complicidades y mini-autoritarismos presentes en la sociedad argentina antes y durante el terrorismo de Estado, rompiéndose así aquella falsa dicotomía entre un “ellos” y un “nosotros”.
En la ficción, un primer paso en esa dirección lo constituyó Villa, la novela de Luis Gusmán de 1995 sobre un oscuro médico del Ministerio de Bienestar Social que por su extrema obsecuencia termina colaborando con los escuadrones de la muerte, ilustrando así en clave argentina la noción del victimario como burócrata impersonal y mediocre—aquél que podría ser cualquiera de nosotros—que Arendt revelara en su estudio sobre Eichmann. Otro lo constituye la más reciente La crítica de las armas de José Pablo Feinmann (2003), donde el protagonista pasa los años de la dictadura esperando el fatídico golpe en la puerta que nunca llega, rodeado de amigos, colegas y vecinos que justifican lo que ocurre alrededor con el proverbial “por algo será”, y convencido no sólo de que se trata de “un país de cobardes y de cómplices” (21) sino además de que él mismo pertenece a por lo menos una y quizás a las dos categorías. Un tercer ejemplo novelístico lo presta La mujer en cuestión de María Teresa Andruetto (2003), que gira alrededor de una ex prisionera en el campo de concentración de La Perla en Córdoba que sobrevive gracias a que tiene relaciones sexuales con un torturador; pero la supuesta traición de la mujer empalidece ante los gestos de mini-colaboración con el régimen de muchos de aquellos mismos ciudadanos comunes que ahora la condenan por traidora, como la vecina que por temor no le permitió esconderse en su casa, el abogado que la denunció a las autoridades, el profesor que le pidió acostarse con ella a cambio de información, o incluso los mismos padres que no le prestaron dinero para huir del país.
En el campo del ensayo y el testimonio, el texto sin dudas más contundente es Poder y desaparición de Pilar Calveiro (1998), en el que esta sobreviviente del campo de concentración de la ESMA se opone a la división simplista de los cautivos en “héroes” y “traidores”, e ilumina a la vez los mecanismos sociales que hicieron posible que una vez llegados al campo los prisioneros se vieran enfrentados a situaciones ambiguas y grises donde se desdibujaban los límites entre heroismo y colaboración. Más allá de las variables políticas y humanas de los prisioneros (ideología, personalidad, grado de compromiso, resistencia al dolor físico) Calveiro demuestra que se deben entender los distintos mecanismos individuales de supervivencia, que van desde la simulación o la colaboración en pequeñas tareas del funcionamiento del campo hasta la colaboración abierta y el “pasarse de bando”, como una extensión de similares mecanismos sociales de adaptación al inmenso poder militar. Según Calveiro, “ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto” (98), y por el contrario deben pensarse ambas instancias como un continuum de actitudes y mecanismos ideológico-psicológicos: “Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social [...] Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos” (137). Lo que ocurrió adentro es reflejo de lo que ocurrió afuera, campo y sociedad son dos caras espejadas de una misma y gris realidad, y si no hubo héroes ni traidores claramente discernibles en el uno tampoco los hubo en la otra. Una semejante noción de la profunda ambigüedad que rodeó los mecanismos de supervivencia tanto dentro del campo como en su entorno social se desprende de Ese infierno (2001), un libro que recoge las conversaciones que cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA grabaron a lo largo de varios meses. También aquí se constata, junto al deseo de evitar todo juicio moral sobre los comportamientos individuales que condujeron o no a salir con vida, un implícito develamiento de las múltiples maneras en que “los de afuera” hicieron posible con su ignorancia o indiferencia lo que sucedió “adentro”. En pocas palabras, y tal como sostiene un tercer texto ensayístico que se enfrenta al arduo tema de la culpa colectiva—Pasado y presente de Hugo Vezzetti (2002)—cada vez se hace más evidente que “una violación masiva de los derechos humanos, extendida en el tiempo y sostenida en un amplio compromiso del Estado y de sectores de la sociedad, no puede cumplirse sin la participación activa de muchos y sin la conformidad de muchos más”, incluyendo éstos la mayor parte de los partidos políticos tradicionales, grandes sectores de la Iglesia y amplias capas de la clase media, entre otros. Vale decir, se trató de una sociedad aterrorizada, sí, pero también prudente y “dispuesta a sobrevivir” a cualquier precio (Vezzetti, 63).
