Susana Szwarc, 1983/1998, de "Bailen las estepas", Ed. de la Flor, l998.



ESTACIONES

Uno se despierta. Los sauces inclinados
entre vientos como un cuerpo de fatiga
delatan por su temblor amarillo
otra estación. En las ventanas del país
junto con los árboles, los asesinos.


¡Ah! El cielo es celeste
pero las nubes que se arman,
lentas,
tienen la forma terrible
del pan.


SILENCIO

Cada golpe dejó su cicatriz en mi lengua una nube se ha instalado
en medio de mí las únicas palabras que recuerdo porque las he pronunciado
esta mañana son
me moriré de tristeza
¿moriré de tristeza en el umbral del invierno ?
la monotonía de la frase ¿acaso alguien se ha muerto de tristeza acaso
alguien se ha muerto de amor acaso algún poema transformará el mundo ?

Camináramos con la boca seca pisando los huesos sin mirar el lugar del ruido
¿quién murmura al costado de la hilera ?
Una, cansada de cavar en su jardín.
Los blancos pañuelos se secan en la soga,
sus gotas mojan justo los zapatos desabrochados
esa negrura sin saber
cuáles restos.

Duermen debajo de las piedras.
Mendigos de azul alzarían los vasos,
traspasarían miradas, ese espacio entre la daga y la reja y
están cansados. Tantas noches cavando en los jardines para encontrar
el nombre de los huesos pero sobre todo para no encontrarlo.
(1983)


¿POR QUÉ SONREÍA ?
Alguien arroja un huevo
crudo (podría ser también por agua),
hacia la zona de montañas, altísima,
justo en el lugar de las nieves eternas.


Ese gesto es trivial, tan cruel (casi)
como el gesto del asesino que arroja
cuerpos
al océano
pero que, por algún motivo del azar, se ve
en los ojos de la víctima, que le sonríe.
¡Ah!, cada día, cada noche,
la misma inconcebible pregunta:
¿por qué sonreía?
o aun: ¿por qué me sonreía?
Y cada vez
el verdugo cierra los ojos, aprieta los oídos
como esos niños atormentados por los gritos
de una madre todavía inexplorada, y se muerde
los labios.
-No hay que aceptar la pregunta- piensa.
No le dice a nadie lo que piensa.
Mientras la frase no le salga de la boca
nadie (nadie) contará el cuento.
Ahora (que alguna vez es siempre),
la dignidad de la montaña
resbala junto con la yema.


Hay manchas de luz.
La noche es negra y blanca:
como no saber si es de día
o se hizo pedazos la montaña.
Ninguna jarra para guardar un trazo
de la nieve, ni regazo.


Si algún tierno, tesoro,
deforme (¿yo, vos?)
mirara hacia allí diría,
entre lágrimas claro,
-¿cómo cuelga así? Cáscara, yema,
montaña.
La caída de qué letra, o paisaje
sin reparo.


¡Ah!, pero el tiempo no se queda quieto. Sopla.





 

 

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