Andrés Rivera



(…)
un tobillo dónde voy si ya no puedo más. Hubo un grito entre los intersticios del trueno, por encima del espejo vacío, que cortó en dos el clamor de los ejércitos interminables que volvían a la ciudad, después de batir al descastado Urquiza. Cufré cayó de rodillas, en el piso de ese lugar, que era de piedra —volvió a saberlo—, herido en lo que, quizá, fuera su cara por el taco del zapato que contenía la carne tibia de un tobillo y la seda que guardaba esa carne.
Un líquido espeso goteó en las palmas de las manos de Cufré, apretadas contra lo que, quizá, fuera su cara, contra el tajo que abrió, tal vez, en la parte derecha de lo que fuera su cara, el taco agudo de un zapato que atravesó la vacía luz de un goteante ojo amarillo. Estuvo allí, Cufré, la cabeza contra el piso de piedra de ese lugar quién soy que me tomo el pulso, fuese lo que fuera ese lugar, hasta que el trueno se apagó. Quizá soñó que dormía. Quizá, dormido, extrajo, de entre lo que olía a defecación y a orina y a semen, la pistola que no disparó cuando aún había viento, cielo y miedo y coraje para regalar. Se llevó la pistola a la boca. Mordió el caño de la pistola, pasó la lengua por el caño de la pistola, saboreó el gusto del acero, y apretó el gatillo.
Esperó. La noche de ese lugar, fuese lo que fuera ese lugar, le devolvió su grito. Apretó, una vez más, con calma, con cuidado, con aplicación, el gatillo de la pistola. Como si soñara, apretó el gatillo de la pistola. Se rió, despierto. Arrojó, lejos de sí, el arma, y los mecanismos del arma, vencidos por el óxido, la bala y la pólvora roídos por la humedad, y el acero inútil, rebotaron en la noche de ese lugar, fuese lo que fuera ese lugar. Y se rió. Y pensó, despierto, que los hombres de Badía, no fallaron en el pronóstico: estaba loco. Los locos son los que dicen no puedo más al destino.
¿Un loco? ¿O algo más que un loco? ¿O hay algo que soy, que el loco no es? Voy a hablar de lo que soy, y lo que diga será lo último que ustedes oirán de mi boca. Diré lo indispensable para que sepan quién soy. Digo que soy el de la cama 32. A mi derecha, en la cama 31, el 31; a mi izquierda, en la cama 33, el 33. Son 31o 33. Elijan: hombres o números. Pero yo, en la cama 32, soy algo que no es ni hombre ni número.
A 31 lo alimentan con leche: le pinchan la lengua, investigan qué se cerró o qué le creció en la garganta, en el esófago, en la tráquea. 31 no puede tragar comida sólida y hay que pegar el oído a su boca y pincharle la lengua para descubrir un tono constante, ga-gn-ga, que emite la contracción y la dilatación de un músculo hediondo, y, acaso, magro. Yo, que no soy ni hombre ni número, lo miro dormir. Cuando no duerme, mira el techo de la habitación; y cuando no duerme y no mira el techo de la habitación, la leche que gotea de una botella, sostenida por pesos y contrapesos a una vara de hierro, y destinada a regarle la lengua que le pinchan con agujas de cobre, lo ahoga. Yo le ajusto los pesos y contrapesos para que el goteo de la leche no lo ahogue. 31 me sonríe y mueve su mano izquierda en señal de saludo; yo le sonrío y muevo mi mano derecha (para que la vea) en señal de saludo.
33 no se acuesta. Camina por la habitación, nos mira a 31 y a mí, camina por los pasillos del hospital
(uso la palabra hospital, imprecisa y brusca, para conjurar una presencia y no su indefinida misión), se para frente a las ventanas, los ojos claros y muy abiertos. Vuelve tarde, con un paso silencioso, de los pasillos, de las ventanas, de las escaleras que subió y bajó, de esa intensa contemplación de las puertas del hospital que no se anima a franquear. Vuelve y muerde una papa o toma una cucharada de sopa. Mastica, los ojos claros y muy abiertos, la papa o la cucharada de sopa, Se tira en la cama, los ojos claros y muy abiertos, y corre la cortina que separa su cama de la mía. Oigo sus gemidos. Me levanto: 33, vestido, las piernas encogidas, tiene los ojos cerrados y cree dormir. Pero se queja. Lo tapo con una manta. 33 abre los ojos, un absorto horror en los ojos claros que parecen mirar hacia adentro. Le digo que se desvista, que la noche recién empieza (no es la primera vez que se lo digo), que se tape con la manta. 33 me dice que le quite la manta que extendí encima de su cuerpo, que no se desviste. Se revisa: toca las medias, los pantalones, la camisa. Cuchichea, los ojos fijos y claros y muy abiertos, en la puerta de la habitación. Espero una visita, cuchichea. Usted sabe que no se debe esperar desvestido a las visitas. No es la primera vez que me dice eso. La ronda nocturna de hombres que visten túnicas blancas pasa delante de la cama 31, de la mía, y de la cama 33. Uno de los hombres que viste túnica blanca se vuelve al llegar a la puerta de la habitación, pálido, y como agazapado. Y me habla. Es el único componente de la ronda que me habla, la cabeza apenas ladeada. Le veo un solo ojo, que fosforece en la cara pálida y sagaz, y me repite las mismas palabras que le
oí desde que me alojaron aquí, desde que me adjudicaron el número 32. Me dice: Usted, ¿qué escribe? Y lo que le digo a él es lo último que le digo a él y a ustedes. Le digo a él y les digo a ustedes: Nadie sabrá nunca qué escribo: soy el prontuariante de Dios.

 

 

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