¿Cómo encaja el regodeo narrativo que rodea la descripción de las torturas en Auschwitz con la discusión y reciente profusión de textos ensayísticos y de ficción sobre la responsabilidad colectiva en Argentina? ¿A qué viene esta aparente estetización de la tortura, un acto que junto con la desaparición de personas sintetiza mejor que ningún otro la memoria del terrorismo de Estado? (Y vale la pena aquí una digresión: al final de la novela, tras ser torturado, electrocutado e incinerado, el niño extraterrestre reaparece vivo y sonriente, un despropósito intencional por parte del autor en un país que carga con la memoria de miles de desaparecidos cuyos cuerpos jamás se recuperaron). Existe una larga tradición de representaciones de la tortura y el sadismo en la literatura occidental, que se ha visto siempre fascinada por esas prácticas que—como un abismo abierto a nuestros pies—nos repelen a la vez que nos atraen. Entre los múltiples ejemplos posibles, viene a la mente Farabeuf, la extraña novela del mexicano Salvador Elizondo (1965) que incluye una gráfica fotografía de archivo sobre la ejecución por descuartizamiento de un súbdito chino acusado de magnicidio en 1901. El personaje del título, Farabeuf, es un médico cirujano fascinado tanto por el arte de la disección de cadáveres como por la imprecisión de la frontera entre el dolor físico y el placer sensual, autor supuesto de la fotografía reproducida así como del libro Aspects Médicaux de la Torture Chinoise. En “el espanto y la delicia del cuerpo humano abierto de par en par a la mirada como la puerta de una casa magnífica” (107) confluyen—en la novela pero también en buena parte del pensamiento occidental—las preocupaciones sobre la ciencia médica, la tortura y el erotismo, por lo que las descripciones del descuartizamiento producen horror pero a la vez un recogimiento sagrado ante la experiencia inefable del supliciado: “Poco a poco lo despojan de sus ropas y su cuerpo se yergue en una desnudez de carne infinitamente bella e infinitamente virgen [...] con los hombros doblados hacia atrás por la tensión de las ligaduras y el cuello alargado hacia delante; con los ojos abiertos, abiertos más allá del dolor y de la muerte. Una mirada que nada puede apagar; como pudiera mirarse uno mismo en el momento del orgasmo” (132). Mirarse uno mismo en el acto de mirar al supliciado: he aquí una dimensión fundamental de la inquietante novela de Elizondo, que nos obliga a reflexionar sobre el inevitable acto de voyeurismo del lector/espectador que está implícito en la lectura misma. “Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú” (143), advierte el narrador, después de habernos insinuado que de algún modo cualquiera de nosotros podría ser asimismo el torturador: “Los mecanismos materiales de la justicia son, pudiéramos decir, imperceptibles. ¿Quién construye los cadalsos? ¿Quién templa la hoja de esas cuchillas? ¿Quién cuida de que el mecanismo de la guillotina funcione con toda perfección? ¿Quién aceita los goznes del garrote? La identidad de los verdugos es inasible como el mérito de sus funciones” (137).
Más cerca de Argentina, La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik (1965) plantea semejantes inquietudes. Se trata de una historia poetizada de los crímenes y torturas llevadas a cabo en su castillo por la sádica condesa Erzébet Báthory, que Pizarnik retoma de la novela La comtesse sanglante de la francesa Valentine Penrose. La perversión sexual, la crueldad, el erotismo como fuerza salvaje y la capacidad del mal en el ser humano son los elementos de esta historia, que tiene a la condesa como directora y a la vez espectadora de las puestas en escena en que convierte cada tortura de una infortunada muchacha, desde el aprisionamiento en la Vírgen de Hierro o la muerte por agua congelada hasta los tormentos clásicos con pinzas, objetos cortantes e hierros al rojo vivo. La novela de Pizarnik gira alrededor de la figura de la condesa en actitud de contemplación del horror, y de allí que abunden palabras como mirar, contemplar, ojos, observar: “Sentada en su trono, la condesa mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas son figuras silenciosas que traen fuego, cuchillos, agujas, atizadores; que torturan muchachas, que luego las entierran. Como el atizador o los cuchillos, esas viejas son intrumentos de una posesión. Esta sombría ceremonia tiene una sola espectadora silenciosa” (mi énfasis; 10). Pero junto a la condesa hay otra figura no mencionada y sin embargo implícita y omnipresente a través de la novela, y es la del lector que sentado en un sillón en la soledad de su cuarto contempla a su vez a la condesa contemplando el horror. La fascinación que la crueldad ejercida sobre un cuerpo humano ejerce en la condesa es la misma que atrae al lector y no le permite dejar de lado el libro, convirtiéndolo así en un voyeur involuntario de aquello mismo que moralmente condena. Hay un capítulo dedicado al “gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma” (43), frente al cual la condesa pasa horas contemplándose entre sesión y sesión de tortura: ¿no es la novela algo así como el espejo en que el lector se ve a sí mismo mientras lee sobre los tormentos que se llevan a cabo en los sótanos lúgubres del castillo? Tal vez a eso se refiere en parte María Negroni en un estudio sobre Pizarnik, cuando cita un ensayo de Cristina Piña y dice que la fascinación que ejerce esta breve novela proviene de “su capacidad de articular lo obsceno, es decir, su capacidad de traer ‘adentro de la escena visible’ ciertas zonas de nuestra experiencia de lo real que la vida cotidiana expulsa a un lugar excéntrico”. En otras palabras, ver a la condesa contemplando y disfrutando el espectáculo sádico de la tortura nos obliga a ver en nosotros mismos aquello que por lo general preferimos ignorar.
Tanto Elizondo como Pizarnik (y según se deduce, Nielsen) ilustran aquello que sostiene Angela Carter en un inteligente estudio sobre el significado político de la violencia sexual y la pornografía en la obra del Marqués de Sade: que así como la relación erótica entre dos seres reproduce en miniatura las relaciones sociales que las contextualizan, sus perversiones y violencias sexuales no hacen sino espejar a modo de caricatura otras perversiones sociales. Por eso, dice Carter, el látigo con que el Marqués castiga a sus víctimas es la extensión de un poder político mayor: “la mano del látigo es siempre la mano que tiene el poder político real, y la víctima es la persona que tiene poco o ningún poder”. Carter nos presenta un Marqués de Sade cuya verdadera intención no es regodearse con la descripción de violencias y maldades sino hacernos pensar en qué tipo de sociedad puede cobijar en su seno la existencia de semejantes prácticas, vale decir convertir el acto de observación implícito en el voyeurismo del lector en uno de auto-observación. El escenario donde transcurre el mal no es un espacio ajeno: es un espejo de nosotros mismos. Precisamente hablando sobre la legitimación social del mal, Diana Wang repasa estudios hechos sobre el papel del sistema ferroviario alemán en el Holocausto y sintetiza algunos datos duros: casi un millón y medio de alemanes trabajaban directa o indirectamente para los ferrocarriles que transportaron varios millones de víctimas en condiciones infrahumanas hacia la muerte, y ya sea por obedecer órdenes o por ignorar lo que pasaba no se registraron protestas, renuncias u oposición de ningún tipo a la maquinaria burocrática del exterminio entre esos empleados del Estado. En otras palabras, cientos de miles de burócratas siguieron llevando a cabo sus tareas rutinarias y viviendo una vida normal, indiferentes al mal que se extendía. Esto conduce a Wang a plantear una idea simple pero inquietante: “Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir” (mi énfasis; 97).
Berto, ese “típico” porteño lleno de rasgos reconocibles y hasta si se quiere entrañables (su viveza criolla y su humor irónico, sus respuestas certeras a los comentarios de las mujeres, su orgullo de macho que se las tumba a todas) es con su homofobia, su racismo y su xenofobia antiinmigrante también un prototipo de lo peor de la Argentina pretendidamente primermundista de los 90. ¿Cómo no pensar que Berto en los 70 hubiera podido ser uno cualquiera de los que festejaban el Mundial de Fútbol a pocas cuadras de la ESMA, de los que sostenían “por algo será” cuando desaparecían personas y más tarde “algo habrá hecho” cuando uno de esos desaparecidos emergía con vida de un campo, incluso de los que dadas las circunstancias se convertían en burócratas impersonales como el médico de Villa? Berto es uno de nosotros. Y si tanto nos impresiona la descripción de las torturas del niño es por la naturalidad con que Berto las inventa; la misma naturalidad con que el ex torturador ahora devenido empleado de ferretería le sugiere usar una simple funda de almohada en vez de capucha para ahorrarse unos pesos; e incluso la naturalidad con que los pasajeros del tren parecen tranquilizar a Berto haciéndole sentir que todo está bien, que todos tenemos secretos terribles ocultos en nuestro pasado, que no hay que preocuparse demasiado por un muerto más o menos. El hecho mismo de que los instrumentos de tortura que usa Berto sean los objetos prosaicos y cotidianos que se pueden hallar en cualquier hogar apuntan a la naturalidad o familiaridad del mal que late en cualquier ser humano: “Del baño trajo toallas, el palo del secador, un cepillo de paja, el cortauñas, dos limas, las yilés, un frasco de alcohol. De la cocina trajo fósforos, otro cuchillo con más punta y menos filo, varios tenedores, un ensartador de brochettes, el tirabuzón, unas botellas de vidrio, un plato de loza, escarbadientes. Del lavadero, que era donde tenía sus herramientas, trajo la pinza pico de loro, un martillo, clavos. Del costurero sacó una cajita con alfileres” (76). ¿Cómo no temblar ante la constatación de que en efecto la casa de cualquier vecino encierra parecidos instrumentos cortantes, hirientes, punzantes, factibles de convertirse en herramientas del horror en las manos equivocadas? Por eso, la argumentación de Berto cuando se le pregunta por qué decidió torturar al niño es contundente en su simpleza: “Porque me dio la gana; porque supuse que me iba a gustar; por tantas cosas...” (118). Se trata de la banalidad del mal; pero aquí Berto es nosotros, su maldad es la que late en todos. En un país que vivió desapariciones y torturas inimaginables ante la pasividad o indiferencia de muchos, y que ahora demuestra una sorda hostilidad hacia los extranjeros y diferentes, no tiene demasiado de extraño que un extraterrestre pueda ser objeto de vejaciones por parte de un honrado ciudadano. Como en la célebre expresión de Flaubert cuando dijo que él era Madame Bovary, Nielsen sabe que él es Berto (o Berto es él, que es lo mismo). Por eso, Nielsen exorcisa esa aterradora posibilidad a través de la magia de nombrar el mal, agotando en su imaginación todas las posibles variantes con la enumeración de torturas y actos deleznables, tal vez con la secreta esperanza—como en el cuento de Borges—de que así no ocurran.
No presupongo que Auschwitz sea una novela sobre los efectos traumáticos del terrorismo de Estado en Argentina, porque seguramente es muchas más cosas, pero es posible afirmar que es también sobre eso. Toda sociedad que ha pasado por eventos colectivos traumáticos ve a cada generación producir sus propias lecturas de ellos, difiriendo las representaciones de quienes fueron testigos directos de los hechos y las de aquellos que los vivieron indirectamente o sólo los conocieron a través de relatos y documentos. Hablando de la transmisión intergeneracional que se efectúa en Argentina con las memorias del terrorismo de Estado, Elizabeth Jelin destaca la importancia no sólo de que dicha transmisión se produzca sino además de que no se convierta en un vaciado de contenidos en el receptáculo supuestamente virgen que serían los jóvenes, ya que eso implicaría fijar los sentidos del pasado en una versión única que en última instancia podría saturar y producir rechazo en el receptor. Es fundamental que quienes vivieron en carne y hueso el pasado traumático lo transmitan, pero también que los receptores produzcan sus propias resignificaciones: “que quienes ‘reciben’ le den su propio sentido, reinterpreten, resignifiquen [...] que las nuevas generaciones puedan acercarse a sujetos y experiencias del pasado como ‘otros’, diferentes, dispuestos a dialogar más que a re-presentar a través de la identificación”. En el caso argentino, es lo que va de las prácticas políticas de los movimientos de derechos humanos tradicionales a las prácticas más nuevas de H.I.J.O.S., la agrupación de hijos de desaparecidos conocida por sus originales formas de activismo como el “escrache” y el teatro callejero; o en el cine, lo que va de la representación más o menos mimética del horror en La historia oficial de Luis Puenzo (1985), Garage Olimpo de Marco Bechis (1999) y Kamchatka de Marcelo Piñeyro (2002), al juego de autoreferencialidad y ruptura de verosimilitud histórica de Los rubios, el documental ficcionalizado de la joven directora e hija de desaparecidos Albertina Carri (2003).
Es desde esta perspectiva de representaciones divergentes, de aceptaciones o cuestionamientos de las lógicas estéticas de la verosimilitud y la mimesis para representar el trauma, que debe leerse Auschwitz, la obra de un autor que si bien no pertenece por edad a los que nacieron después de la dictadura—nacido en 1962, tenía 14 años al momento del golpe de 1976—tampoco es parte de la generación que vivió en carne propia el terrorismo de Estado. Que la novela tenga como propósito o no hablar sobre esa historia de dolor no importa: Nielsen como todo argentino lleva la carga de ese pasado violento y lo conjura a su manera, enfrontando el mal posible que anida en cada ser humano por medio de su verbalización. Eso no le ha ganado demasiados amigos en su propia patria, donde tuvo dificultades para conseguir quien le publicara la novela, recibió e-mails y llamadas telefónicas pidiéndole que la sacara de circulación, e incluso fue acusado de racista y antisemita por el hecho de que su personaje lo es. A pesar de todo esto, confrontado con su propia humanidad Nielsen se reconoce—nos reconoce—en la figura de Berto y opta por no desviar la vista. Y si la sabiduría popular está en lo cierto, al narrar la maldad de Berto se la quita de encima y la convierte en un problema que ahora le incumbe al lector, obligado a pasear sus ojos escandalizados (¿morbosamente atraidos?) por sobre tanta inmoral sevicia.

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